Pina, de Wenders y Los pasos dobles, de Isaki Lacuesta.

Secreto y bulto

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Coinciden en la cartelera dos películas antagónicas sobre dos artistas muertos que no pudieron ser más opuestos en vida. La primera, Los pasos dobles, de Isaki Lacuesta (ganadora del máximo premio, la Concha de Oro, en la última edición del festival de San Sebastián), oculta intencionadamente la figura y la trayectoria artística, ya de por síenvueltas en el misterio, del pintor y maldito francés François Augiéras. La segunda, Pina, de Wim Wenders, da todo el relieve posible a los trabajos escénicos de la mundialmente conocida e influyente Pina Bausch.

Augiéras comparte con el boxeador y escritor protodadaísta Arthur Cravan (sobre el que Lacuesta hizo su primer largometraje de metaficción biográfica, Cravan vs. Cravan) la desubicación permanente ejercida como una de las bellas artes, así como el final enigmático: Cravan se perdió una mañana del año 1918 surcando en una barca de vela las aguas del Golfo de México, y Augiéras, después de haber pintado al fresco maniáticamente el interior de un búnker militar abandonado en el desierto centroafricano, lo sepultó bajo la arena y se retiróa una cueva donde en 1971 murióa los 46 años como un eremita. Arrastrado por la fascinación que el pintor Miquel Barceló ha sentido siempre por el llamado “diablo eremita”, Lacuesta, que simultáneamente a Los pasos dobles ha realizado otro documental, El cuaderno de barro, centrado estrictamente en las labores pictóricas del mallorquín en su taller de Mali, introduce en su búsqueda ficcionalizada de Augiéras pequeñas secuencias perfectamente prescindibles y casi molestas en las que Barceló actúa como chamán.

El procedimiento desviado de Lacuesta, construir Los pasos dobles como si se tratara “de un mapa del tesoro que debíamos reconstruir a partir de fragmentos, de trozos de papel dispersos”, según sus propias palabras, funciona perfectamente en símismo, y da pie a un filme que tiene tanto de cuaderno personal de un viaje a la incertidumbre como de relato de aventuras sin graves peligros reales. Es una lástima, por lo demás, que Lacuesta, en su proceso de deliberada mistificación antirromántica de Augiéras, haya omitido toda mención explícita a la homosexualidad rampante del pintor francés, pues sin ese dato el espectador desavisado no entenderá el ingenioso juego de alteridades gays que asume a lo largo del filme el muchacho negro que precisamente es llamado y se llama asímismo “François Augiéras”.

La discontinuidad que compone la línea de fabulación de Los pasos perdidos produce momentos de fascinante hechizo, nada perjudicados por la noción de secreto a ultranza que inspira a Lacuesta. Son particularmente memorables la visita del protagonista a la recatada prostituta que no se desnuda, el encuentro con los albinos y la ambigua escena de tacto físico entre el joven negro y el joven albo, asícomo todo el episodio de la vida arbórea y el pequeño ejército de los niños-árbol. Ahora bien, ¿quién relata Los pasos perdidos? El narrador no puede ser el intermitente y en el fondo desvaído Barceló, tampoco el artista muerto hablando desde ultratumba, ni el actor “Bouba” que personifica a Augiéras, ni, si somos estrictos en la aplicación de esa ley capital de la narrativa, el director propiamente dicho. Asíque es otra de las preguntas que quedan sin respuesta en la película de Lacuesta, aunque tengo la duda de que esto responda a una vuelta más en la tuerca de los enigmas o a la desatención al punto de vista narrativo endémica entre los cineastas españoles actuales.

Esa duda no se produce respecto a Pina, extraordinario artefacto con el que Wenders firma una de sus mejores películas, poniendo en la figura de Bausch, que inspiró y alentó el proyecto pero murió poco antes del inicio del rodaje, la agudeza de una mirada de gran cineasta y el portentoso foco de la lente estereoscópica, responsable de ese bulto casi tangible que tiene la película si se ve (y es ineludible hacerlo de ese modo) en las salas preparadas para 3D y proveedoras de las gafas de pasta negra capaces de llevarnos hasta el fondo casi infinito del plano cinematográfico.

Vista así, Pina tiene un poder seductor que le devuelve al cine aquella primaria condición de “substancia de los sueños” que añoraba Lévi-Strauss con la llegada, a lo largo de los años sesenta, de las corrientes, las militancias y los manifiestos de las nuevas olas. Lejos del efectismo de una película en 3D tan pueril como Avatar (por citar un ejemplo), Pina se sirve de las tres dimensiones para dar relieve y hondura al incomparable trabajo de ese genio del siglo XX llamado Pina Bausch, quien confesóuna vez: “no estoy interesada en cómo se mueven mis bailarines, quiero saber qué los mueve”.

Wenders, de común acuerdo previo con la autora, eligió cuatro de sus grandes coreografías, mostradas exhaustiva aunque salteadamente a lo largo de los 103 minutos del filme, que proporciona, además, la oportunidad de ver a la propia Pina bailando –con su cuerpo escuálido y su rostro doliente– el papel solista de Café Müller, tal vez su obra maestra y una de las piezas más trascendentales del teatro contemporáneo. Pero, como rehúye la exaltación hagiográfica y el esquema trillado de las entrevistas, Wenders ha entreverado en esos fragmentos coreográficos unos solos de danza a modo de “respuestas bailadas” del elenco de la Tanztheater Wuppertal a preguntas no rutinarias del director. Los solos se desarrollan en escenarios naturales elegidos por él en torno a la ciudad germana donde la artista creció y fundó su compañía, y demuestran el infalible instinto plástico del autor de París, Texas. En un complejo industrial, junto al acantilado o la montaña, bajo el carril de un tren aéreo, los cuerpos se nos adhieren,y las sillas, las piedras, las hojas en un parque otoñal y el agua que salpica desde los charcos nos insinúan, con su materialidad realzada, un más alládel arte. ~

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Vicente Molina Foix es escritor. Su libro
más reciente es 'El tercer siglo. 20 años de
cine contemporáneo' (Cátedra, 2021).


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