Tumba de Osvaldo Soriano, en Buenos Aires.

Conversaré sobre vuestra tumba

¿Por qué nos gusta visitar las tumbas de los escritores que admiramos? Porque forman parte de nuestras vidas.
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El jueves pasado, 29 de enero, se cumplieron dieciocho años de la muerte de Osvaldo Soriano. Decidí visitar su tumba esa mañana, junto con mi hermano. Sus restos descansan en una suerte de plazoleta, dedicada enteramente a él, en el cementerio de la Chacarita, el más grande de Buenos Aires. Tras contemplar la tumba durante unos minutos, nos sentamos en un banco que hay en la misma plazoleta.

Enseguida vimos que empezaban a llegar otras personas. Algunas llevaban ropas con símbolos y colores de San Lorenzo de Almagro, equipo que, entre sus tantos hinchas famosos, además del papa Francisco y Viggo Mortensen, también incluye al Gordo Soriano. Sin habérnoslo propuesto, cuando nos quisimos dar cuenta, mi hermano y yo estábamos formando parte de un pequeño homenaje al escritor.

El acto careció de toda solemnidad, por supuesto: fue más bien una reunión de amigos (no amigos entre sí, sino amigos del anfitrión al que visitaban), una decena de personas de pie alrededor de la tumba, sobre la propia tumba, recordando al querido Gordo y charlando de literatura, de fútbol, de política, de boxeo, de todo un poco. Lo mismo de lo que hubiésemos hablado si Soriano no hubiera estado bajo ese metro cuadrado de tierra sino encima, como nosotros.

Los más conversadores fueron Francisco Juárez, el Negro, amigo entrañable de Soriano desde su llegada a Buenos Aires (como cuenta este artículo), y Adolfo Resnik, presidente de la Comisión de Cultura de San Lorenzo. Hubo emoción y también risas, desde luego. Si el cuidador del que escribió Eduardo Galeano sigue trabajando ahí, nos habrá mirado y habrá dicho por lo bajo: “Acá viene cada raro”, mientras el Gordo volvía a robarle el epitafio a Groucho Marx y a susurrarnos: “Perdonen que no me levante”.

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La visita me dejó pensando en la relación que establecemos con los escritores muertos cuando visitamos sus tumbas. En ese afán que sentimos muchos lectores por visitar el sitio donde yacen los restos de los autores que admiramos y queremos. No es extraño: los lectores somos amantes de los rituales, y los rituales funerarios son una de las costumbres más antiguas de la humanidad. Y así como leer libros equivale a dialogar con sus autores, visitar sus tumbas es la continuación de la lectura —de ese diálgo— por otros medios.

Un día del invierno de 1977, el escritor holandés Cees Nooteboom y su esposa, la fotógrafa Simone Sassen, visitaron la tumba de Marcel Proust en París. No lo sabían, por supuesto, pero ese día comenzó a germinar un proyecto que se plasmaría treinta años después en un libro titulado Tumbas de poetas y pensadores, con textos de él y fotos de ella. En la web de la editorial española Siruela, responsable de la edición en castellano, se puede leer un fragmento de la introducción. Escribe Nooteboom:

“Queremos que los muertos reparen en nosotros, queremos que sepan que seguimos leyéndoles, porque ellos siguen hablándonos. Cuando nos hallamos al lado de sus tumbas, sus palabras nos envuelven. […] Cada visita a la tumba de un poeta es una conversación en la cual la respuesta ya está ahí mucho antes que todo lo que nosotros mismos pudiéramos decir. […] El que escribió esas palabras murió, pero las palabras mismas siguen viviendo. Podríamos pronunciarlas en voz alta, como si se las dijéramos a otros. Por eso vamos allí: para oír esas palabras en el silencio de la muerte y a pesar de la muerte.”

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En su primera novela, la extraordinaria Triste, solitario y final, Osvaldo Soriano se dio todos los gustos, como si temiera que también fuera la última. La estructuró en tercera persona pero se incluyó a sí mismo como personaje (“sin ser muy gordo, su barriga desentonaba con el resto del cuerpo”, describe el narrador) y se hizo amigo de Philip Marlowe, el inmortal detective creado por Raymond Chandler. Se conocen, precisamente, en un cementerio de Los Angeles, frente a la tumba de Stan Laurel, que ambos han ido a visitar.

Hacia el final de la novela, Marlowe debe enterrar a su gato, que ha muerto. Cava un pozo de medio metro en el jardín y mete al animal allí, envuelto en una camisa. El narrador agrega:

“Sacó la pistola de un bolsillo y la puso encima del gato.

—Basta de muertes —murmuró.

Empezó a cerrar la tumba.”

Una versión libre de ese fragmento es el epitafio elegido para la tumba de Soriano.

Basta de muertes. Ojalá fuera así de fácil.

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Soriano visita la tumba de Stan Laurel porque Stan Laurel era parte de su vida, y encuentra a Philip Marlowe, que también lo es. Se trata de la explicación que da Nooteboom de por qué visitó las tumbas de sus héroes literarios: “Las he visitado porque forman parte de mi vida. Porque han acompañado dicha vida de las maneras más diversas y en los momentos más variados”.

Por eso lo hacemos. Las tumbas de escritores (y otras personalidades) también se pueden visitar virtualmente a través de la web Find a Grave (“Encuentra una tumba”). Pero es evidente que esta es una de esas experiencias que no se pueden mediatizar, que hay que vivir en persona. Hay que estar allí.

“Ni siquiera entre miles de lápidas he tenido jamás la sensación de haber ido a visitar a un muerto”, añade Nooteboom. Yo tampoco he tenido esa sensación, ni en la de Soriano ni en las otras que visité. Uno va a entablar —a continuar— el diálogo con el que allí descansa. A hablar de literatura, de fútbol, de política, de boxeo, de todo un poco, de lo que sea.

 

 

 

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(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.


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