Seinfeld, Superman y American Express

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Jerry Seinfeld le ha prodigado siempre una deferencia especial al personaje de Supermán en el catálogo que ofrece como cómico de stand-up, púlpito desde donde denuncia los patrones de supervivencia que determinan el día a día en el paisaje neoyorquino. Esto por no decir que le rinde un culto flagrante a la figura y los hechos supuestos del Hombre de Acero. Ha recurrido una y otra vez al imaginario de este superhéroe –la identidad secreta, los superpoderes, la kriptonita, a Lex Luthor, Lois Lane y el mundo Bizarro– para hacer una proyección paródica ejemplar de lo anodino a partir de sus modelos de superioridad moral y física.

Se trata de un estándar: Supermán lo puede todo. La enumeración de sus cualidades requiere de la solemnidad cutre de un locutor radial de los años cuarenta: es más rápido que un tren, las balas no le hacen nada y puede saltar el más alto rascacielos con un solo impulso. Se trata de un ser superior, traído desde las alturas y dispuesto a salvaguardar el mundo libre. Es un icono enquistado en la cultura estadounidense, irresistible en el fervor que despierta su absurdo. El haber apelado a Supermán como medida y explicación de los accidentes de su cotidiano convirtió a Seinfeld en su predicador. Entregado a su culto irredento, el cómico saturó con guiños, motivos y alusiones del superhéroe cada uno de los episodios de la serie de televisión que llevó su nombre. Esto va de un imán de refrigerador que puede verse desde cualquier ángulo de su cocina, hasta los colores que utilizó en su vestuario durante la primera temporada.

Seinfeld se agarra de Supermán para poder explicarse su propia transformación, convertido en su propio personaje en el programa que creó junto con Larry David. Entre Seinfeld, el cómico, y Seinfeld, el personaje que interpreta, se abre una brecha abismal. Seinfeld se inventa a sí mismo a partir de la exageración de ciertas manías y obsesiones para convertirse en víctima ejemplar de la prédica de su stand-up. Se desdobla y se trasciende: cuando se ve en pantalla sabe que ese Seinfeld es alguien más, otro, del que se ha desposeído o quedado escindido para que exista en un mundo alternativo como personaje de ficción.

Son las concesiones que ofrece la brecha que existe entre Seinfeld y su personaje las que le permitieron, en 2004, un cara a cara a cuadro con el superhéroe en un par de cortos dirigidos por Barry Levinson, para promocionar la tarjeta American Express. El mensaje es claro: no importa que vayas con Supermán, siempre puedes contar con que hay otros poderes y servicios. La interacción entre cómico y superhéroe tiene un encanto comparable al que ofrece Adolfo Bioy Casares en La Invención de Morel: un palimpsesto visual que permite conciliar tiempos que se suponen aparte. El hilo que los separa es tan fino que no acaba por descubrirse, roto, y aún, por romperse.

Queda invocado en esta fijación, en la posibilidad de un pastiche que sirva como puente entre mundos y épocas, el malestar cultural que causó la primera película de Supermán, dirigida por Richard Donner y escrita por Mario Puzo. El Hombre de Acero no sólo llega tarde para salvar a Lois Lane, para remediarlo vuela a supervelocidad, detiene y revierte la rotación de la tierra para retroceder en el tiempo y encontrarla con vida. Esta trastada argumental se convierte en algo irremediable dentro de lo que constituye la mitología que define a este héroe. Un ‘fuera del tiempo’ o realidad soñada que permitía al personaje convivir con el pasado y el futuro sin que su presente transcurriera verdaderamente. Eso que señala Umberto Eco en Apocalípticos e integrados como “una trama sin consumo”: Supermán vive en un presente eterno siempre listo para lo que va a suceder. Esto es lo que le permite convivir con Seinfeld, tal cual siempre ha sido: intemporal en su representación. Pero es también por esto que Seinfeld le reprocha todavía esa salida, ese regreso en el tiempo. Por muy intemporal que sea, esa solución argumental sobrevive en la memoria colectiva más que cualquiera de sus aventuras en papel. Seinfeld se quejó de ello como stand-up, lo usó como un ejemplo de transgresión moral dentro de su programa y se lo echa en cara, convertido en rolling gag en los dos cortos promocionales de Levinson. Es una salida que no se le perdona ni al hombre de acero.

En dos situaciones específicas –durante la compra de un reproductor de DVD en Brooklyn y en un viaje en coche por la Unión Americana– Seinfeld se convierte en un bufón socrático que pondera las fallas y limitaciones del personaje de cómic. Esta kriptonita moral sirve de paso, con un gran sentido de la oportunidad, para publicitar una de las contadas instituciones estadounidenses que se mantienen en pie: la American Express. Le reprocha que su uniforme se deja ver como bóxers usados fuera del pantalón, se resigna a su gusto por musicales como Oklahoma (¿qué se le va a hacer, si el superhéroe es oriundo del medioeste?) y se queja de que no sepa usar su superfuerza y rompa todo lo que tiene a la mano.

Todo esto es un catálogo de las apreciaciones hechas por el cómico en sus rutinas en vivo y en su programa, preguntas de orden trascendental hechas desde el sentido común que ponen en entredicho las convenciones canónicas del pop. Supermán, denigrado en sus excesos, es redimido en lo ridículo de sus premisas. Es la ilusión perdida, la que lo aceptaba con candor incondicional, la que luce como adorno final.

No es tanto recobrar la infancia como saberla siempre presente. Para Seinfeld, ese tiempo remoto de consuelo imaginado queda perpetuado en cada alusión dicha y representada del hombre de acero.

-Ricardo Pohlenz

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