Disciplinas olímpicas: Gimnasia

Continúa la serie sobre las Olimpiadas con una mirada a una gimnasta emblemática de México 68.
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Amsterdam, 1967. Una foto. Sonriente poseedora de unos muslos espléndidos, desde el primer lugar en la premiación del salto de potro –riesgosa disciplina de la gimnasia artística–, la checa Věra Čáslavská se destaca: las competidoras alemanas que la flanquean lucen aún el porte cándido de las púberes, mientras que la pulposa ganadora exhibe sus redondeces, que ganan aficionados para la disciplina que practica con brillo desde su aparición internacional, en Tokio, hace tres años.

En su medio, Věra es excepcional. A sus veinticinco años, cuando muchas atletas piensan ya en el retiro, ella apenas se acaba de convencer de que valió la pena dejar el patinaje sobre hielo y el ballet para consagrarse al oficio gimnástico. Con la victoria lograda en los Países Bajos, acaba de sumar a sus triunfos el Campeonato Europeo y abrió una puerta sin retorno para abanderar a su delegación el próximo año en México, donde se llevará a cabo la decimonovena Olimpiada.

A finales de los sesenta no hay restaurantes mexicanos en Praga, pero sí se puede encontrar música de regiones distantes. Así, Věra conoce el futuro país anfitrión mediante sones de mariachi, y es tanta su empatía, que prepara sus rutinas al compás del Jarabe Tapatío y Allá en el rancho grande, mientras se cuelga de los árboles, brinca cercas alambradas y levanta su propio peso con apoyo de cuanta barra de metal fija encuentra por las calles. Así se tiene que entrenar, pues su nación, a meses de experimentar la legendaria Primavera, no destina recursos para la preparación de sus atletas: las tres medallas de oro conquistadas por Čáslavská en la Olimpiada japonesa son consideradas un milagro. Nadie espera que repita hazañas en ese lugar exótico, donde se sabe que las rusas –competidoras de élite– entrenan desde hace meses en las mejores condiciones.

Pero es tiempo de utopía, aunque en ocasiones sea masacrada en calles y plazas. Con su rudimentario entrenamiento, su deslumbrante figura y un corazón acicateado por la rabia ante la invasión de su país a manos de los otros Estados miembros del Pacto de Varsovia, Věra gana todo el oro que a un atleta le sea posible obtener en marco olímpico: el all around. Pero no sólo eso: también se lleva el corazón de los mexicanos que la declaran Reina de los Juegos Olímpicos y Novia de México. El último nombramiento es literal, pues la gimnasta, presa de un éxtasis heroico, contrae nupcias con el fondista Josef Odložil, su compatriota. Y el lugar del enlace es ni más ni menos que la Catedral capitalina, ante miles de personas que abarrotan el Zócalo.

Věra regresa a México diez años después de su epopeya deportiva, en busca de refugio: por su postura política en su patria –pese a ser la atleta con mayor reconocimiento internacional–, es persona non grata. Se queda a vivir en México y conduce por muchos años su programa de televisión Haga gimnasia con Vera (precursor del ejercicio mediático que popularizaría después Jane Fonda). Pero se divorcia y vuelve a la Europa del Este. Soporta la clandestinidad antes de ser considerada, ya en el contexto de La Revolución de Terciopelo, heroína.

A inicios de los noventa, aquella foto de 1967 se llena de manchas, se apolilla, se resquebraja. El ex marido de Věra fallece en una pelea de bar con el hijo de ambos, Martin. A partir de entonces, aquella guerrera de muslos portentosos se sume en las sombras del trastorno psiquiátrico.

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