Matar es una costumbre

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Pareció hasta hace poco que el lamento esperanzado de Borges sobre la permanencia de la épica gracias al western cinematográfico no había pasado la prueba del tiempo desde que el escritor argentino, en su etapa de reseñista de cine a lo largo de los años treinta y cuarenta del siglo pasado, lo expresó. El western fue revalidando su gran potencia genérica en las décadas de 1950 y 1960, produciendo además títulos tan enrarecidos y fascinantes como El zurdo, de Arthur Penn, y El rostro impenetrable, “de” y sobre todo “con” Marlon Brando, dio en los años setenta obras maestras del calibre de Junior Bonner y Pat Garrett & Billy the Kid de Peckinpah, abrió y tal vez clausuró (por su fenomenal fracaso comercial) los ochenta con el mega-western La puerta del cielo de Cimino, renovó el clasicismo a principios de los noventa con la bellamente crepuscular Sin perdón, de Clint Eastwood, y llevaba una vida languideciente, casi vergonzante, en los últimos años, hasta la llegada sucesiva, en poco más de doce meses, de tres películas muy notables, El asesinato de Jesse James por el cobarde Richard Ford, de Andrew Dominic, El tren de las 3:10, de James Mangold, y Appaloosa de Ed Harris.

La mejor de las tres, y última en haberse estrenado, es la de Ed Harris, extraordinario actor de cine y teatro que en este caso dirige también por segunda vez, desde su voluntarioso pero más bien convencional biopic sobre Jackson Pollock. Situada muy precisamente en la zona de New Mexico y en el año 1882, la película es la historia de un cacique peleador que –citando a Borges en su comentario negativo del Billy the Kid de King Vidor– ha cobrado también fama, como El Niño, por sus “veinte muertes (sin contar mexicanos)”. Para desafiar ese renombrado historial de crímenes del ranchero Randall Bragg llegan al pueblo de Appaloosa, llamados y contratados por sus medrosas autoridades, dos pistoleros free lance no menos legendarios en todo el oeste del país, Virgil Cole y Everett Hitch. Desde las primeras imágenes de presentación de estos tres protagonistas masculinos nos damos cuenta de que Appaloosa, sin carecer de ninguno de los signos propios del género del oeste (el polvo arrastrado por el viento en la calle mayor, el saloon, el piano alegre del saloon, los indios, los fronterizos mexicanos, los duelos a muerte), va a centrar su relato en el retrato de esos tres rivales, encarnados por grandes actores asimismo opuestos. Jeremy Irons, el primero en aparecer, confiere a su papel del muy diestro pistolero Bragg la enrevesada crueldad de un lord practicante del vicio inglés; Viggo Mortensen compone con silencios y una leve sombra de ironía la línea de una sobrentendida relación amorosa con su jefe Cole, y Harris, con su incomparable dominio del understatement, consigue vitalizar hasta un punto de comedia la figura del impasible pero desdichado mercenario que lee a Emerson, dice, sin saber terminarlas, largas palabras cultas (como “jurisdicción” o “menosprecio”) y se siente, pese a la seguridad infalible de su gatillo, ingenuo y desconcertado ante las mujeres.

La película de Harris juega desde el arranque con los instintos básicos en los que el western tradicional se ha sustentado: la rápida venganza de los entuertos y el merecido abatimiento –por lo general delante de la barra del bar– de unos sicarios malencarados, escena que en Appaloosa sucede inmediatamente después de que Cole y su ayudante hayan aceptado el cargo, firmado el contrato y colocado las estrellas de marshall en sus chalecos. Sin escamotear lo previsible (hay hasta una excelente escena de atraco a un tren que cruza un puente, muy bien planificada desde arriba y desde abajo), el director introduce en su historia un componente que me atrevo a llamar “epocal”: Bragg es detenido, juzgado y condenado a muerte, pero entonces interviene el más alto poder estatal, y la película da un interesante giro político que es mejor no contar. ¿Ha valido la pena el esfuerzo de esos dos pacificadores a sueldo de la comunidad, los constantes riesgos de muerte que sufren, la cojera de Cole?

Antes de ese amargo episodio a Appaloosa ha llegado una mujer, una viuda pianista de aspecto modoso y educadas maneras, que interpreta, relamida como siempre, Renée Zelwegger. Alison French, que prefiere ser llamada Allie, es un personaje odioso en una película que, también en ello sometiéndose a los poncifs del género, puede ser tildada de misógina. En este caso, sin embargo, la protagonista (surge a veces, para dar alivio a Hitch, y desaparece enseguida, una furcia menor, encarnada con visible incomodidad por Ariadna Gil) tiene un perfil muy sugestivo. Al igual que los pistoleros con quienes trata, Allie defiende su condición de fuera de la ley. Es una mujer que elige a sus víctimas sin disparar otras armas que las de la seducción, convirtiéndose en el emblema de una sexualidad tan compulsiva y despiadada como la facilidad de matar de los rudos hombres del oeste que merodean a su alrededor. ~

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Vicente Molina Foix es escritor. Su libro
más reciente es 'El tercer siglo. 20 años de
cine contemporáneo' (Cátedra, 2021).


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