Darle su lugar al león

La indignación por el asesinato de Cecil es una gran noticia, pero debemos poner este crimen en perspectiva.
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El debate en torno a la caza y el manejo de especies icónicas como el león es particularmente complicado. ¿Hay algo de frivolidad occidental en lamentar la muerte de un solo animal? La caza regulada, ¿afecta al futuro de esta especie? ¿Es justo afirmar que Walter Palmer es un criminal del calibre de los cazadores furtivos que matan a un elefante cada catorce minutos? ¿Se debe prohibir la importación de trofeos? ¿Vale la pena redirigir nuestra indignación a los gobiernos africanos en vez de al cazador en turno? El asesinato de Cecil fue el catalizador global de estas preguntas, y es inútil quejarse de que haya sido este y no otro caso el que propiciara la discusión. En pleno siglo XXI, cuando las noticias se reciclan a una velocidad inquietante, el hecho de que la muerte de un animal siga propiciando textos y artículos de opinión me parece un pequeño milagro. No obstante, después del linchamiento y la indignación colectiva debe venir una reflexión más honda. Ni Cecil ni el cazador son como los pintan.

Partamos de la base de que la muerte de Cecil no es, ni por asomo, el crimen ambiental más atroz cometido en el continente africano. Ni siquiera tenemos que fijar la atención en especies más maltratadas, como el elefante o el rinoceronte: en Hunting with the Moon: The Lions of Savuti, Dereck Joubert relata cómo, en diez años de observar leones, todos menos uno de los machos que estudió en Botsuana acabaron presas de cazadores, “90% de ellos disparando desde vehículos”. Dado que los leones tienden a matar a las crías de otros machos al apoderarse de una camada, Joubert calcula que, al enfocarse únicamente en machos, los cazadores en realidad acabaron con alrededor de 3,000 leones. En el libro aparecen episodios que harían que Walter Palmer parezca Hércules: un cazador disparándole a un león mientras se aparea, así como safaris aprovechándose de que varias manadas están acostumbradas a la presencia de humanos en el parque para dispararles cuando se acercan a sus vehículos.

Por indignante que nos parezca su pasatiempo, Palmer no es la excepción sino la regla. Pensar lo contrario es simplemente ingenuo. Según cifras citadas por Deirdre Jackson en su ensayo Lion, la caza regulada –el pago directo del cazador para matar y exportar el cadáver de un animal en específico– cada vez tiene más adeptos. “Las estadísticas muestran que alrededor de 18,500 cazadores extranjeros visitan África subsahariana hoy, comparados con 8,000 en 1990… generando un total de 201 millones de dólares al año.” Para muchos, esos ingresos son un argumento a favor de la caza. Como menciona Jackson, “paradójicamente, moratorias a la caza en Kenia, Tanzania y Zambia han resultado en un declive acelerado de fauna debido a la pérdida de incentivos para la conservación”.[1] También es cierto que los leones son animales salvajes y peligrosos. Solo entre enero de 1990 y septiembre de 2004, causaron la muerte de “563 personas en Tanzania”.

El panorama pinta enredado. Debemos cuidar no caer en la trampa de únicamente procurar al león porque nos parece carismático: otras, muchísimas especies se encuentran en mayor riesgo y no merecen atención por carecer de la belleza de los leones. Un ejemplo es el perro salvaje africano, un animal no particularmente agraciado pero en peligro de extinción. Debemos aprender a darle un lugar al león en nuestra agenda y, en lo posible, entenderlo sin tintes románticos ni irresponsables, como hizo este vergonzoso artículo publicado por el New York Times, cuyo autor básicamente pide acabar con ellos porque de vez en cuando atacan personas. Desde ese argumento, ¿con cuántas especies no arrasaríamos?

También vale la pena moderar nuestra molestia con los cazadores que compran un permiso para matar a un animal. Cazadores furtivos, armados como personajes de Call of Duty, financian guerrillas y grupos terroristas matando alrededor de 96 elefantes al día, sin importar su edad o género. La creciente clase media de China y buena parte del sureste asiático financian el lucrativo mercado del comercio ilegal de especies sin que Occidente haga mucho más que firmar peticiones en change.org. Eso por no hablar de hechos aberrantes como el de los osos a los que les cortan las patas mientras están vivos para servirlos en sopas tradicionales chinas. Ninguna de estas instancias levantó la misma ámpula que Cecil. No vale la pena enfurecerse porque nuestra indignación no esté dirigida a los problemas más graves, pero quizás es tiempo de utilizar esta coyuntura para recordar que hay especies y casos tan o más urgentes que el león.

¿Qué hacer al respecto? Parece una obviedad, pero no basta compartir noticias y datos en Facebook o firmar peticiones en línea para efectuar un cambio. La caza furtiva de rinocerontes ha llegado a un grado tan alarmante que el Rhino Rescue Project de Sudáfrica ha llegado a sedar a estos animales para taladrar sus cuernos y llenarlos con sustancias que, de ser ingeridas por consumidores (en su mayoría chinos y asiáticos), causarían migraña, náusea o hasta daño neuronal permanente. (La nota completa puede leerse aquí.) Para proteger a la misma especie ya no es suficiente el uso de patrullas. Como muestra este video, en Kruger National Park se han empezado a utilizar drones para proteger al rinoceronte. Alzar la voz, e incluso donar algo de dinero, es poner un granito de arena, loable pero insuficiente. Los peligros a los que se enfrenta la fauna mundial son mucho más graves, sistemáticos y crueles que Walter Palmer. La indignación colectiva es un buen primer paso, pero ella, por sí sola, no salvará a ninguna especie.



[1]Aunque, como explica el artículo “Should lion hunting ever be legal?”, la caza regulada parece no ayudar a las poblaciones de león, sobre todo porque se enfoca mayormente en machos.

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