Cuando Duchamp no existió

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Duchamp vuelve a Buenos Aires noventa años después de los nueve meses que pasó en la ciudad. Lo hace en la completa retrospectiva de la Fundación Proa, que inaugura así la ampliación de sus salas en La Boca por todo lo alto y confirma su papel de referencia entre los centros de arte contemporáneo en Latinoamérica. Es en realidad la primera que se monta en el continente fuera de Estados Unidos, y lo hace con préstamos importantes que incluyen la réplica del Gran Vidrio del Moderna Museet de Estocolmo.

Vuelve, claro, si es que alguna vez estuvo del todo: Duchamp pasó por Buenos Aires, la verdad sea dicha, sin mucha pena ni gloria. Era 1918 y llegaba por mar desde Nueva York huyendo de las últimas levas forzosas para la guerra en Europa. Lo mismo que antes había escapado de Francia. Ya lo decía Jean Clair: “Su bando era el de los desertores” (y a mucha honra). En sus largas conversaciones con Pierre Cabanne, cincuenta años más tarde, lo dejó claro: “Los Estados Unidos habían entrado en guerra en 1917 y yo, que me había ido de Francia por falta de militarismo o, si se quiere, de patriotismo, me enfrentaba a un patriotismo peor, el patriotismo norteamericano”: las ilusiones burguesas que se propuso desinflar no eran sólo artísticas.

Unos burgueses que por otra parte habían resultado más fáciles de epatar en Nueva York dos años antes: cuando su Desnudo bajando la escalera robó la función del Armory Show y le dio fama instantánea –y lucrativa- de enfant terrible. No puede descartarse que contase con aprovechar para repetir la jugada en Argentina; pero en Buenos Aires los millonarios con inquietudes –y mecenas en potencia, al estilo de sus groupies en Estados Unidos, Katherine Dreier o los Arensberg– resultaron más correosos: ni siquiera conocían los códigos que Duchamp andaba trastocando. Dejaba atrás el cubismo en esa época, pero los porteños todavía estaban en primero de bachillerato de pintura moderna: “Aquí es el reino de los Zuloaga y los Anglada Camarasa”, escribe a sus amigos de Nueva York: “Vi a algunos pintores. Nada interesante, sólo una especie de somnolencia”.

La correspondencia es escasa. Y antipática, en su estilo. Incluye una frase muy de la casa: “Buenos Aires no existe” (sirvió de título al guión de Alan Pauls para la película sobre su estancia en Argentina). Porque todo, dice en sus cartas, es allí readymade: las calles, las casas, hasta la pasta de dientes replican originales europeos.

La impresión fue mutua: tampoco Duchamp existió para Buenos Aires. Aunque se llevó notas y esquemas preparatorios para el Gran Vidrio (que incubó durante esos nueve meses y fabricaría poco después, de vuelta en Nueva York), produjo muy pocas piezas allá; y no vendió ninguna. Vio a poca gente, se cansó enseguida de planear una exposición de pintura de vanguardia para “cubificar” la ciudad. Jugó, sí, mucho al ajedrez, en clubes locales y por telegrama con sus amigos franceses. Y comió muy bien (insiste mucho sobre esto en sus cartas: “La manteca es tan buena que incluso yo he reparado en ella”).

Un viaje fantasmal y poco documentado durante mucho tiempo, casi mítico todavía a finales de los sesenta, cuando Cortázar escribe en su ensayito De otra máquina célibe que no tiene “medio de comprobar” si es cierto que realmente pisó la ciudad y elabora trabajosamente una fantasía que convierte a Duchamp en uno de los pasajeros del transatlántico con destino a Buenos Aires naufragado en las Impresiones de África de Roussel. Más adelante, en Marcelo del Campo, o más encuentros a deshora, ya habrá despejado las dudas: Cortázar recuerda a Octavio Paz y Duchamp charlando sobre la ciudad y comenta las coincidencias que Paz encontraba entre el francés y Macedonio Fernández.

Haberlas haylas, desde luego, y el Museo de la novela de La Eterna, muestrario portátil de prólogos y primeros capítulos, podría ser una especie de proto-boîteenvalise literaria. Lo mismo que el Quijote de Cervantes y de Pierre Menard y de Borges (tantos des y autores en sucesión ya son duchampianos) recuerda la forma de funcionar de un readymade (Borges, además, hace de Menard un ajedrecista furioso).

Pero son más bien coincidencias formales, porque aunque Borges escribe su cuento en 1939 no consta que estuviese familiarizado con la obra anterior de Duchamp: no se menciona su nombre ni una sola vez en los cuarenta años de charlas que Bioy recoge en su diario.

Porque a pesar de todo Duchamp dejó huellas en la ciudad, sí (y las rastrea ahora la Proa en exposición y catálogo); pero borrosas y escurridizas: tratándose de él no podían ser menos. ~

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