Buena esperanza

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Viernes. Pronto hará una semana. Una semana sin fumar. Una semana sin beber alcohol. El susto. La no realidad. No hay vértigo (aún). Solo la sensación de que todo es una broma.

La semana anterior al domingo de revelación, estuve bromeando con el asunto: si me salía bien el bizcocho, era porque estaba embarazada. Si el batido de frutas no estaba ni dulce ni ácido, preguntaba a Barreiros y a mi hermana: “¿Sabéis lo que eso significa?” Hasta mi hermana participaba ya en las bromas, cansada de oírme. Barreiros no le daba más importancia, se lo tomaba como si fuera una obsesión pasajera, de las que me entran a veces.

Pruebas reales, hechos: ninguno. De momento. Intuiciones, corazonadas. Indicios absurdos: me depilo y a las dos semanas tengo pelos de nuevo. (Durante el embarazo hay alteración hormonal que puede provocar que salgan los pelos antes, etc.) Más que un indicio es un deseo: que esté embarazada y eso explique esta tripa que me ha salido, mis continuas ganas de mear y que no me hayan estafado donde voy a depilarme. Puede que estos indicios que veo ahora como tales lo sean solo a posteriori.

El viernes llega mi madre y, en teoría, mi primera falta. Hemos ido a recogerla a la estación y luego a comer. Mientras ella tomaba café yo firmaba el finiquito. Luego mi exjefe me ha dicho que al menos me ha despedido antes de que me mudara. Nunca me he hecho un test de embarazo y me parece una cosa muy de chicas, así que se lo digo a mi madre y planeamos comprar un Predictor y hacer la prueba el domingo. Al principio, mi madre dice que sería mejor esperar una semana para que fuera más fiable. Pero ella solo va a estar el fin de semana. Y la gracia, le digo, es que lo hagamos estando las tres: mi madre, mi hermana pequeña y yo.

Hemos madrugado para ir a patinar al Retiro (me he caído tres veces y he estado a punto de desnucar a mi hermana con el patín en la última caída), hemos buscado un quiosco para comprar El País y leer la reseña de mi novela en Babelia –a favor–. Ahora mi madre entra en la farmacia de la calle Príncipe. Mi hermana la sigue. Barreiros está a punto de entrar, pero se lo piensa mejor. A mí me da vergüenza. Mi madre nos enseña la bolsa en el ascensor y dice que es mejor que hagamos el test por la mañana. Por la noche vamos a la filmoteca a ver El niño de la bicicleta, de los Dardenne. Luego cenamos en La Taberna Encantada. Mi madre y yo somos las únicas fumadoras. Pido cervezas y salgo a fumar. Entre risas, les digo a mis amigos lo que nos espera por la mañana: un test de embarazo. Nos retiramos pronto. Un amigo se despide de Barreiros diciendo que se irán de putas juntos mientras su novia y yo vamos a la clínica de la fertilidad.

El test dio positivo. Mi hermana gritaba, mi madre estaba emocionada y Barreiros y yo, al borde del desmayo. Dos líneas, sí; una, no. Dos. Aunque una se veía mucho más débil. Le pedí a Barreiros que lo comprobara. Leyó las instrucciones: “Puede ser que una de las dos líneas se vea más débil que la otra, en cualquier caso, eso no cambia el diagnóstico; sigue siendo positivo.”

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Aunque empiece con una broma, aunque llevara un año diciendo “hijitos” para convencer a Barreiros, aunque me caigan bien los niños, aunque esté convencida de que alguien tiene que tener hijos para que paguen las pensiones… ahora que sé que no soy estéril, no me importaría esperar un año. Y aun así, el temor a que le pase algo. Dejo de fumar inmediatamente, después de robarle una última calada a mi madre, que lleva el Predictor al baño y llama a mi padre. Anoche fue mi última borrachera y ni siquiera tengo resaca. De momento, no noto nada. A veces se me olvida y entonces todo es como antes.

No sé por qué, desde el pasado invierno hemos ido al karaoke con cierta asiduidad. Barreiros robaba el plano aunque no se supiera la canción. Una noche, conocimos a Yuli. Cantó “Ave Lucía”, de Sergio Dalma. Luego, en la calle, le preguntamos por qué había elegido esa canción antiabortista y nos dijo que nunca lo había pensado, pero que era un poco su vida. Ahora, pienso que habla de mí: “El Predictor se pinta de rosa en tu cuarto de baño / y te anuncia que vas a ser madre a finales de mayo.” Aún no sé que el parto está previsto para principios de mayo.

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Como anuncié el test de embarazo a mis amigos, convencida de que saldría que no, ahora no tengo más remedio que contarlo. Lo retraso todo lo que puedo. El primero en preguntar es Jonás. Por teléfono. Dice “No eres madre, ¿no?”, y yo le respondo “Pues te vas a reír.” Esa noche cenamos. Viene otra amiga: acaba de romper con su novio después de cinco años de relación. Ha sido una ruptura desagradable. Así que no me atrevo a decirle “Qué casualidad: mientras tú y tu exnovio decidíais separaros, yo me hacía un Predictor que dio positivo.” Jonás nos mira y Barreiros y yo nos aguantamos la risa.

Retengo la noticia una semana. Consigo no contarlo no viendo a nadie. Me encierro en casa. Por fin, acudo al Pandora. He quedado con dos amigas, una de ellas es la que ha roto hace menos de una semana. Se lo cuento. Alegría y discreción. La otra es la novia del que creía que tendría que ir a hacerme un estudio de fertilidad. Me pide permiso para contárselo. Prefiero que se lo cuente ella a hacerlo yo. Ni siquiera sé de cuánto estoy, ni qué tengo que hacer.

Poco a poco lo voy contando a todos. Algunos me descubren porque he dejado de beber alcohol. Otros, que ni se lo imaginan, bromean con un hipotético embarazo y luego se ríen: no podrían saber que es verdad. Me mareo un poco cuando pasa eso. Luego le doy permiso a mi madre para que se lo cuente a mi abuela.

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Todo el mundo te da la enhorabuena, te pregunta si estás contenta (en realidad es una afirmación) y la única respuesta puede ser sí. Pero es todo muy raro. Nadie te dice que es como tener un alien dentro. Nadie te dice que de pronto ya no te va a gustar el café. Te va a dar miedo ir por la calle sola. Vas a pensar que te van a robar todo el rato. Lo pone en el “El libro de la matrona”, un folleto con consejos sobre el embarazo que recibí en mi primera visita.

El lunes siguiente al test positivo fui al médico. Barreiros y yo estábamos en la sala de espera aguantándonos la risa. No somos tan jóvenes, pero lo parecemos. El médico me preguntó qué pasaba. Le dije, al borde de una carcajada nerviosa, que estaba embarazada. Me dijo que había que hacer análisis. Y que si me pasa algo. No, nada. Ni náuseas. Ni nada. Hicimos un poco el ridículo. Me dijo que pidiera cita en la matrona. En el mostrador de recepción no me daban cita hasta dos semanas después. ¿Tan tarde?, pregunté alarmada. No hay antes, me dijo, ¿es urgente? No lo sé, dije sinceramente. Me miró. Silencio. Barreiros intentó explicarlo. Es la primera vez que va a la matrona, dijo. Entonces no es grave, respondió la de recepción. Y que fuera a hacerme los análisis al día siguiente.

En los análisis todo bien, dice el médico. Hace lo mismo que haría yo: mira la cifra y luego comprueba en la guía, al final de la línea, que estoy dentro de los límites. Doy negativo en toxoplasmosis, no puedo comer carne cruda. No comas carne, me dice. Luego discutimos sobre la rubeola: sale positivo y me dice que la he pasado. Le digo que es una vacuna. Le digo que en los análisis no sale nada del embarazo. ¿Y si no estoy embarazada y todo es un error? El Predictor estaba caducado o en mal estado. En realidad, no estoy embarazada. Solo tengo las tetas un poco hinchadas. Cuando se descubra que ha sido un error, todos van a decir que soy una mentirosa.

La matrona no me desnuda. Solo me pesa, me da “El libro de la matrona” y me dice que coma bien. Frutas y verduras, hidratos, legumbres, etc.

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Lo primero que intentamos es conseguir una rebaja en el alquiler de la casa a la que nos vamos a mudar. Vamos a ver la casa vacía, mientras la están pintando. Decimos que estoy embarazada pero no cuela. Barreiros está convencido de que vamos a ser muy felices en esa casa.

Empaqueto los libros y meto la ropa en las maletas y mochilas. Pedimos prestado un carrito y llevamos casi todos los libros en viajes andando. Montera arriba, Montera abajo. Barreiros odia esa calle. Empuja el carro y yo me cuelgo mochilas que no pesan demasiado.

Para los muebles contratamos a unos brasileños. Barreiros sube en la furgoneta con ellos. Les cuesta ubicarse antes de darse cuenta de que la calle está en el barrio de las putas: se saben la dirección de todas las calles. Bromean. Dejan la furgoneta subida en la acera de enfrente mientras descargan los muebles y los llevan hasta el portal.

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Es el hospital más lujoso que he visto en mi vida. Todo es nuevo, las paredes son de vidrio y tienen dibujos de hierba y árboles. Barreiros y yo nos sentamos y saco un libro de Colette en francés. Son los artículos que publicó en Marie Claire desde el año 39 hasta la ocupación de París. El que leo ahora habla de niños y de tener hijos. Voy al baño. Miramos la pantalla de televisión en la que aparecerá mi número. Soy un código alfanumérico: gin876. En la sala de espera inmensa hay de todo: mujeres jóvenes, viejos, hombres. No hay niños. De vez en cuando aparecen médicos o enfermeros. Gente con bata blanca que se mueve deprisa. El texto de Colette se llama “El silencio de los niños”, se publicó el 31 de marzo de 1939. Dice: “En el lejano tiempo en que tenía una hija muy guapa –no se ha vuelto fea–, no era una de esas madres locas y encantadoras que juegan con sus bebés, les dan mordisquitos, ríen, se revuelcan, parecen comprender, entre los destellos de felicidad en los que se olvida la edad, que un niño nuevo se desplaza sin piernas, se expresa sin palabras, se comunica con nosotros sin frases.”

Olvidaré a la ginecóloga de las cejas tatuadas, el pelo liso y demasiado maquillaje poco a poco, solo recordaré que me hicieron una ecografía vaginal para confirmar el embarazo. Recordaré que al principio creí que tenía un quiste, luego me explicaron que no: el cuerpo lúteo produce hormonas y sigue creciendo hasta el tercer mes de gestación. Después desaparece. Es como un ayudante de la placenta. También recuerdo que la ginecóloga dijo: “Asegúrate de que solo hay un inquilino.” Y el cabreo de Barreiros, que se sintió acusado por ser chico. Demasiada frialdad. “Les ha faltado llamar a la policía y escupirme”, me dice al salir. Pero yo solo puedo pensar en la paloma que se ha colado en la sala de espera. Ha aparecido junto a la pantalla de la tele y cuando nos hemos acercado se ha ido volando. ¿Por dónde ha entrado? ¿Cómo ha desaparecido tan rápido?

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En la sala de espera solo hay hombres. Hablan de su intimidad. De cuántas veces se han hormonado sus mujeres para quedarse embarazadas. Barreiros y yo nos miramos. Voy al baño dos veces. También hay una pantalla de televisor en la pared, pero no es el hospital lujoso. Es uno normal: con paredes amarillentas y pasillos largos iluminados con fluorescentes y salas a los lados. Ni siquiera hay puerta en la sala de espera, no estoy segura de que se le pueda llamar así. Es un recoveco de un pasillo en forma de u. Hoy me hacen la ecografía de la semana doce: tienen que medir el pliegue nucal para comprobar que todo está bien.

Aunque en la placa de la puerta de la consulta hay escrito un nombre de mujer, es un chico el que me hace la ecografía. Todo es normal, nos dice luego. Mientras estoy en la camilla me pregunta si quiero saber el sexo. Ve la cicatriz que me parte en dos y me pregunta qué pasó. Le cuento: un kart en verano en Ejulve, Teruel, estaba a punto de cumplir ocho años, me estampé contra un muro y tuve una hemorragia interna. La marca es de la operación: cicatrizo mal. Es la versión corta. Me dice que cree que es chica. Luego, que me olvide de lo que ha dicho, que es muy pequeño: “Apenas seis centímetros”, dice. Me golpea con el ecógrafo en la tripa. Me explica que intenta mover al feto para poder medirle el pliegue nucal. Y que cualquier movimiento que hago le afecta. Me lo dice para que no corra ni salte.

Cuando salgo, el ecógrafo está sentado detrás de la mesa. Me dice que todo está bien antes de que me siente. Barreiros dice que estoy siendo un muy buen vientre de alquiler. Me río para que el médico entienda que es una broma. Dice que, según los análisis, la probabilidad de que el feto tenga alguna anomalía cromosómica es menor de 1 entre 10.000. No me recomienda la amniocentesis. Cuando estoy en el pasillo, me paro y le digo a Barreiros que no le he preguntado si podía ir a nadar. Llamo a la puerta y cuando la abro sé que la pregunta es ridícula, pero no puedo no hacerla.

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¿En qué momento todas las mujeres a las que conozco o que conocen a alguien que yo conozco han empezado a mirarme con tanta ternura? ¿Desde cuándo todas saben qué es lo mejor para mí?¿Por qué me aconsejan que beba un poco de vino o nada, por qué me dicen que no pasa nada porque coma un poco de jamón, que está cocinado, aunque no sepan nada de la toxoplasmosis? ¿Por qué me cuentan sus embarazos, las que los han tenido? ¿Por qué sé que una chica a la que solo he visto en tres presentaciones antes era gorda, pero después del embarazo le cambió el metabolismo y ahora es muy delgada? ¿Por qué incluso las no sospechosas de instinto maternal me miran enternecidas o me preguntan si voy a parir con epidural o no? Soy el útero de todas. Me miran y solo ven a una mujer embarazada, ven su útero, proyectan sobre mí los embarazos pasados, presentes y futuros, los deseos, temores, miedos, ansiedades y leyendas urbanas sobre el embarazo; me recuerdan que mi vida va a cambiar, que ya no podré salir, o que ahora por fin mi vida tendrá sentido. Me miran con compasión o envidia, con ternura o desprecio, como si tuvieran que posicionarse frente a mi embarazo, como si mi embarazo les señalara y les interpelara.

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Es la ecografía de la semana veinte. He venido sola. Tengo que firmar un consentimiento informado: la ecografía que me van a hacer no descarta enfermedades graves, solo malformaciones, etc. Firmo sin detenerme demasiado. Se lo entrego a la enfermera pelirroja de siempre. Me habían cambiado de consulta, pero luego me han enviado de nuevo con ella; así que le pregunto asustada si pasa algo. Me dice que no, que se han hecho un lío en el mostrador y en la otra consulta había mucha gente esperando. Me tumbo. Apenas se me nota. Si fuera verano, supongo que la tripa sería mucho más evidente. La llevo camuflada bajo el jersey y el abrigo. No entiendo nada de los datos que apunta la enfermera. Me dice que cree que es chica, pero que no se ve. Es pudorosa, bromean. Me ayudan a limpiarme los restos de gel y a bajar de la camilla.

La médica se sienta en la esquina de la mesa y dibuja un corazón, pero no como lo habría dibujado yo. De ese corazón hace que salgan tubos y me explica que son las arterias. Luego dibuja otro corazón con un tubo más que el primero. Me dice que ese es el corazón del feto: tiene una anomalía morfológica. Me lo dice despacio, sin darle importancia. Añade: “Antes se consideraba un marcador de riesgo.” No entiendo bien qué quiere decir. “Creo que la niña está perfecta.” La enfermera pelirroja me ayuda: “Si tienes dudas y te vas a quedar más tranquila, hazte la amniocentesis.” Sí. Quiero hacerme la prueba. Es viernes y tengo que esperar hasta el lunes. Después de comer en casa de unos amigos, lloro en su sofá nuevo. Barreiros me dice que todo va a ir bien y yo quiero que sea verdad.

Esa misma tarde hay convocada una manifestación contra la propuesta de la modificación de la ley de plazos frente al Ministerio de Justicia, al lado de casa.

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Mi madre ha venido a acompañarme. La enfermera pelirroja hace pasar a una chica y luego me dice que enseguida me informa. Tengo que subir a Genética, para que abran el historial, antes del pinchazo. Esperamos un rato. Nos peleamos con la de administración: es 23 de diciembre. Alguien ha llevado pasteles para celebrar la navidad. En la sala de espera, un señor discute con su hija y su mujer. Mi madre va de nuevo al mostrador y le dice que nos están esperando abajo y que es muy urgente. La mujer intenta darnos largas, pero mi madre le dice que no hay opción, que estoy en el límite. Desaparece. Al rato me llaman. Nos recibe una mujer rubia de pelo rizado y ojos verdes. Me cae bien. Me da mucha seguridad descubrir que compartimos cumpleaños. Me explica en qué consiste la prueba. Luego me hace preguntas y dibuja mi árbol genealógico y el de Barreiros. Me explica que harán un cribado rápido de los tres pares cromosómicos asociados a síndromes más frecuentes (13, 18 y 21). Los resultados tardarán tres días. Analizar todos los cromosomas les llevará dos semanas como poco. Puedo volver a la consulta para el pinchazo.

No dejan pasar a mi madre. Me tumbo. Me da miedo que me duela. No noto apenas la aguja. No me atrevo a mirar y cuando lo hago, me impresiona la habilidad de la médica: con una mano el ecógrafo, con la otra la aguja. La enfermera me da la mano y deja la otra libre para asistir a la médica. Todo acaba muy rápido. Ha ido bien, me dicen. Paso a la sala de recuperación. Abro nw London, de Zadie Smith, y sigo donde lo había dejado. Al principio de la novela, una de las dos protagonistas aborta sin decirle nada a su marido. Cierro el libro y me quedo dormida. Llegan parejas que acaban de someterse a tratamientos de fertilidad.

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Tengo que hacer reposo durante tres días. Llevo mi pijama de tigre y no me muevo del sofá. Mi madre y Barreiros han ido a comprar al mercado. Esta noche es nochebuena. Llegan con bolsas llenas de carne, verduras y marisco. Mi madre ha comprado un bogavante.

Por la noche vemos Los fantasmas atacan al jefe proyectada en la pared del salón. Grabamos versiones de canciones que enviamos a mis hermanos. Al día siguiente, mi madre vuelve a Zaragoza.

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Me llaman desde un teléfono fijo. Es del hospital. Está bien: no hay anomalías cromosómicas. Y es una niña. ~

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(Zaragoza, 1983) es escritora, miembro de la redacción de Letras Libres y colaboradora de Radio 3. En 2023 publicó 'Puro Glamour' (La Navaja Suiza).


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