Ilustración: André da Loba

Limpiar la casa

El liberalismo, más que una ideología, es un temple, una disposición de ánimo para aceptar la validez de todas las preguntas. Octavio Paz pedía que del liberalismo y el socialismo surgiera una nueva doctrina. Aguilar Rivera, Beck, Bravo Regidor, Silva-Herzog y Bartra levantan un mapa donde abundan los recovecos de las dudas y escasean las planicies de las certezas. Al final, una tarea: devolverle al liberalismo su talante combativo a partir del reconocimiento de sus insuficiencias.
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Ninguna tradición sobrevive sin crítica. Para la tradición liberal mexicana eso es particularmente cierto porque durante mucho tiempo fue mitificada, primero por los liberales que derrotaron a los conservadores a mediados del siglo XIX y después por un régimen político posrevolucionario que no era liberal pero que se asumió continuador del liberalismo decimonónico. También algunos historiadores se empeñaron en imaginar un periodo ejemplar habitado por “gigantes”. La entronización del liberalismo como mito fundador de la nación mexicana fue una desgracia para la vitalidad crítica de esa tradición. La identidad entre liberalismo y nación empobreció la idea nacional mexicana al tiempo que le robó al liberalismo su vigor. Rescatar al liberalismo de su mausoleo patriótico implica por fuerza una labor crítica. Cuando el liberalismo fue un conjunto de ideas de combate representó lo mejor de la historia de México. Su promesa de un país de leyes, en el cual se respetase la dignidad humana, las instituciones y la libertad individual es todavía nuestra mejor apuesta. Sin embargo, conviene pasar revista a algunas de sus fallas y debilidades. Todavía hay mucho que aprender de ellas.

A menudo los primeros liberales copiaron instituciones con poco ojo crítico. Con frecuencia asumieron que los modelos que importaban de Europa eran creaciones terminadas y sin ambigüedades. Ello explica, por ejemplo, por qué durante décadas se rehusaron a incluir en sus constituciones provisiones de emergencia. La ortodoxia del constitucionalismo liberal excluía esos mecanismos. Los mexicanos, a diferencia de otros latinoamericanos que pronto reconocieron la necesidad de separarse de la ortodoxia teórica para adaptar sus constituciones a la realidad de sus jóvenes repúblicas, se negaron a considerar esas medidas hasta la mitad del siglo. De la misma manera, la proclividad a la imitación puede observarse en la recepción que tuvo en México la obra de Alexis de Tocqueville, como he documentado en Ausentes del universo (fce, 2012).

En el debate en la prensa entre liberales y conservadores de 1848-49 quedó expuesto el carácter derivativo del liberalismo de esos años. Los conservadores reabrieron el expediente de la fundación del gobierno representativo de manera extemporánea. Criticaron ideas que para entonces eran lugares comunes en la cultura filosófica y política de la época, como los derechos naturales, el constitucionalismo y la soberanía popular. Lo hicieron de manera creativa y original. Su andanada exhibió las flaquezas filosóficas de los liberales, cuya falta de vigor intelectual al responder fue notable. Los conservadores arrinconaron a sus rivales y los obligaron a conceder algunos de sus puntos. Lo que mostró el debate fue que los liberales mexicanos no tenían un fundamento sólido en los principios del derecho natural moderno que les habría permitido combatir a sus enemigos ideológicos. Por el contrario, se hizo evidente que compartían muchos de los supuestos de los partidarios del “retroceso”. Algunos liberales abiertamente recurrieron a teorías del derecho natural clásico, como la idea de la naturalidad de la comunidad política y el origen divino de las sociedades.

Tal vez esa debilidad explica porqué el liberalismo más tarde sucumbió frente al positivismo en el último cuarto del siglo XIX. Los positivistas colonizaron al liberalismo, se apropiaron de él y se mofaron de los liberales doctrinarios, vestigios obsoletos de una era “metafísica” de ingenuidad sociológica. La batalla de José María Vigil frente a los avances del positivismo, epitomizado por Justo Sierra, era una lucha de repliegue. Protegía la penosa retirada del liberalismo.

Hay pocas cosas más antitéticas al universalismo liberal que las teorías raciales. El liberalismo es una teoría política que cree en la igualdad natural de las personas y, en particular, en la igualdad de los ciudadanos ante la ley. Cree firmemente que la ciudadanía es un concepto político, no cultural ni étnico. Sin embargo, la identidad nacional mexicana está históricamente lastrada por el mito del mestizo. En un momento el liberalismo mexicano extravió el camino. Muchos llegaron a la conclusión de que la pertenencia a una misma comunidad política, vivir bajo las mismas leyes y compartir derechos y obligaciones cívicas, no era suficiente para ser mexicano. El mexicano sería un ente racial, compuesto por la fusión de dos matrices étnicas, la española y la indígena. Esta teoría condenó al limbo a todos aquellos que no fueran mestizos; indígenas, menonitas, chinos, judíos, etc. De acuerdo a las teorías culturales de la mexicanidad algunos son más mexicanos que otros. El chauvinismo nacional, que ensalza la raza, la costumbre, la religión o la enchilada es antitético al liberalismo. Bien dice Mario Vargas Llosa: el nacionalismo es el gran enemigo de la libertad.

En México las teorías raciales de la identidad nacional cuajaron durante el siglo XX. Como ha señalado Jesús Silva-Herzog Márquez, la ideología del mestizaje construida por Andrés Molina Enríquez es ferozmente antiliberal. Esas teorías se gestaron a la sombra del positivismo en el último tercio del siglo XIX. Lo notable, sin embargo, es que el huevo de dragón fue puesto en el seno del liberalismo “metafísico”, anterior a la metamorfosis en positivismo, que Charles A. Hale estudió con tanto detenimiento. La idea de fundar la nacionalidad en la mezcla de razas es ocurrencia de algunos liberales de la República Restaurada. En efecto, Vicente Riva Palacio fue un precursor de la épica del mestizo. Fue él quien en un discurso patriótico del 16 de septiembre de 1871 esbozó los contornos del ente que Molina Enríquez entronizaría después como la esencia del “mexicano”. Las intenciones eran las mejores. La república y la democracia, decía Riva Palacio, “necesitaban otra región, otros hombres; necesitaban un continente nuevo y una raza que hubiera perdido hasta las costumbres y los hábitos de los pueblos monárquicos. La América era ese continente predestinado: la raza debía formarse de la mezcla, de la amalgama de conquistadores y conquistados, de vencedores y vencidos, de señores y tributarios…”. Nunca un proyecto eugenésico había sido movido por un ideal más noble. Pero la deriva del liberalismo en el pensamiento racial fue, sin duda alguna, una claudicación.

Cuando, a finales del siglo XX, se abrió de nueva cuenta el expediente de la identidad nacional mexicana a raíz de la rebelión del ezln en Chiapas muchos nos preguntamos cómo habíamos extraviado el camino. ¿Por qué no podíamos tener una identidad nacional desprovista de contenidos raciales, definida en términos cívicos? Los mexicanos somos indios, blancos, menonitas, etc. Los zapatistas, primero fervientes creyentes en el leninismo y después guerreros del multiculturalismo, hicieron una reivindicación impecable al afirmar, bandera en mano, que los indígenas de Chiapas eran eso, indios y mexicanos. No eran mestizos, pero eran mexicanos. Para el neoindigenismo México era una colección de grupos culturales distintivos que debían reconocerse en la constitución y las leyes. Sin embargo, esa no era la única posibilidad que se abría frente al naufragio del mito del mestizo. Había otra opción al multiculturalismo: el nacionalismo cívico de los liberales de la primera mitad del siglo XIX. Sin embargo, cuando el liberalismo, o lo que quedaba de él, enfrentó al multiculturalismo en las postrimerías del siglo XX, se repitió en cierto sentido, lo ocurrido en los debates de mediados del siglo XIX. Frente al asalto político, filosófico y cultural del neoindigenismo el liberalismo a menudo titubeó. No en su rechazo a las ideas antiliberales que subordinaban a las personas a colectividades étnicas primordiales, sino en los basamentos de ese rechazo. ¿Cuáles eran los principios filosóficos que sostenían la idea de la igualdad legal de los ciudadanos? ¿Por qué en la constitución los únicos sujetos de derecho básicos eran los individuos? El ataque hizo evidente la pobreza filosófica de una tradición anclada en la historia y a menudo presa del fetichismo legal. Sin embargo, la revuelta del ezln, junto con otros acontecimientos, tuvo un efecto de shock: revivió al liberalismo. Y el fin del largo periodo de partido hegemónico en México terminó por liberar al liberalismo de la historia de bronce. En años recientes, me parece, esa tradición ha abierto de par en par las ventanas al futuro. Creo que hemos empezado a limpiar la casa. ~

 

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