Crazy, Stupid, Love

Reseña de la última cinta de Steve Carell: la última en una larga serie de comedias cuyos destellos de originalidad esconden valores ultra conservadores.  
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En su primer largometraje al alimón, I Love You Phillip Morris (2009), Glenn Ficarra y John Requa seguían las vicisitudes de una pareja de homosexuales y mostraban cierto atrevimiento al registrar sus escarceos amorosos. Pero esto no es suficiente para eludir los lugares comunes de la comedia romántica: cineastas y protagonistas muestran tan poco ahínco, que ellos no evitan reproducir los lugres comunes de ella. En Crazy, Stupid Love (2011), su segundo largometraje, se asoman al cine que ha hecho de la crisis de pareja casi un subgénero dramático, pero que recientemente ha sido abordado con mayores o menores dosis de humor por Jodie Foster en The Beaver (2011) y los hermanos Farrelly en Hall Pass (2011). En éstas, como en la cinta de Ficarra y Requa, la crisis pasa por la separación. Pero la separación pasa, en ello también coinciden las tres cintas: nos dicen que es una etapa pasajera, pertinente para volver a despegar, pues el amor amor, nace, crece y florece en familia, con la esposa y hasta que la muerte los separe. Si hasta parece consigna del DIF. No obstante, Crazy, Stupid Love alberga algunos pasajes apreciables: algunos más o menos locos, otros medianamente estúpidos; amorosos, todos.

El argumento registra los traspiés de Cal (Steve Carell), quien inicia un periodo de depresión cuando su esposa (Julianne Moore) le pide el divorcio. Frecuenta entonces un bar, ahoga sus penas en alcohol y a todos cuenta su desgracia. Y da pena, por lo menos a Jacob (Ryan Gosling), quien se ofrece a ayudarlo y le revela los secretos de la seducción. Cal comienza entonces a tener éxito con las mujeres. Pero su hijo, un puberto enamorado de su niñera, le hace ver que vale la pena pelear por los que se quieren. Y él pelea por la que quiere. ¡Ay!

Las audacias, pero también la moralina de Crazy, Stupid Love, tienen su origen en el guión de Dan Fogelman, autor del texto que sirvió de origen a Tangled (2010) y coautor del de Cars (2006). En el balance final habrá que consignar el humor que habita la mayoría de la película y que encuentra su blanco primordial en la maltratada autoestima del hombre domesticado por el matrimonio. El humor apunta también a la seducción, mientras se exhibe cómo el éxito de ella tiene su explicación en la biología, y que la seguridad (que es tan importante para los humanos como para otras especies) que muestra y ofrece el seductor es tanto o más importante que su facha juvenil. Pero tanta osadía alcanza tan solo para espabilar al atolondrado marido, para recordarle que su primera mujer no ha dejado de ser la mujer –igualito que en Hall Pass, ¡sí pues!–, para hacer ver que no hay una necesidad real de probar ni de probarse nada (de cualquier forma, según nos dicen Ficarra y Reaqua, como también nos dijeron los Farrelly, cuando quiere, puede llevar a la cama a mujeres más jóvenes que él). Contra todo lo que nos hacen creer al inicio, el hombre de una sola mujer no es una rareza: solo necesita una crisis matrimonial para manifestarse. Y en la ruta nos endilgan la infaltable escena en la que el otrora atolondrado hace pública confesión de su amor, ante la mirada enternecida y otra vez enamorada de su exesposa y la respuesta aprobatoria del público reunido. La cinta confirma así, una vez más, un principio que cabe mejor en la ficción cinematográfica que en los juzgados civiles: la reconciliación es posible porque el amor todopoderoso sobrevive a pesar de todo. 

A diferencia de los excesos –habituales– de Jim Carrey en I Love You Phillip Morris, Ficarra y Requa consiguen aquí actuaciones mesuradas de Carell y Gosling, pero también de los actores que llevan los roles secundarios, entre los que figuran Kevin Bacon y Marisa Tomei. Ofrecen, además, un par de secuencias en las que conviven la elegancia formal y la eficacia narrativa, que hacen de la elipsis, con y sin corte, su principio (y así cubren varias jornadas) y tienen como pretexto las conquistas de Jacob y Cal por separado.

La osadía de Ficarra y Requa es frenada por la moralina y terminan por reforzar la santa institución matrimonial (en la que, tarde o temprano, cae hasta el más mujeriego, nos han dicho y aquí nos confirman). La comedia familiar impone su ley, pues. Los afanes del tándem, no obstante, son provechosos para imprimir algunas dosis de calidez que alcanzan para creer en el romanticismo más allá de la pantalla. Aunque sólo sea por un ratito; aunque las estadísticas del registro civil digan otra cosa.

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