Amor es ironía

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En 1938 Jorge Luis Borges celebraba la reciente versión de Arthur Waley del Shi King o Libro de los Cantares:

Hacia 1916 resolví entregarme al estudio de las literaturas orientales. Al recorrer con entusiasmo y credulidad la versión inglesa de cierto filósofo chino, di con este memorable pasaje: “A un condenado a muerte no le importa bordear un precipicio, porque ha renunciado a la vida.” En ese punto el traductor colocó un asterisco y me advirtió que su interpretación era preferible a la de otro sinólogo rival que traducía de esta manera: “Los sirvientes destruyen las obras de arte, para no tener que juzgar sus bellezas y sus defectos.” Entonces, como Paolo y Francesca, dejé de leer. Un misterioso escepticismo se había deslizado en mi alma. Cada vez que el destino me sitúa frente a la “versión literal” de alguna obra maestra de la literatura china o arábiga, recuerdo ese penoso incidente…

La identificación irónica del amor con el escepticismo es más que una broma: apunta al corazón mismo del pensamiento literario de Borges. El párrafo no pone en duda la posibilidad de la traducción sino la aspiración a la literalidad, y cabe inferir (algún departamento universitario de estudios culturales inoculará ya la idea) que insinúa una crítica a la superstición de la traducción directa. En cualquier caso, como Paolo y Francesca, Borges no quedó suspendido en el pasmo, sino que tuvo una revelación. Podemos tocar al otro precisamente porque es otro. Traducir es posible porque el original no puede reproducirse. Tampoco puede reproducirse la experiencia del texto en otro lector. Pierre Menard es un absurdo.

Una vez puesta entre comillas la “versión literal”, Borges traduce un puñado de poemas chinos traducidos por Arthur Waley, sin duda uno de los traductores más notables de la historia, insospechable de literalidad. Fue Waley quien acuñó el término “transcreación”, usufructuado mucho después por Haroldo de Campos. En su versión del Genji monogatari (es fama que una vez leído cabalmente cada capítulo lo vertía al inglés sin volver a poner la vista en el original) Waley retoca, rehace, suprime, añade, reescribe y recrea de un modo inadmisible para un purista, pero creando al cabo una novela enormemente atractiva para los lectores de su época y que todavía hoy, casi un siglo después, se lee con tanto deleite como las de Proust o Henry James.

A la versión de Waley se deben tanto la popularidad y el prestigio occidental del Genji como, en gran medida, la concepción moderna de la sociedad Heian como un mundo de naturaleza eminentemente estética, y aun la identificación de ese relato como una novela. Cuando Borges dice que la obra de Murasaki Shikibu “es propiamente una novela psicológica” y que “en Europa sería inconcebible antes del siglo xix”, o cuando Octavio Paz anota que los cortesanos de la era Heian “se movían por la vida con una ligereza danzante”, no describen desde luego la literatura japonesa sino por mediación de su lectura de la versión inglesa de Arthur Waley. No hay en ello ningún esnobismo provinciano; o, si se quiere, no lo hay más que en la comparación que hizo Edith Wharton del final del Genji con los últimos capítulos de À la recherche du temps perdu, o en las citas entusiastas de Virginia Woolf de frases que son creación pura del traductor. ¿El Genji monogatari es pues una invención de Arthur Waley y habría que considerar su versión como una novela inglesa decimonónica, una de las mayores de su especie? Solo en parte lo primero, y lo segundo solo a condición de no olvidar que esa novela es a la vez un avatar, uno de los muchos avatares posibles, de un relato japonés del siglo x. El traductor opera un traslado, un trasplante, no una suplantación ni un plagio.

No es infrecuente que los apologistas de Arthur Waley justifiquen su forma de traducir por la necesidad de acercar al lector a un original remotísimo. Equivocadamente.

Hace poco publiqué en uno de mis blogs (aurelioasiain.com) mi versión de un poema muy conocido de Don Paterson (el original puede encontrarse fácilmente en internet):

La poesía

Como el ciego diamante guarda una

chispa del primer fuego del planeta

presa en su red de hielo para

                                              [siempre,

no queda en la poesía el calor del

                                                    [amor

sino apenas el átomo del amor que

                                               [la extrajo

del silencio: y si prenden las brasas

                                          [encendidas

de su amor, el poeta oye su voz

                                             [de pronto

impostada: un cantante de bar,

                                      [un jactancioso

de su hondo sentimiento, o

                          [náufrago de violines;

pero si es más estable la luz que

                                        [arroja, sabe

que cuando llegue al fin sonará

                                      [el verso puro

anónimo y sereno como fuente

                                        [en el monte.

Bajo el cielo de azul indiferente,

                                               [el agua

canta y no canta nada: no tu

                             [nombre, no el mío.

 

Referí al pie de mi versión que el poema pertenecía a The eyes, pero omití el subtítulo de ese libro: a version of Antonio Machado. Ninguno de los lectores de mi versión, que yo sepa, reconoció el primer original. Es la séptima de las Nuevas canciones a Guiomar:

Que apenas si de amor el ascua

                                                  [humea

sabe el poeta que la voz engola

y, barato cantor, se pavonea

con su pesar o enluta su viola;

y que si amor da su destello, sola

la pura estrofa suena,

fuente de monte, anónima y serena.

Bajo el azul olvido, nada canta,

ni tu nombre ni el mío, el agua santa.

Sombra no tiene de su turbia escoria

limpio metal; el verso del poeta

lleva el ansia de amor que

                                       [lo engendrara

como lleva el diamante sin memoria

“frío diamante” el fuego del planeta

trocado en luz, en una joya clara…

 

Mi versión es casi lineal. La de Paterson “un poeta notable por la maestría con que maneja las formas clásicas” retoma en cambio las imágenes del original y, sin dejar de ser fiel a la geometría de atracciones, oposiciones y tensiones que unen unas con otras, las dispone en un orden distinto, tanto o más eficaz, para crear otro poema que, siendo un nuevo poema, es explícitamente una versión de otro. Esta forma de traducción creadora es común a otros poetas de la generación de Paterson. Buena parte de los poemas de Robin Robertson, por ejemplo, son recreaciones: de Ovidio o de Nonnus pero también de Neruda o de Montale. Ni uno ni otro predican una poética del plagio. Ambos crean una poesía estricta y originalísima que surge como relectura de la tradición inmediata y remota y muchas veces, explícitamente, como traducción creadora. ~

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