Periodistas que violan la ley

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Dos imágenes. La primera corresponde a la edición del 17 de diciembre de 2009 de un diario matutino que en su primera plana desplegó la fotografía del cadáver de Arturo Beltrán Leyva tendido en el piso, con los pantalones abajo, cubierto de billetes ensangrentados. En la segunda, también publicada en un diario de la capital el pasado 9 de enero, pueden verse los cuerpos de quince personas decapitadas por el crimen organizado en Acapulco.

La discusión sobre la pertinencia de publicar o no una fotografía (si es que este debate se presenta en las mesas de edición) generalmente se da solo en torno al valor periodístico de la imagen. Tal como lo evidenció el director editorial de Milenio al publicar la fotografía del cuerpo de Paulette Gebara tras ser hallado entre el colchón y los pies de su cama. No son raros los casos de periodistas que piensan que es imposible violar los derechos de una persona fallecida.

Cuestionar las decisiones editoriales de los medios mexicanos desde una perspectiva meramente ética o moral subjetiviza la discusión, porque reduce todo a una cuestión de enfoques. Una de las características del periodismo es destacar lo excepcional; sin embargo, no puede renunciarse a una responsabilidad marcada en leyes y códigos –anteponiendo argumentos sobre el derecho a la información y la libertad de expresión– para publicar cualquier cosa como si no hubiera consecuencias en ello.

Los periodistas compartimos la responsabilidad de la información que transmitimos y tenemos la obligación de respetar el derecho de las personas y de sus familias a la vida privada y a la dignidad. Escenarios como los planteados arriba exhiben el trato cruel y degradante que se da a las víctimas, y que las autoridades estarían obligadas a evitar por el agravio que se hace a sus familiares.

Cada día, los informadores somos cómplices de violaciones a la ley perpetradas por las propias autoridades. Cuando se pone frente a las cámaras a supuestos integrantes de cárteles del narcotráfico en el Centro de Mando de la Policía Federal en Iztapalapa, cuando se permite que Isabel Miranda de Wallace se caree ante decenas de reporteros con el sujeto imputado de asesinar a su hijo –y cuando esto se publica bajo el criterio de interés público–, se violan los derechos procesales y se vulnera la garantía al debido proceso que debería proteger a cualquier persona sin excepción, y que no tendría por qué estar subordinada a linchamientos mediáticos.

La detención de “El Ponchis”, a quien algunos medios llamaron “el niño sicario”, es un caso que ilustra esta cuestión. Aprehendido en un aeropuerto mientras intentaba escapar a Tijuana junto a sus dos hermanas, la Secretaría de la Defensa se permitió convocar a los medios en una calle oscura de Cuernavaca, en medio de la noche, para hacer la presentación del adolescente. Se permitió que los reporteros lo fotografiaran, lo grabaran y lo sometieran a un interrogatorio extrajudicial.

En abierta violación a la Constitución, a la Ley Federal para la Protección de los Derechos de Niñas, Niños y Adolescentes y a la Ley para el Tratamiento de Menores Infractores –que obligan a resguardar la identidad y otros datos personales de menores de edad dentro de los procesos penales– medios como Milenio, La Jornada y Excélsior revelaron el nombre del joven de 14 años. Menos cuidadosos, otros difundieron fotografías y videos en los que no se tuvo el cuidado de distorsionar el rostro de Edgar (su nombre de pila).

Muchas de estas normas debieron seguirse en este y en el caso de Paulette, porque, contra lo que algunos suponen, el derecho a la personalidad y a la propia imagen no mueren ni siquiera cuando el titular de los derechos desaparece.

El caso Diego Fernandez de Cevallos es el más nuevo y acabado episodio de los traspiés de la prensa. Medios como El Universal, que en sus propios códigos de ética consideran la publicación de información y detalles relacionados con el secuestro de particulares como apología del delito, dieron espacio a algunos de sus periodistas para difundir fotografías del político en su cautiverio, cartas de sus supuestos secuestradores y versiones sobre su liberación que podrían haber puesto en riesgo cualquier negociación para su rescate y aun su vida.

Otros, como el propio director editorial de Excélsior, pusieron sobre la mesa la preocupación de que los medios terminaran siendo usados para los fines de los delincuentes y rechazaron públicamente que la función del periodismo facilitara la negociación de un secuestro. Sin embargo, 24 horas antes de la definitiva liberación de Diego, ese mismo diario publicó párrafos y párrafos de una carta de los “misteriosos desaparecedores” del panista que antes habían merecido la crítica.

Durante el último año hemos visto a numerosos editores y directivos de medios explicando en las redes sociales sus decisiones, como si ello sustituyera elaborar políticas editoriales o un código de ética claro. En diversas redacciones, hasta la fecha, no parece haber conflicto en tomar videos de interrogatorios realizados por delincuentes y en dar por válidas las confesiones de sus víctimas si estas –por ejemplo– acusan a funcionarios de alto nivel de estar coludidos con los narcos.

No es infrecuente encontrar el lenguaje criminal en medios impresos y electrónicos, el uso de “levantón” por secuestro y “ejecución” por asesinato; la forma en que contribuimos a popularizar alias que en el peor de los casos son denigrantes y que en otros alimentan la celebridad del delincuente… Es momento de preguntarnos a quién servimos cuando publicamos, si nuestra práctica irresponsable no nos ha ganado la animadversión de aquellos a quienes supuestamente servimos y si la cobertura de la violencia puede hacerse de una manera diferente. Estoy seguro que sí.

– Juan Carlos Romero Puga

(Imagen modificada)

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Periodista. Autor de Los voceros del fin del mundo (Libros de la Araucaria).


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