Ilustración: Vélia Bach

El umbral del dolor

El Estado debe promover el bienestar social, pero las cárceles son instrumentos para provocar dolor a quien viola la ley. Las cárceles, sostiene Nils Christie, no son instrumentos racionales para luchar contra el crimen.
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Era un día soleado en una pequeña isla del fiordo de Oslo. Las aves acababan de volar de sus hábitats invernales en el sur de Europa y África, y sus cantos llenaban el aire. Había una granja. Varios hombres trabajaban en los campos. Algunos descansaban. Tomaban el sol. Reconocí a uno de ellos. Había matado a varias personas. La isla era una cárcel, probablemente una de las mejores que tenemos en Noruega, sin cerraduras y con pocas restricciones excepto la central: no se puede abandonar permanentemente la isla hasta que uno no haya cumplido su sentencia.

Ese mismo día por la tarde di una conferencia ante los presos y el personal, y terminé con una pregunta dirigida a los internos, apretujados en los bancos de atrás. Muchos noruegos, dije, consideran esta isla un paraíso vacacional. Si les ofrecieran quedarse unas semanas más después de haber cumplido su sentencia y cuando estuvieran a punto de ser liberados, ¿qué dirían? Pongamos que les ofrecieran quedarse aquí como en unas vacaciones normales de verano, pero además gratis. ¿No sería una agradable alternativa para ustedes este verano? Siguieron varios segundos de silencio, después un creciente murmullo y más tarde un clamor: ¡No, nunca!

¿Por qué?

Incluso fragmentos de paraíso se convierten en el infierno si se utilizan como parte de una ceremonia de degradación, si quienes son enviados allí saben que su estancia tiene como objetivo herirles y avergonzarles. El castigo es un mal que pretende ser malo. A menudo, los visitantes del extranjero pasan eso por alto. Es cierto que las condiciones materiales de las cárceles escandinavas son en la mayoría de casos de un nivel elevado. Pero, a pesar de ello, una cárcel es una cárcel. Una institución para infligir dolor. Como muchos en mi país, creo que es importante reducir el nivel de dolor infligido. Y el dolor lo es en todas las cárceles. Pero en el infierno hay grados y algunos de los lugares que he visto en Latinoamérica están en lo más alto.

Las cárceles están hechas para el dolor, independientemente de las condiciones materiales en nuestros Estados. Ser condenado a ingresar en la cárcel es ser condenado a la mayor degradación.

Ventanas para ver

Las cárceles son instituciones hechas para infligir dolor. Pero también son una especie de ventana. Nos permiten ver algo más que montañas, catedrales o viejos castillos de un país. A las agencias de viajes les gustan los viejos castillos; con frecuencia los presentan en imágenes y organizan recorridos para visitarlos. Son hermosos, pintorescos: una copa de vino, y después de vuelta al hotel o a la playa.

Pero no hay excursiones similares a las modernas realidades de las cárceles. En ningún país. No hay anuncios que digan: “Venga a nuestro país, tenemos las cárceles más grandes y modernas del mundo.” O: “¡Hemos creado una de las sociedades más seguras de la tierra! ¡Tenemos más presos que ningún otro lugar!” Estar en lo alto de una lista de instituciones diseñadas para infligir dolor –o llamar la atención sobre la existencia de tal lista– no es motivo de orgullo en ningún país.

Sin embargo, esas listas pueden elaborarse fácilmente. Más abajo presento lo que llamo el “panorama carcelario”. He seleccionado un número limitado de ejemplos; podrían haberse incluido datos de cientos de Estados. Todos proceden de las estadísticas que ofrece ICPS, el muy respetado Centro Internacional de Estudios sobre la Prisión, de Londres. Esta es la lista:

 

En lo más alto encontramos a los grandes encarceladores del planeta. En la parte central he colocado a los países de gama media, y abajo están algunos de los países con un número más limitado de presos.

Utilizo tres indicadores. Primero está el número total de presos del país. En segundo lugar está el número de presos por cada millón de habitantes del país, y en tercero el porcentaje de presos pendientes de recibir sentencia; es decir, en detención preventiva o a la espera de juicio.

 

Los maxi-maxi encarceladores

Estados Unidos está en lo más alto de esta lista. Hay 2.2 millones depersonas encarceladas ahora mismo, lo que significa 7,160 presos por cada millón de habitantes. El país ha experimentado un crecimiento extremo de su población carcelaria. En 1991 Estados Unidos tenía solamente 1.2 millones de presos. Además del enorme número de encarcelados, están todos los que son controlados por el Estado aunque se encuentren fuera de la cárcel, bajo fianza o en libertad provisional. En este momento, entre 4.5 y 5 millones de habitantes viven en Estados Unidos en esas circunstancias. Todas las cifras estadounidenses han mostrado un ligero descenso en los últimos años.

El porcentaje de detenidos en prisión provisional era 21.5.La Federación Rusa es el otro gran encarcelador con más de 706,000 presos, o 4,930 por cada millón de habitantes. El porcentaje de los presos que aún no están sentenciados es 15.2%. Brasil es el tercer mayor encarcelador incluido en la tabla, con más de medio millón de presos, lo que significa 2,760 por cada millón de habitantes. El crecimiento ha sido notable. En 1992 tenía 114 mil presos frente a los 600,000 de hoy en día. En el caso brasileño, como en el de varios países latinoamericanos, también resulta llamativo el gran número de detenidos en prisión preventiva, a la espera de sentencia. En las cárceles brasileñas, 37.6% de los presos no ha recibido ninguna sentencia formal.

¿Y México? Tiene 240,000 presos, según mis fuentes, lo que supone 2,070 encarcelados por cada millón de habitantes. Una vez más, el crecimiento ha sido considerable. En 1992, había cerca de 60,000 personas encarceladas, lo que significaba que había 980 presos por cada millón de habitantes. Y una vez más es también notable, incluso para las cifras de Latinoamérica, el gran número de detenidos e internos en prisión preventiva en México, que alcanza la alarmante cifra de 40.3% de todos los encarcelados.

Los encarceladores medianos
Con España estamos en el terreno común de la Europa occidental. Tiene una población carcelaria de 68,685 presos, y 1,480 presos por cada millón de habitantes. Solo hay 16% de presos en prisión preventiva o a la espera de una sentencia. Pero también en España ha aumentado el número de personas encarceladas: en 1992 eran 41,000. Reino Unido, Inglaterra y Gales están en los mismos puestos intermedios, con una población carcelaria de 84,000 personas, 1,490 presos por cada millón de habitantes. También tienen un número limitado de presos sin sentencia, solo 13.6%. Y la población carcelaria ha aumentado desde los 45,817 hasta los actuales 84,000.

 

En los niveles más bajos

Aquí encontramos a todos los países nórdicos, con Finlandia en lo más bajo con una población carcelaria  de 3,214 personas y 600 presos por cada millón de habitantes.  Dinamarca tiene 680 presos por cada millón de habitantes, Suecia 700 y Noruega 710. Los detenidos a la espera de un juicio representan 18% en Finlandia, 23% en Suecia, 26% en Noruega y 33% en Dinamarca.

 

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¿Por qué estas grandes diferencias?

No utilizaré mucho espacio y energía en tratar de explicar por qué las cifras de encarcelamiento son tan altas. En lugar de eso, intentaré explicar por qué en los países con niveles bajos tienen esos números y también qué amenazas surgen de ese uso limitado de la encarcelación. Al describir a los pequeños podremos entender mejor a los grandes. La experiencia de estos países puede ser útil para la reforma en Estados con grandes poblaciones carcelarias. Pero, por supuesto, algunos ciudadanos, especialmente los privilegiados, que tienen un riesgo limitado de ser encarcelados, pueden considerar positiva una gran población carcelaria.

Algunos rasgos son característicos de los países con un número limitado de presos: son pequeños, todos con poblaciones de menos de diez millones. No han estado en guerra entre sí durante cientos de años. Noruega fue “entregada” a Suecia después de las guerras napoleónicas. Pero cuando Noruega proclamó su independencia de Suecia en 1905, los suecos la aceptaron con considerable elegancia. Finlandia es el país con una historia reciente más sangrienta, particularmente por los conflictos y guerras con Rusia, y eso ha tenido interesantes consecuencias históricas. Por tradición, estaba conectada políticamente a Rusia. En esa época, tenía un sistema carcelario unido al ruso. Los presos finlandeses eran enviados a cárceles de aquel país. Entonces, la tradición de una alta tasa de encarcelación era una especie de fenómeno natural; era lo que siempre había sucedido en Rusia, y por lo tanto también en Finlandia. Pero Finlandia se independizó. Quería distanciarse de la influencia rusa. En esa situación, la cultura escandinava fue una protección. Cobraron importancia toda clase de prácticas escandinavas. Las cifras carcelarias cayeron desde las medias rusas a las escandinavas. Hoy en día sus cifras son las más bajas de los países nórdicos. Las cárceles no son instrumentos racionales para luchar contra el crimen. Son resultado de rasgos culturales, influencias políticas y condiciones sociales.

Un rasgo común en todos estos países es la aceptación del Estado de bienestar como parte esencial del país. El bienestar significa bienestar para todos. Esta idea no es fácil de combinar con el plan de infligir dolor deliberadamente. En debates sobre el castigo en Noruega planteo en ocasiones una pregunta: ¿en verdad queremos aumentar el nivel de dolor en nuestro país? Vivimos en un Estado de bienestar. El objetivo máximo debe ser reducir el dolor en la población. Bienestar y dolor son términos antagónicos. Aparte de eso, está la idea de que aquellos que reciben dolor son en gran medida aquellos miembros de la sociedad que han recibido más dolor: los pobres, desempleados y sin educación, sin familia estable, sin casa decente. No son el objetivo más deseable para administrar más dolor.

El énfasis en la igualdad es un pensamiento afín a la idea de bienestar. El bienestar para todos significa un elevado nivel de imposición y el escarnio de aquellos que no declaran sus ingresos y no pagan lo que están obligados a pagar. Hasta ahora, en los países escandinavos eso ha puesto ciertos límites a la desigualdad en ingresos y riqueza. Es un asunto importante cuando se habla del castigo. Una precondición para que existan fuertes Estados del bienestar y para que se produzca un uso limitado del castigo destinado a controlar a la población es la capacidad para ver a los demás, para verlos como seres humanos, gente similar a nosotros. No monstruos, sino seres iguales. Con distancia social, esta capacidad se ve dañada.

Tengo experiencias muy fuertes al respecto. Mi primera experiencia en la investigación criminológica fue un estudio de guardias en campos de concentración. Fue algunos años después de la Segunda Guerra Mundial. Comparé a guardias que habían matado y maltratado a prisioneros con guardias que no lo habían hecho. La conclusión fue clara: los guardias asesinos, en gran medida, nunca habían estado cerca de los presos y no los veían como seres humanos normales, sino como animales peligrosos. Los que no habían asesinado habían estado mucho más cerca de ellos, habían visto fotografías de su vida familiar pasada, habían charlado con ellos, los veían como seres humanos, como a sí mismos. Las normas habituales de los tiempos de paz se activaban: ¡No matarás!

Estudios posteriores apuntan en la misma dirección. Es el caso del famoso experimento de Milgram (Obediencia a la autoridad, 1974) sobre la disposición a infligir descargas eléctricas a otras personas. Esa disposición disminuye cuando la víctima está más cerca de quien ha recibido la orden de torturarla.

Me temo que, a medida que aumente la distancia social en nuestros países escandinavos, no seremos capaces de mantener nuestra posición como países con un pequeño número de presos. Un indicador notable es el creciente número de presos extranjeros en las cárceles de Escandinavia. Resulta particularmente visible en el caso de Noruega. Los porcentajes de presos extranjeros en Escandinavia son los siguientes: Noruega, 32%; Dinamarca, 28%; Suecia, 27%; Finlandia, 14.5%. Noruega es ahora mismo el país escandinavo más rico, una tierra de miel y petróleo.

Nuestra nueva riqueza es una gran amenaza para nuestros valores básicos. En mi juventud vi a nuestro primer ministro de la época en un tren, en un asiento de tercera clase, por supuesto. Después abolimos por un tiempo las divisiones de clase en los trenes. Pero ahora se están reintroduciendo poco a poco en los trenes y aun en mayor medida en el transporte aéreo. Antes en mi cultura la gente rica intentaba ocultar su riqueza. Lo ideal era seguir siendo como la mayoría: ciudadanos normales y decentes. Eso es cosa del pasado. La clase social ha vuelto. Visto desde abajo, la gente rica parece tener una vida maravillosa, algo por qué luchar, sea con medios legales o ilegales. Visto desde arriba, son importantes privilegios que defender. Además, en los autodenominados Estados de bienestar, la distancia entre las clases sociales aumenta cada año, probablemente con las mismas consecuencias perniciosas que tan bien describieron Wilkinson y Pickett en 2009 (Desigualdad. Un análisis de la (in)felicidad colectiva).

Inevitablemente, la distancia social se convertirá en un factor que aliente una política penal más estricta. Tal como se ve desde arriba, la gente que está abajo –si es que se considera gente– no merece nada más. Su pensamiento dicta: “¿Puede ser que nuestra política de bienestar sea demasiado generosa y nuestra política penal demasiado blanda?” Y, en línea con el crecimiento de una subclase social, se considerará más importante combatir la droga y no las diferencias de clase.

 

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La fracasada guerra contra las drogas

Aquí en el norte somos muy morales. Y, como emigrantes, nuestros antepasados también se llevaron una parte importante de esa moralidad a Estados Unidos. Sabemos que Jesús usaba vino, pero no le gustaba. Muchas iglesias de mi país utilizan vino sin alcohol en sus rituales religiosos. Durante un tiempo también prohibimos el brandy y los licores más fuertes, como el de cereza. Se prohibió todo uso del alcohol. Al principio funcionó bien; la salud de la población en general mejoró. Pero después comenzó el contrabando. Una parte cada vez mayor de la población aprendió a hacer su propio brandy, o empezó a comprar el que otras personas elaboraban en sus casas. La importación ilegal surtía a los que carecían de conocimientos o paciencia para la producción casera. Se desarrolló una economía sumergida, tal como la describió Johansen (Brennevinskrigen. En krønike om Forbudstidens Norge, 1985).  Pero luego, al cabo de un tiempo, los antiprohibicionistas recibieron una ayuda inesperada. Portugal no nos compraría pescado seco si nosotros no comprábamos sus vinos más fuertes. De modo que abolimos la prohibición un poco antes de lo que habríamos hecho en otras circunstancias y creamos un monopolio estatal para la venta de todo tipo de alcoholes excepto cerveza.

Pero las drogas se consideran algo muy distinto. Es la sustancia maligna número uno. En 1985 publiqué junto a Kettil Bruun, un colega finlandés, la primera edición de un libro que llamamos El enemigo adecuado. El título subraya el estatus peculiar de determinadas drogas. No todas las drogas. No el café o el té; sustancias bien instaladas que nos dan energía y nos mantienen despiertos. Tampoco el tabaco, el gran causante de cáncer. Y, por supuesto, tampoco, de nuevo, el alcohol, que siempre ha sido la mayor fuente de problemas en los países nórdicos, sobre todo en lo que concierne a actos violentos. Los enemigos adecuados eran las sustancias sin grandes defensores en la cultura nórdica y la estructura de poder, y –al menos al principio– mayoritariamente consumidas por jóvenes y otros grupos sin influencia política. De modo que, sin dudarlo, entramos en una guerra contra las “nuevas” drogas: aquellas que hasta entonces habían sido prácticamente desconocidas para nosotros. Tratamos de mantenerlas a raya con leyes penales excepcionalmente fuertes contra su importación y consumo y, obstinadamente, continuamos con esas medidas. No triunfamos y las drogas están aquí para quedarse. Pero, aun así, continuamos. Las propuestas para disminuir el nivel de castigo o legalizar algunas de las drogas y hacer que estén disponibles en farmacias o por medio de un monopolio estatal, como ocurre con el vino y el licor, son recibidas casi siempre con un silencio ensordecedor.

Y después sucedió –tanto en el plano nacional como en el internacional– lo que no podía sino suceder: aparece un mercado negro de considerable tamaño, aquí y por supuesto en los lugares de producción. Con nuestra sólida economía, esas drogas tremendamente deseadas son muy rentables en el mercado negro. Pero Noruega contraataca. Una parte excepcionalmente grande de nuestros presos están en la cárcel por importar, vender o consumir drogas. Con obstinación, las autoridades insisten: mantengamos limpias las calles, sin drogas. Sigamos con nuestra política de prohibición total para proteger a nuestros hijos. El informe de la Comisión Latinoamericana sobre Drogas y Democracia no tuvo ningún impacto aquí en el norte. Ni tampoco la Comisión Global de Políticas sobre la Droga. Kofi Annan formaba parte de ella, y también nuestro exministro de exteriores Thorvald Stoltenberg, padre de nuestro actual primer ministro.

Creo que podríamos proteger a los jóvenes de una manera más eficiente y humana con un sistema de estricta regulación de la venta y el consumo de las drogas, en lugar de la total prohibición que tenemos ahora. Y, en ese sentido, los costes de tener una economía sumergida son muy importantes. Nuestra prohibición de una sustancia muy deseada, producida en el sur y relativamente fácil de transportar al norte, es una prohibición con tan malas consecuencias, tanto en el norte como en el sur, que todo el sistema debería ser abolido. Estricta regulación y control, sí. No heroína en los quioscos. Pero el comercio debe realizarse a la vista. Abierto a los controles aduaneros, abierto a la tasación. Abierto al control de calidad de las sustancias. Abierto a todas las trivialidades de las sociedades civilizadas, y sin que necesite métodos policiales y sentencias a prisión como ahora. Como ha dicho mucha gente desde hace tiempo: la guerra contra las drogas ha terminado. Han ganado las drogas.

De vuelta a tiempos medievales

Existe un interesante parecido entre la situación social en Estados con una gran economía sumergida y lo que sabemos de la historia de la Edad Media. Una gran economía sumergida significa que el poder estatal se encuentra debilitado. Eso significa que cada hombre (y en esta rápida mirada histórica eran hombres, no mujeres) tiene que luchar por sí mismo. En esas situaciones es una virtud ser reconocido como alguien fuerte, con frecuencia también peligroso. No se engaña a un hombre así. Si lo intentas, puede vengarse. Y no hay otras personas a quienes recurrir, a menos que en algún momento uno se haya podido aliar con alguien.

La economía sumergida también tiene, obviamente, sus reglas. Es una situación condenada a producir violencia. Como señala Norbert Elias en su libro El proceso de la civilización, la violencia interpersonal disminuye cuando el poder se vuelve más centralizado. Steven Pinker subraya este aspecto en Los ángeles que llevamos dentro.

Allí donde domina el mercado negro, donde no hay reyes fuertes, solo Estados débiles, vuelven a necesitarse hombres fuertes. Es más: vuelve a necesitarse la cooperación con hombres fuertes. Si me quedo solo, pueden aplastarme. Con un hombre fuerte a mi lado, tengo una especie de seguro. La economía sumergida creada por la prohibición de las drogas nos devuelve a los problemas de la Edad Media.

Rayos de esperanza

Pero hay algunas señales que invitan al optimismo. En primer lugar, la credibilidad de la guerra contra las drogas parece estar considerablemente debilitada. La Comisión Global de Políticas sobre Drogas, dominada por Estados Unidos, ha sido muy criticada últimamente. Y las bajas de la guerra han cobrado mucha visibilidad. Lo que sucede en México ha sido importante para abrir los ojos. También lo han sido las descripciones de las condiciones carcelarias creadas por el enorme flujo de drogadictos y traficantes. Las bajas cifras de encarcelados en Escandinavia serían aún menores con una reforma así. El porcentaje de reos con condenas relacionadas con la droga es actualmente de 32% en Suecia, 26% en Noruega, 21% en Dinamarca y 15% en Finlandia. En Escandinavia, como en otras partes del mundo, una estricta política prohibicionista esconde la pobreza. Las calles y los vecindarios están limpios. Se nos oculta la inquietante visión de la miseria. Está lejos. Está en la cárcel. Un elemento importante que impide el cambio, sobre todo en Estados Unidos, es la privatización de la industria carcelaria. Se gasta una enorme cantidad de dólares con el fin de no cambiar leyes en un sentido más tolerante. La tolerancia sería mala para los negocios.

Quizá haya esperanza en un enfoque completamente distinto: civilizar los conflictos.

Conflictos, no delitos

Pero también hay fuerzas que empujan en sentido opuesto. La más importante puede ser la reciente tendencia a civilizar muchos conflictos. Cuando alguien se porta mal, puede considerarse un delito, un acto que exige un castigo. Pero también es posible verlo como un conflicto, un acontecimiento que hay que describir, comprender y por el que finalmente hay que resarcir. Varios países han incluido en sus leyes consejos para gestionar así sus conflictos. Más de 12,000 conflictos se abordaron de este modo en Noruega el año pasado. La pregunta central no es: “¿Por qué lo has hecho?” sino “¿Qué ha pasado?” Y con ello todo se vuelve mucho más claro: muchos implicados en casos como estos están más interesados en saber, en comprender, que en infligir dolor a la otra parte. Infligir dolor debería ser la última alternativa posible a la hora de crear sociedades en las que valga la pena vivir. ~

 

Traducción de Ramón González Férriz

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(Oslo, 1928) es sicólogo y criminólogo, profesor emérito de la Universidad de Oslo. El FCE publicó en 1984 su clásico Los límites del dolor.


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