Fotografía: Emiliano Gullo

Eduardo Gil, el último maestro

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A los 64 años, Eduardo Gil es uno de los máximos referentes de la fotografía argentina. Expuso sus obras en más de doscientas muestras. Muchas fueron adquiridas en forma permanente, como en el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires (malba). Fue curador y jurado de los espacios artísticos más importantes del país, entre ellos el Salón Nacional de las Artes Visuales y el Centro Cultural Recoleta, y recibió premios desde el comienzo de su carrera. Además, desde hace treinta años se empeña en formar a las nuevas generaciones de artistas en sus Talleres de Estética Fotográfica, con sede en el barrio de San Telmo, Buenos Aires.

Para llegar hasta ahí Eduardo da las coordenadas por teléfono. Apenas abre las puertas de su estudio las fotos colgadas de todas las paredes parecen venirse encima. Son sus últimos trabajos; en formato medio, a color, y grandes como ventanales. La única pared, que si se viniera encima sería un riesgo para todos, es la que sostiene una caudalosa biblioteca. No sería una exageración imaginar que si ahí no se encuentra un libro de fotografía es porque no existe. Pero las coordenadas de Eduardo no dejan que los ojos terminen de disfrutar. El cuarto elegido es la contracara, algo así como el lado austero del estudio. Sobre el piso de madera no hay nada más que algunos almohadones y, en un rincón, cuatro piedras y una cartulina negra enrollada. En toda la entrevista, Eduardo no lo dirá nunca con estas palabras pero lo cierto es que acá, sentados en estos almohadones, se formaron los fotógrafos argentinos más prolíferos y reconocidos de la actualidad. “Creo en una forma de trabajar, me llena de orgullo la carrera que hicieron”, se limita a decir este maestro de fotógrafos, capaz de detener en seco al tallerista iniciático que lance las palabras prohibidas: clases, profesor, alumno. “Yo soy consciente del lugar que ocupo en mis talleres, pero este es un espacio para que la crítica y la reflexión sea colectiva.” Su obra es un mosaico de imágenes que comienzan a fines de los setenta bajo el estricto reportaje blanco y negro; se desplazan al color una década después, también en clave de reportajes que lo llevaron a recorrer toda América Latina, y lo encuentran hoy cercano a la abstracción y a la intervención, ahora con cámaras de formato medio.

Antes de llegar a la cima de la fotografía, Gil fue bancario en el Société Générale y logró convertirse en jefe de Comercio Exterior y delegado de los trabajadores; todo al mismo tiempo. La carrera de sociología le rompió la cabeza y se acercó al peronismo de base. Entonces llegó el golpe de Estado y escuchó que él estaba “en la mira”. Dejó el banco y aprovechó la oportunidad que le ofreció un compañero: hacer fotos en fiestas de casamientos, bautismos. En el medio también completó las horas de vuelo para ser piloto comercial. Todavía estaba lejos del panteón de los artistas, los vuelos a Nueva York y las invitaciones internacionales como jurado en los más destacados festivales de fotografía. “La parte técnica la aprende cualquiera; si a alguien puedo reconocer como maestro es a Saderman”, asegura en referencia a Anatole Saderman, el mítico retratista ruso nacionalizado argentino.

¿Se puede enseñar a mirar?

Se puede enseñar, mejor dicho domesticar, que es básicamente lo que a mí no me interesa a nivel docente. Ahora bien, la mirada es importante pero no es todo. Al principio la mirada era esencial, atravesaba todo. Actualmente hay una enorme cantidad de obras, no solo fotográficas, plásticas también, que visualmente son de relativa potencia, pero cuando uno se entera de qué va la cosa, cambia la historia. No es un regocijo visual pero la cabeza juega un rol fundamental. [Antes de seguir contestando, frena y devuelve preguntas.] ¿Por qué siempre se tiene que ver una foto de izquierda a derecha? ¿Quién te dice que una foto no se puede cortar? [La respuesta, claro, no llega ni llegaría nunca. Entendiendo el silencio como una luz verde, se despacha con el concepto central de su obra.] El cambio es vida, hay que animarse a romper con los propios esquemas, con los propios autoritarismos, con los propios rituales que atentan contra el disfrute. Implica replantearse cosas, adaptarse a tiempos, a circunstancias. Estamos en el mejor momento de la fotografía, se acabaron los dogmas y los grandes paradigmas.

¿Pero te sigue gustando la obra de Henri Cartier-Bresson y Robert Frank, por citar a dos gigantes?

Claro que sí. Pero ahora, si hay un paradigma, ese es la libertad y la permeabilidad con otras disciplinas artísticas. Es difícil que en el futuro exista un estilo paradigmático porque la tendencia es quebrar los límites. Cuantos menos lugares de certezas hayan, mejor. Cuanto más incertidumbre, mejor.

¿Te sientes más libre ahora?

Somos más libres ahora. En una época había que hacer todas las fotos en un mismo tono, en una misma sintonía, todo enmarcado con aluminio de 40 x 50 cm, siempre colgado a la misma altura. Y hoy hay gente que hace una sola foto y vale, y están perfectas. Y hay gente que la interviene con otros materiales, otros que la acompañan con video o música o instalan luces. Se borraron las separaciones estancas entre las disciplinas del arte. Mucha gente que pintaba ahora recurre a la cámara fotográfica.

Ahora parece darse una suerte de respuesta antidigital y de revalorización de cámaras con cincuenta años de antigüedad. ¿A qué crees que se debe este fenómeno?

De parte de muchos fotógrafos se produce una reacción que tiene que ver con el control total de lo digital. Desde hace un tiempo hay una necesidad de usar cámaras menos controlables, la Lomo por ejemplo. Vuelven a revitalizarse porque hay una necesidad de tener un pequeño margen de azar. Hoy no existe más la angustia de no saber cómo salió la foto. Se mira en el visor, se corrige un poco y se terminó el problema. Fotografiar así es tener el absoluto control. Por eso la gente necesita de algo tan valioso como la incertidumbre, que sirve para tantas cosas, entre ellas para angustiarse y esta es esencial para investigar en el acto creativo. Sin angustia, hay control total. El proceso de espera para la entrega del rollo, por ejemplo, hace que uno se replantee todas las cagadas que se pudo haber mandado. Y eso es alimento para las próximas fotos.

En décadas pasadas se pedía que el fotógrafo estuviera, de algún modo, comprometido con la realidad. ¿Hoy se le pide menos, puede ser más displicente con la conflictividad social?

Creo que esa fue una de las graves limitaciones de la fotografía. La palabra compromiso es una de las palabras peor usadas en la historia de la fotografía; se la usó gratuitamente, la usó quien solo estuvo comprometido con su ego o su billetera. Y después se la usó como una obligación que teníamos los fotógrafos de ser algo así como un Robin Hood que tenía que andar por el mundo denunciando injusticias sociales. A mí me parece bien que uno utilice la fotografía con fines de agitación política, pero también me parece perfecto que se la use como una herramienta poética, espiritual, liberada de cualquier tipo de obligatoriedad de cumplir un rol determinado. Creo que la fotografía hecha con intencionalidad de agitación social es una de las posibilidades absolutas que tiene la fotografía, pero es solo una. En mi generación fue el camino que siempre había que recorrer. Hay poetas excelsos que vivieron en una burbuja y tipos como Rodolfo Walsh que murieron por lo que escribieron. Yo creo que no hay que asociar compromiso político como algo imprescindible para usar una herramienta. Está bien que la fotografía, por su conexión con la realidad, por la fe que se le tuvo durante años a la verosimilitud de lo que mostraba, quedó muy pegada a una forma de mostrar el mundo de manera casi religiosa. Esa es una de las cosas de las que nos estamos liberando. Los fotógrafos no estamos obligados a hacer nada, salvo aquello que sintamos que queremos hacer, que se manifiesta en nuestra vida afectiva, cotidiana, como ciudadanos. La ideología va a estar siempre, así solo fotografiemos crisantemos. ~

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