Contra los paliativos inhumanos

Estados Unidos sentencia a un porcentaje considerable de su población económicamente activa a un innecesario y cruel tope social. Con las obligaciones de la ciudadanía pero sin sus prerrogativas.
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Hace un año llegué a vivir a Los Ángeles. Sin ninguna duda, lo que más me ha impresionado es la disciplina de trabajo y el estoicismo de la comunidad hispana. Parece un lugar común, pero no lo es. Estoy convencido: lo que hacen día a día estas millones de personas será valorado en su justa proporción con el paso de la historia. Ganarse la vida con honestidad en una sociedad empecinada —al menos formalmente— en ponerle trabas a ese trabajo cotidiano es una labor titánica que los hispanos hacen con una discreción y una paciencia incomparables con las de cualquier otra dinámica migratoria de nuestro tiempo.

En solo 12 meses me he encontrado con cientos de historias, pero traeré a colación solo una. A mediados de noviembre organizamos una pequeña reunión en casa. Necesitábamos una decena de sillas plegables y un par de mesas. Encontramos un sitio de internet que parecía ofrecer buen servicio y buenos precios. Llamé para pedir un presupuesto. Me contestó Sara, una chica de enorme eficiencia, dulce trato y —sobra decirlo— inglés impecable. Un par de días más tarde llegaron a mi puerta Sara y su padre, con las sillas y las mesas. Sara tendrá 30 años, quizá menos. Nació en Estados Unidos, de padres oaxaqueños indocumentados. Es la encargada de llevar el orden de la empresa. El hombre que la acompañaba —adusto, reservado, sencillo— fue quien tuvo la idea de fundar la compañía de renta de mobiliario. Ese día tenían dos o tres entregas más: la pick-up estaba llena de sillas y una carpa lista para ensamblaje. No pude evitar preguntarles detalles. Por supuesto, la empresa cumple con todas sus obligaciones: paga impuestos, tiene los permisos necesarios, da de comer a un par de familias. Aun así, Sara teme todos los días por sus padres. Sabe que un solo error —mínimo, absurdo— podría costarles la deportación. No importarían los años de ciudadanía intachable ni la historia de contribución del negocio a la economía local (dato que, en el caso de la maltrecha California, no debería ser menor). Lo cierto es que, a pesar de ser parte activa y entusiasta de este país, el padre de Sara vive asustado. Cuando le pregunté por su estado migratorio, volteó a ver a su hija alarmado. A pesar de que me había identificado como el periodista mexicano que trabaja en Univisión, reaccionó como Estados Unidos le ha enseñado a reaccionar cuando alguien, quien sea, le pregunta por “sus papeles”: terror absoluto.

Esa, y no otra es la mayor deuda de este país con los millones de indocumentados que viven aquí y que solo se dedican a lo mismo que Sara y su padre: trabajo arduo, diario, honesto. La tragedia es que la ausencia de una legislación sensible y razonable en materia migratoria ha generado una subclase en Estados Unidos. El padre de Sara me confesó que jamás se hubiera atrevido a fundar la compañía sin el apoyo de su hija, que es ciudadana. Y aun así, ninguno de los dos se mueve con la libertad de la que gozan los empresarios cuando se sienten protegidos, no perseguidos, por las leyes de su país. Sara y su padre luchan día a día contra una especie de parálisis impuesta por la constante amenaza del sistema migratorio. ¡Y a ellos les va bien! Es abrumador el número de jornaleros, empleadas domésticas u obreros de maquiladoras que, a pesar de vivir aquí y pagar impuestos, están condenados a la inmovilidad social. Así, Estados Unidos sentencia a un porcentaje considerable de su población económicamente activa a un innecesario y cruel tope social. Con las obligaciones de la ciudadanía pero sin sus prerrogativas, a nadie debe sorprender que los migrantes hispanos adolezcan de una bajísima escolaridad o sean objeto de abusos de todo tipo. Para ellos, el incentivo vital está en no quejarse, en permanecer callados. En ser, sí, menos que los demás.

Este hecho innegable es la primera variable que tendrá que atender la posible reforma migratoria, que se discutirá a principios de 2013. Por desgracia, las primeras propuestas de reforma que empiezan a barajarse en Washington son de un cinismo asombroso. El sistema migratorio estadunidense no necesita más visas para ingenieros calificadísimos graduados del MIT. Sí las necesita, pues, pero esa no es la prioridad. El primer objetivo en la lista debe ser liberar a hombre como el padre de Sara del yugo que implica la sombra de la ilegalidad. El resto son paliativos. Paliativos inhumanos.

 

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(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.


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