Muhammad Alí: Nuestro único héroe

Un recuerdo de la excelencia deportiva y la libre afirmación étnica, política y religiosa de Cassius Clay. 
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Recuerdo nítidamente aquella noche del 25 de febrero de 1964. Cassius Clay era nuestro ídolo, adorábamos su estilo, sus ocurrencias, sus gestos, su magnífica estampa, su alegría. Y temíamos que Sonny Liston (el gigante malo y mal encarado que había liquidado al noble y melancólico Floyd Patterson) masacrara a Clay. Aún siento la emoción del instante en que los cronistas (Lalo Orvañanos, quizá), desgañitándose en el micrófono, narraron desde el ring el tremendo nocaut que Clay le propinó a Liston. Al día siguiente, apenas podíamos creer la imagen que fue portada de muchos diarios, no solo los deportivos como el Esto, Ovaciones La Afición. Pero era verdad: Liston tirado boca arriba, “cuan largo era”, en la lona; casi crucificado de no ser por la flexión de sus antebrazos; más que vencido, rendido, humillado por el mayor y mejor boxeador de todos los tiempos que, dando vueltas y brincos a su alrededor, le reclamaba a gritos que se levantara, que siguiera peleando: Cassius Clay.

El box era popular entonces en México. Las peleas se transmitían por radio y a veces por televisión, lo cual contribuyó a la fama de grandes boxeadores: Raúl Ratón Macías, Toluco López, José Becerra (nuestro primer campeón mundial). Eran dignos herederos de los legendarios Kid Azteca, Chango Casanova y Joe Zurita. Además, una camada de extraordinarios pugilistas cubanos había llegado a México, entre los que destacaban Ultiminio Ramos y sobre todo el genial José Ángel “Mantequilla” Nápoles. Aunque muchas de las figuras del boxeo estadounidense habían colgado los guantes (pienso en Sugar Ray Robinson o Archie Moore), los jóvenes los admirábamos no solo por su destreza sino por su batalla (tácita o abierta) por la igualdad racial: eran los herederos de Joe Louis (que había vencido a Max Schmeling, el favorito de Hitler).

Nuestra simpatía por los deportistas de color se ampliaba a todos los ámbitos en que destacaban: el velocista Jesse Owen, los peloteros Jackie Robinson y Willie Mays. Y en muchos casos (el mío, por ejemplo) el elenco se ampliaba porque cubría la esfera de las artes: el gran bajo Paul Robeson (intérprete inolvidable de “Ol’ Man River”), Sammy Davis Jr., Nat King Cole, Ella Fitzgerald, Billie Holiday, Duke Ellington, Ray Charles, Louis Armstrong. Para no hablar de Martin Luther King. La lista era y es inmensa pero quien los superaba a todos, sin la menor duda, era ese poeta del ring, ese bailarín del Bolshoi entre las cuerdas, ese prodigio llamado Cassius Clay.

Supe de él desde 1960, cuando ganó la medalla de oro en las Olimpíadas de Roma y seguí su trayectoria hasta la última batalla. Vi su pelea con Foreman y con Frazier. (Leí las crónicas de Norman Mailer.) Tratándose de Ali, el llanto parecía extrañamente natural. Pero era un llanto ominoso, el de la euforia que oscuramente presagiaba otra cosa: la desolada injusticia de su destino. Creo que lloré cuando perdió con el desconocido Leon Spinks. Años más tarde vi llorar a Larry Holmes tras derrotarlo (ya en el crepúsculo) y vi llorar desconsoladamente al mismísimo George Foreman, su archirrival, que lo veneraba como un hermano y un padre a la vez.

No fue solo la tragedia de su larguísima enfermedad (su martirio) lo que nos conmovía. Era su ejemplaridad. Su grito de libertad. Clay eligió ser musulmán y mudar su nombre por el de Muhammad Ali, eligió ser amigo de Malcolm X, eligió no ir a la Guerra de Vietnam (“no traigo nada contra los del Viet Cong”), eligió perder su trono.

Construida sobre el fundamento de su excelencia deportiva, esa libre afirmación de otredad (étnica, política, religiosa), esa orgullosa y segura renunciación a los símbolos externos de su fama (no a su gloria), significaron un paso en lo que Zaid ha llamado la “Cronología del progreso”. Creo que los derechos civiles de los afroamericanos fueron obra de millones de voluntades, pero también de la hazaña civil de Ali. Y creo que Obama le debe un cachito de su presidencia a ese muchacho de Louisville, Kentucky, que a los trece años aprendió a boxear para defenderse de los bullies. Y venció a muchos bullies colectivos en el mundo. El único héroe de mi generación: “Muhammad, Muhammad Ali, float like a butterfly, sting like a bee".

 

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Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.


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