Carta desde Nueva York: La taquería más pequeña

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En la esquina de una cuadra que no parece Nueva York, cerca de Sunset Park en Brooklyn, justo al lado de un gris restaurante de comida china, dentro de una miscelánea (con nombre, por supuesto, de mujer) que vende tortillas, chaparritas y queso Oaxaca, está la taquería más pequeña del mundo. Venden tacos de cecina, de buche, de barbacoa y de suadero. Sólo tienen dos mesas para sentarse y el espacio mismo del lugar está rebasado por su popularidad. No es raro tener que esperar quince minutos para poder pedir el primer taco.

Visité la taquería con un grupo ecléctico de personajes: mi primo, una pareja de hermanos –hombre y mujer- mexicanos pero de ascendencia japonesa y otra chica de la isla Mauricio, ese pequeño territorio al sureste del continente africano. Debido a que la taquería no está ni en Manhattan ni en una zona amable de Brooklyn, nadie la conoce, salvo, por supuesto, la población migrante.

A pesar del apretado espacio de la miscelánea, al principio me costó trabajo dar con la “entrada secreta” que llevaba a la taquería. No fue hasta que mi amigo me guió que pude encontrarla; en sí, un espacio angostísimo entre el refrigerador principal, una televisión que proyectaba telenovelas y una pared azul.

Había cola. Arriba de nosotros, otra televisión proyectaba un partido del Almería de Hugo Sánchez. Ya adentro del restaurante, la actitud de los comensales cambió por completo. Dejaron de observarnos y más bien se dedicaron a evadirnos; tal vez a pretender que no estábamos. Al cabo de diez minutos, un par de amigos cholos nos cedieron –sin decir palabra alguna- su mesa. Y pedimos los tacos: barbacoa, suadero y trozos de cecina cuidadosamente envueltos en dos tortillas de maíz. La carne no tenía problema alguno, pero la tortilla carecía de ese sabor que prácticamente debería de tener denominación de origen. Quizás era mi inconsciente castigándome por probar una tortilla lejos del terruño; pero el hecho es que no sabían igual: aún guardaban ese aroma de tortilla empaquetada. Tenían, pues, el sabor artificial del plástico. Con todo y sus imperfecciones, los tacos han sido, sin lugar a dudas, la mejor comida mexicana que he comido durante mi estancia en Nueva York.

En un intento por pertenecer, por querer mostrarle al resto de los comensales que yo no soy ningún gringuito, empapé la carne con guacamole, limón y salsa picante. Me los comí con estilo: la boca yendo al taco, el meñique en alerta, el pulgar y el índice haciendo todo el trabajo. Pero nadie me hizo caso. Nadie pareció notar la diferencia entre cómo estaba comiéndolos yo y cómo comía la chica de Mauricio, que había decidido poner el taco en la palma de su mano para después, como si fuera una paleta, darle de mordidas.

No tenía mucho de qué platicar con ella y no quise corregirle su manera de comer (para no llamar la atención, ni levantar sospechas). Tuvimos una conversación escueta y sosa. Decidí preguntarle por la extinción de los dodos (animales endémicos de su tierra) y ella se encogió de hombros, soltó un par de teorías sobre las posibles causas de su aniquilamiento y después volvió a concentrarse en su segundo taco de barbacoa.

Cuando acabó de comer, la chica de Mauricio sacó su cámara y comenzó a fotografiar el lugar entero: la televisión, los taqueros, el pizarrón, los contenedores de salsa y guacamole. No sin tristeza, la observé apuntar su cámara a los dos chicos cholos que nos habían dejado la mesa. Les tomó un par de fotografías sin pedir permiso y los chicos no emitieron queja alguna, dejándose fotografiar con esa tolerancia ajada que muestran los animales en el zoológico. Quise pedirle que se abstuviera de tomar fotografías de “mi gente”, pero no lo hice. Sí, esas eran las palabras que se quedaron atoradas en mi garganta. Quise decirle que en efecto: esas personas que me evadían con una mezcla de respeto inexplicable y tedio bien enterrado, esa era mi gente. Y al tomarles fotografías les estaba faltando el respeto. O estaba dejando de manifiesto el hecho de que, mexicanos o no, todos nosotros éramos extranjeros en esa taquería. Porque los leones no se toman fotos a sí mismos. Los que los fotografían son aquellos que vienen a observarlos a la distancia

Salimos una hora después, con el estómago lleno y con –raro en Nueva York- nuestras carteras casi intactas. Mi primo compró otro queso Oaxaca y un cliente se nos quedó viendo, con una sonrisa en los labios, mientras nos escuchaba hablar español. No nos creyó cuando le dijimos de dónde éramos. Y su duda dio paso a la incredulidad cuando escuchó a los hermanos mexicojaponeses hablar español. Me preguntó si yo le iba al América y yo, que soy mexicano y no soy tonto, respondí inmediatamente que no. Primero muerto, le dije, y el cliente –chaparro y redondo como una ciruela- se rió. ´Ta bien, chilango, te creo. Y después, meneando la cabeza, como si acabara de ver algo absolutamente inverosímil, salió de la tienda.

– Daniel Krauze

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