Segundo ganador: 40 días

El segundo texto ganador del Pase Cinépolis rescata a una de las joyas del cine mexicano reciente. 
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Siendo un trabajo que cumple con las exigencias que Emerson consideraba necesarias para fijar su altiva crítica sobre una obra de arte, original and not conventional, no aceptaré la actitud que el público y los publicistas (¡para conseguirla tuve que pedirla por importación!) mostró ante la película 40 días: olvido y desden;  probablemente causado por  el conformismo consumista que no sabe responder activamente a un trabajo tan esforzado y a la incomprensión.  Me parece que esta desconcertante actitud la suelen padecer las producciones nacionales, casi como una enfermedad hereditaria, pero no por eso deja de ser un crimen enorme haber relegado a la sombra profunda una obra más (la primera en su género por parte del autor) del laurel de las letras mexicanas, Pablo Soler Frost. 

La película se eleva sobre el guión, personalísimo (no pasa desapercibido un tomo de las poesías de Robinson Jeffers, otro autor oculto por la ignominia, en la primera escena en la que aparece «el pato» Andrés Almeida) y también la narración, de hermosa voz y acción física e interior, evidenciando en el resultado final, por una parte, la relación de atracción y desprecio que existe casi naturalmente por parte de los latinoamericanos hacia los Estados Unidos, y por otra a una clase social que en México aparece en las pantallas con frecuencia, pero llena de cinismo, en sufrimiento. La película recupera una de las funciones del cine como pregón de la psique viva entre la comunidad: El dolor de los potentados nunca había sido tan bien humanizado en el arte nacional, que burla y considera esas vidas, altas en economía, estandarizadas y la relación con los norteamericanos no aparece tampoco hasta estos 40 días en su totalidad de opuesto a opuesto. 

Pero como si no fuera suficiente mérito para tener en mayor consideración a esta película el impecable trabajo del escritor, la producción sobrepasa en méritos , obligando a todos los participantes, desde el director hasta los hombres en las cámaras, a evidenciar sus potenciales: 

 Juan Carlos Martín, como atento y laborioso director, en conjunción con su cuadrilla consigue escenas impresionantes, como la de la muerte de Andres, Hector Arredondo, que como protagonista da su más grande actuación hasta la fecha, tampoco fue en ningún film antes tan genuinamente soberbia la actuación de Almeida, que se vuelve fluctuante y espontaneo en el  papel del solitario escritor homosexual y bebedor,  y es fulgor aparte el trabajo de Luisa Saenz cuya representación procura el ahínco desde la modulación de la voz en esta producción, y así, los protagonistas se transforman en las voces internas del escritor con más osadía que Medea, Céfalo y Procris en Ovidio,  aunque podríamos reprender ciertos excesos teatrales, que sería mas apropiado considerar consecuencia de sus escuelas y no de la manera en la que ejercen sus oficios. 

Las cámaras consiguen la victoria sobre el riesgo de las tomas, extrañas, y los cuadros bifurcados recuerdan al cine que había sabido respetar Antonin Artaud. De la selección musical hay que decir que es no solo preciosa y causa de gran agrado, sino adecuada en cada escena. También aquí se renuevan nombres, en especial los de Ian Brown, Sufjan Stevens y Devendra Banhart. Deben otorgar una medalla a los hombres que rescataron tan buenos materiales para incorporarlos a otro igual de grande. 

Más allá de cualquier otra distinción esta película contiene, como solo pocas nacionales, un espíritu, agraciado, que respira verdaderamente y puede abrir una conversación con el público jubiloso que alcanza el alto mérito de penetrar en el alto simbolismo y las frecuentes referencias que nos entrega esta historia de lo que ocurre en las jornadas del alma en el desierto. 

  

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