La crisis de los intelectuales

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Desde el inicio de la crisis se han suscitado toda clase de debates sobre sus orígenes y sus posibles vías de salida. Han sido debates de carácter económico, político o sociológico. Sin embargo, en los márgenes de esta deliberación, ha surgido también una discusión interesante alrededor de la figura del intelectual. ¿Para qué sirven los intelectuales si la mayoría de ellos no supieron avisarnos de la corrupción de muchos y la irresponsabilidad de muchos más? ¿Merecen de veras tener el peso que tienen en la prensa escrita cuando quizá no dispongan de herramientas que les permitan comprender las complejidades técnicas de nuestro mundo? ¿Pueden seguir siendo ejemplos de compromiso ético?

Sin embargo, este debate, que la crisis tal vez haya precipitado, tenía sentido desde mucho antes. Y, por supuesto, no es pertinente solo en España, sino probablemente en toda Europa y otros lugares en los que el intelectual ha tenido un activo papel político. Porque lo cierto es que la figura del intelectual ha vivido un cierto declive en las últimas décadas. El gran intelectual, ese personaje totémico que, con razón o sin ella, dominaba el debate público y en cierta medida marcaba sus temas, ha ido perdiendo relevancia desde los años de la Guerra Fría. Sin duda, en muchos países, y también en el nuestro, su papel sigue siendo muy importante, y lo que dicen los intelectuales sigue siendo escuchado por los políticos y la ciudadanía en general. Pero hoy parece claro que son otros –los economistas divulgadores, los gurús de internet, incluso celebridades televisivas sin méritos aparentes– quienes consiguen llamar más la atención y establecer los temas de conversación. Además, por supuesto, de los tertulianos, ese nuevo fenómeno a medio camino entre el intelectual clásico y la cabeza parlante.

Las razones por las que esto es así son difíciles de saber. El intelectual clásico era un hombre o una mujer inserto en la tradición literaria, filosófica y periodística, y hoy parece claro que esas tres cosas ya no ocupan el lugar central en la cultura que ocuparon hasta hace no mucho. El mercado de periódicos, revistas y libros, que eran los espacios donde tradicionalmente se expresaba el intelectual, se ha redefinido y empequeñecido por razones tecnológicas y económicas. Y las grandes ideologías a las que solían adscribirse los intelectuales –el marxismo, la socialdemocracia, en menor medida distintas expresiones del liberalismo y el conservadurismo– parecen hoy un tanto difusas, menos compactas que hace medio siglo. Los partidos, a los que muchas veces pertenecían de facto los intelectuales, han perdido también prestigio.

Letras Libres se ha nutrido en buena medida de la gran tradición intelectual del siglo XX. Nuestros temas han sido casi siempre los temas de debate propios de intelectuales: la disputa entre tolerancia y autoritarismo, entre cosmopolitismo y nacionalismo, entre libertad de expresión y creación y la mordaza de la censura y el fanatismo. Por eso mismo, la crisis de los intelectuales es un tema que nos atañe y que hemos querido debatir, en este número, con tres amigos de la revista que, cada uno a su manera y desde distintos ámbitos, tienen cosas importantes que decir. A principios del mes pasado reunimos en el Hotel de las Letras a Félix de Azúa –uno de los grandes intelectuales de nuestra lengua–, Irene Lozano –una intelectual que decidió dar el paso hacia la política institucional– y José Andrés Rojo –periodista de la sección de opinión de El País– para debatir sobre todos estos temas y tratar de esclarecer cuál es el papel que el intelectual ha tenido en nuestras democracias y cuál es el que debe tener en el futuro que ahora empieza. El texto que sigue es la transcripción editada de esa conversación y, aunque no quisiera adelantar sus conclusiones, dos cuestiones parecen evidentes: en primer lugar, que las ideas –la manera de analizar el mundo y hacer propuestas para su mejora– importan en el debate público y que, por lo tanto, los intelectuales seguirán teniendo un papel relevante en la vida pública; en segundo, que eso no significa necesariamente que los intelectuales continúen siendo como fueron a lo largo del siglo XX.

 

 

¿Estáis de acuerdo en que la figura del intelectual clásico –el hombre o la mujer de letras, que escribe sobre política en periódicos e interviene en el debate de ideas– está perdiendo influencia y se está transformando?

Félix de Azúa: La vieja figura del intelectual, que tenía una influencia social fuerte, es un fenómeno de la posguerra mundial y es estrictamente de la Europa continental. Los países anglosajones son más escépticos. Tuvo su momento álgido en los años cincuenta y sesenta, pero en los setenta empezó a declinar. En estos momentos, la verdad, los intelectuales damos risa.

Irene Lozano: Creo que Félix exagera. Pero es cierto que el intelectual, que antes estaba en el púlpito y tenía una autoridad moral casi incuestionable –y que casi nunca, por cierto, bajaba al mundo real a mancharse las manos– no ejerce la influencia que tenía antes.

José Andrés Rojo: Tengo la impresión de que ha cambiado el registro, pero que de alguna manera el intelectual sigue estando ahí, sigue ejerciendo una influencia. Lo que ha cambiado es la percepción de esa figura. Para empezar, a los que antes llamábamos intelectuales ahora los llamamos tertulianos. El intelectual pontificaba desde unas ciertas alturas y se le rendía pleitesía. El tertuliano parece uno más, que va a la radio o la tele a dar gritos.

FdA: Sin duda, hay un cambio brutal entre el intelectual de los años sesenta y setenta y el tertuliano.

JAR: Yo creo que lo que pasó es que ese viejo intelectual clásico, influyente, olvidó sus grandes responsabilidades y se limitó a alinearse con un partido u otro. O estaba de lado de la izquierda o de lado de la derecha, y casi no importaba lo que sucediera, la realidad, porque era solamente el portavoz de una posición. Eso, que es el peor vicio del intelectual, creo que ahora se está repitiendo. Quizá ahora no haya una izquierda y una derecha claramente definidas, sino que más bien hay hinchadas. El intelectual es como Manolo el del Bombo, que sale a animar a cualquiera que sea de su bando, sea este el nacionalista, el de izquierdas, el de derechas, el del 15-m o el que sea. ¿Influye esa figura intelectual? Claro que sí: da ánimos, hace aspavientos y profiere chillidos y aclamaciones

IL: Escuchándoos, me venía a la cabeza la expresión que acuñó Hobsbawm, la de “matonismo intelectual”, para referirse a los círculos, casi siempre de corte marxista, en los que no te podías salir de lo que estaba permitido pensar. Orwell denunciaba eso mismo, ese partidismo, cuando hablaba de la intelligentsia británica. Incluso esos círculos de escritores y pensamiento han funcionado de forma coactiva con respecto a la tarea intelectual. Y la gente que ha discrepado lo ha pasado igual de mal que la gente que ahora publica lo que no se espera que publique en cierto medio. Pero eso también ocurría antes. Y al final lo que queda es el verdadero intelectual, como en el caso de Orwell.

JAR: Sí, y yo creo que sigue existiendo esa clase de intelectual, el que se pronuncia de manera más modesta, más dubitativa, que solo pretende expresarse sobre la complejidad y ordenar el caos para darle un cierto sentido, y que quizá es menos influyente a corto plazo pero más, al menos entre ciertas élites, en el largo.

 

Podríamos hacer un linaje de nuestros intelectuales preferidos del siglo xx. Seguramente estarían Camus, Orwell, Aron, Revel… Lo que esa gente tenía en común, básicamente, era que estaba enfrentada con lo que pensaba la mayoría de intelectuales de su época y país, y sobre todo con los de lo que parecería que es su propio bando, y que recibieron innumerables palos por ello.

FdA: No es que ahora no haya intelectuales honestos igual que entonces, que por supuesto que los hay. Y tan serios como en el siglo pasado. Lo que ha cambiado son los lugares donde se expresan. La dificultad ahora es publicar en un lugar con credibilidad. Antes, si eras comunista publicabas en L'Humanité y si eras de derechas en Le Figaro, con lo que el convencido ya sabía lo que estaba leyendo, y los que no eran ni una cosa ni la otra tenían lugares en los que expresarse donde gozaban de una cierta independencia. Por eso acabaron enfrentados Camus y Sartre, porque la revista del segundo era un sitio en el que parecía que se podía expresar alguna disidencia hasta que, como sabemos, se demostró que no se podía. Ahora eso se ha elevado al cubo porque el sistema de comunicación ya no está ni siquiera, como entonces, en manos de los partidos, sino en manos de multinacionales gigantescas al servicio de los grandes engranajes financieros, por lo que no tienen credibilidad. Es simplemente un espectáculo, un entretenimiento. Cuando éramos jóvenes leíamos Le Monde porque sabíamos que no mentía. Ahora miente hasta Le Monde. Por supuesto, uno puede leer un periódico u otro porque encuentra allí cosas que le tranquilizan, pero no porque sean más creíbles. Y lo digo ante José Andrés, que es quien publica mis artículos en El País. Pero no podemos decir que el periódico para el que los dos trabajamos tenga más credibilidad que los demás, sino que es un periódico que tranquiliza a la gente que es como nosotros, y eso es algo distinto.

JAR: El intelectual estaba asociado tradicionalmente al hombre de letras, al escritor: una actividad un poco diletante. En muchos casos, más que tener un conocimiento profundo del tema sobre el que estabas hablando, el intelectual simplemente quería manifestar la posición con la que se sentía identificado. Ahora, dentro de este círculo de tertulianos, de intelectual light, encuentras sin duda mucha gente que se ha preparado su trabajo, que piensa e intenta poner un poco de orden al gran caos. Creo que esa es su tarea. Pero al mismo tiempo, el especialista, el experto, está sustituyendo al hombre de letras. Sin embargo, también nos encontramos con que el especialista puede ser puramente partidista. Los economistas o los politólogos responden con gestos muy partidarios, que no pretenden aclarar la complejidad sino mostrar una posición ideológica. En el experto también se está produciendo esta deformación partidista que ya sufrió el intelectual.

IL: El conocimiento técnico es importante para tomar decisiones. Pero la gran diferencia entre el intelectual y el experto es que el primero te da una visión moral, aunque en estos tiempos suene antiguo. No la visión utilitaria, sino las consecuencias que tienen las cosas más allá de lo que es práctico. Y el experto indudablemente tiene el conocimiento técnico, pero al final las decisiones que hay que tomar son de carácter político, y para eso no hay que ser expertos.

JAR: Lo que ha cambiado es que estamos en lo que el Félix llama, en su último libro, “democracia total”: esta noción de democracia ya no tiene tanto que ver con la igualdad de oportunidades, sino con un borrado de toda distinción y el igualado de todo el mundo como una masa amorfa. Si todo lo que te rodea es una masa amorfa, muchas veces solamente se aspira a crear entusiastas. Los medios de comunicación se convierten en altavoces a través de los cuales sale la música con la que debe bailar la gente. Esta es la visión más pesimista del asunto, pero dentro de ella hay poco margen de maniobra, porque en esta sociedad de masas, en la que no hay distinción ni jerarquía, todo se difumina y lo que deben producir los medios es espectáculo y baile. En la visión positiva, discrepo del análisis de la figura del experto que hace Irene. Francisco Ayala, al hablar de los intelectuales decía que estos son, simplemente, quienes aplican el intelecto: intentar, en este desorden absoluto, poner un poco de orden, de sentido, ver la jerarquía de problemas que hay. Y los conocimientos técnicos ayudan a eso. Conocer las entrañas de la Constitución ayuda a saber si deberíamos reformarla o no y cómo.

IL: Pero no hay que ser catedrático de derecho constitucional para tener una opinión sobre eso. La democracia se basa en que cualquier ciudadano puede obtener del debate informado una conclusión sobre las decisiones políticas que él cree que le convienen a su país. La democracia se basa en que para ser un ciudadano no tienes necesidad de ser un experto, sino en que debes tener acceso a gente experta que te da su opinión, de ahí la importancia de unos medios de comunicación serios y rigurosos. Es muy importante subrayar esto para no socavar la idea de democracia. La cuestión ahora es si los medios y los intelectuales proporcionan la información necesaria para esos debates o se están limitando, como dice José Andrés, a alimentar hinchadas.

FdA: Podríamos hacer una lista de nuestros intelectuales preferidos, como proponías antes: Camus, Orwell, Koestler, Russell y, más recientemente, Hitchens y Judt. Pero si os fijáis, en ningún momento ninguno de ellos habla de constituciones, o del porcentaje óptimo del pib que hay que dedicar a la agricultura. Que el experto se haya vuelto imprescindible es fruto de la idea totalitaria de la política actual. Como nuestros administradores, los políticos, se han convertido en gente que solo habla de cuestiones técnicas, podríamos pensar que los intelectuales deben tener unos conocimientos técnicos determinados. Pero eso no es verdad. Los grandes intelectuales que seguimos respetando no hablaban de aspectos técnicos, hablaban de aspectos morales, filosóficos, incluso artísticos o literarios. Era gente de lo que antes se llamaba “del espíritu”, no de la materia.

 

Ahora se están poniendo en duda muchas de las cosas que se pactaron en la Transición. ¿Cuál creéis que fue la influencia en ese proceso? ¿Creéis que los intelectuales han hecho un buen trabajo en estos treinta y pico años de democracia o que son en parte responsables de que ahora estemos como estamos?

FdA: He sido uno de ellos y, por supuesto, me debo una autocrítica. Yo, como casi todos, hasta finales de los años ochenta, consciente o inconscientemente, fui partidista. Fui aquello que antes se consideraba una “persona de izquierdas”, pero en realidad era un “intelectual orgánico”. Y ser una persona de izquierdas, entonces (y ahora), tenía un componente moral: si eras de izquierdas estabas moralmente justificado. Sin más explicaciones. Me dedicaba, como decía José Andrés, a darle al bombo ante cualquier cosa que propusiera la izquierda. Pero eso cambió a finales de los ochenta, pero no porque de repente me volviera honrado, sino porque ese sectarismo de la tarea intelectual era ya insufrible, insoportable. Se parecía a lo que en la actualidad hacen esas personas que se pasan la vida criticando al pp, pero son mudas ante los desmanes del psoe. Mi caso no es diferente al de muchos otros intelectuales. Fernando Savater, a quien siempre he seguido y respeto mucho como escritor, fue el primero que inició una deriva absolutamente personal e independiente de los partidos de izquierdas. Claro que en su caso era por ser un perseguido político. Debía llevar escolta, pero se dio cuenta de que la izquierda no le protegía ni le defendía, sino que más bien protegía a sus verdugos. A partir de ese momento dejó de ensalzar a la izquierda y fue considerado un hombre de derechas. Un facha. En realidad, como en el caso de otros intelectuales, su giro no fue hacia la derecha, fue un giro hacia la neutralidad. En mi caso, el detonante fue el socialismo catalán, cuando me percaté de que era más nacionalista que la derecha nacionalista.

IL: No se puede hacer un juicio general de lo que han hecho los intelectuales en treinta años. Pero sí creo que sucedió algo terrible, y yo lo viví en los años de riqueza previos a la crisis: muchos intelectuales empezaron a saber mucho de vinos y a tomar platos exquisitos en restaurantes de moda. Un intelectual que quiera vivir así, llevar esa vida mundana –y yo diría que el intelectual debe ser, en parte, no mundano–, tiene que ganar mucho dinero. La finalidad de un intelectual no debe ser caer bien, pero para ser comercial –que es lo que te da acceso a esos vinos y esos restaurantes– necesitas caer bien. Sin embargo, el intelectual debe reservar una parte de sí mismo a decirle a la sociedad lo que la sociedad no quiere oír. En los años de bonanza todos nos volvimos locos, comprando casas sin parar, ajenos a la deriva corrupta de la política: ¿cuántos intelectuales le dijeron a la sociedad que dejara de comprar pisos y se fijara en la corrupción de los partidos? No creo que este deterioro se debiera solo, ni mucho menos, a los intelectuales, pero también tienen su parte de responsabilidad.

JAR: Tal vez sea un poco blandengue, pero tengo la sensación de que en estos treinta años he estado muy bien acompañado por gente que ha pensado y escrito bien. Me molesta mucho que ahora se considere que en estos treinta años todo ha sido un desastre. Creo que gracias a unos cuantos buenos intelectuales hemos aprendido a comprender un poco la complejidad. Si no, ¿de dónde? Si siento que me puedo distanciar un poco de las hinchadas es porque alguien me ha enseñado a hacerlo en todo este tiempo.

IL: Pero en estos años las hinchadas existían, mientras que ahora están en la fase terminal.

FdA: No tengo ni idea de lo que va a pasar, aunque es probable que pase algo, precisamente por el descrédito absoluto de los dos grandes partidos. Mucha gente que antes estaba adscrita, con nómina, o ha sido despedida –la crisis es muy cruel– o ya no puede soportar su propia imagen disfrazada de payaso de partido. Y ahora resulta que coincides con gente con la que nunca pensaste que podías coincidir, pero eso se debe al vacío monstruoso creado en la sociedad por la ausencia de los dos grandes partidos. De alguna manera se tendrá que llenar ese vacío. Pero en todo caso nada será como antes, porque las dos fuerzas que dirigían la vida intelectual del país están muertas.

IL: Ocurre otra cosa mucho más profunda y que tiene lugar en toda la cultura occidental: el relativismo de la posmodernidad, en el fondo, ha llevado a convencernos colectivamente –está en el aire de los tiempos, que no sabemos bien qué es, pero estamos metidos dentro de él– de que en el fondo el debate ha perdido interés porque está mal visto convencer a alguien de tus ideas. Cuando intentas convencer a alguien de tus ideas su respuesta es “Oye, tú me quieres imponer:” No, yo lo que quiero es convencerte mediante la palabra y las ideas. Imponer es justamente lo contrario, pero parece que la gente solo quiere oír cosas de las que ya está convencida. Y luego aparece esta cosa de que todas las ideas son igualmente respetables. Y la verdad, que antes era algo estrechamente relacionado con los intelectuales –la verdad por encima de mi partido o de mi grupo de pensamiento–, ha perdido buena parte de su prestigio y la mayoría piensa que no existe la verdad, y no me refiero a las grandes verdades filosóficas, sino a las modestas verdades de los hechos, como decía Hannah Arendt.

JAR: Eso por un lado, pero también, para matizar mi optimismo anterior, quisiera insistir en que estamos en un sistema de democracia total en el que no hay distinción. Estamos en un amorfismo tremendo. Y, en un contexto de estas características, la sensación de que esta sociedad no reacciona es bastante angustiante. Pero además hay algo aún peor: la herramienta que podría permitir que de alguna manera se reaccionara, que es la educación, está cada vez más desangelada. El proceso de elaboración de la ley educativa ha sido el mejor ejemplo del disparate en el que estamos. No he oído ni un argumento, ni una explicación matizada. Todo ha sido o a favor o en contra, las hinchadas desatadas. Pero al mismo tiempo, debemos reconocer que muchas veces han sido los intelectuales quienes han dicho que lo importante, donde nos la jugamos, es la educación. Y sin embargo la masa ha sido una corriente devastadora.

FdA: Una pregunta, José Andrés. Tú tienes el privilegio de estar en un centro de información y opinión muy importante como El País. Cuando hablas con quienes quizá podrían escribir esos artículos, ¿no crees que se advierte una sensación de inutilidad absoluta? Quiero decir: si tú ahora me dijeras: “Félix, hazme un artículo sobre la ley de educación”, yo te diría que no. ¿Para qué? Hay una sensación general de que todos estos esfuerzos ya no sirven para nada.

 

Quizá es que las masas se han desinteresado cada vez más por lo que los intelectuales tienen que decir. En buena medida porque, en esta época de espectáculo, los intelectuales no son un buen espectáculo. Un señor aburrido citando a Hegel raramente llamará la atención de las masas.

FdA: Todo es puro show y a mi modo de ser no puede ser otra cosa. No hay nada que te garantice que cualquier cosa que digas no sea convertida en una parte del show. Y eso paraliza enormemente.

IL: Tampoco creo que las masas antes estuvieran deseando leer a Hegel y ahora ya no. España, intelectualmente, por lo que hace a las masas, ha dado lo que ha dado de sí. Y debemos recordar que hace cuarenta o cincuenta años había cuotas relevantes de analfabetismo.

FdA: Pero hay una diferencia que es importante que vean los jóvenes: lo políticamente correcto. Cuando yo era joven, lo que se le pedía a un intelectual era la incorrección. Justamente llevar la contraria, ser insumiso, decir lo que nadie quería oír. En este momento, en cambio, el que no tiene un discurso afirmativo está muy mal visto y le tachan de pesimista o cosas peores.

IL: En realidad, en España, el conocimiento casi siempre ha estado mal visto. Tiene más prestigio la ignorancia. No es que hayamos ido a peor. Es que siempre ha sido así. Si comparamos la España de antes con la Francia a la que le interesaban los debates entre Sartre y Camus… En España eso no ha ocurrido nunca. Tengo la esperanza de que siga existiendo, aunque se perciba menos entre todo el barullo, un núcleo de gente con cierta formación a la que sí le interesan estos debates. Pero, además de eso, añadiría otra cosa: creo que lo que nos deja un poco perplejos es cómo la propia dinámica acelerada por las nuevas tecnologías lo engulle todo. Ni siquiera hace falta prohibir nada, porque queda engullido por el sistema.

JAR: Recogiendo la pregunta de Félix sobre la sensación de desmoralización, que existe en un periódico como supongo que existe en el profesor que va a dar clase a unos cenutrios, creo que la sensación es de derrota de la inteligencia general. Pero, aun así, me parece que la única manera es que, dentro de estas grandes corrientes que están arrastrando un poco a esta sociedad amorfa, sigue siendo importante hacerlo, escribirlo. Manifestar que las cosas no son ni blancas ni negras, que son grises, muchas veces con una cantidad de grises difíciles de distinguir, ir armando eso. Quizá se haga cada vez para menos gente. Pero hay que seguir haciéndolo.

IL: Pero los que antes se interesaban por estos debates siguen siendo los mismos. Lo que pasa es que antes había una masa de gente a la que no se oía y a la que ahora se oye: en Twitter, en los blogs.

FdA: Eso es ruido.

IL: Sí, la gente interesada sigue siendo la misma, pero todo se diluye en ese ruido ambiente.

 

¿Creéis que este cierto declive del intelectual tiene que ver con que se han deshilachado las ideologías clásicas? Al intelectual del siglo xx le resultaba relativamente fácil ubicarse ideológicamente, en grandes bloques y un pequeño espacio central.

FdA: Eso es verdad. Pero debería ser un buen momento para ejercer de intelectual de una manera mucho más poderosa. Son precisamente los momentos en los que las grandes convicciones se hunden cuando el intelectual puede tener una influyente función, aunque sea distinta que en el pasado. Los intelectuales tuvieron una función determinada durante la Guerra Fría, pero no tiene por qué ser siempre la misma. El momento histórico más claro de hundimiento intelectual tuvo lugar a finales del siglo xviii, cuando el Ancien Régime se cae a pedazos y surge una cantidad de intelectuales sorprendente. Hay una necesidad de pensar un mundo nuevo porque el mundo viejo está desapareciendo. En ese sentido, no soy nada pesimista, soy optimista: el mundo viejo cae a pedazos y el nuevo no ha nacido todavía.

IL: Lo que pasa es que el Ancien régime cayó empujado por muchos intelectuales anteriores. Eso es lo que echamos de menos ahora.

FdA: Creo que eso es una exageración típica de mediados del siglo xx. Los intelectuales de la sociedad estamental tuvieron muy poco que ver con la caída del Ancien Régime. El mundo intelectual era pequeñísimo. Es cuando llega la convulsión, cuando estalla la revolución, cuando las ideas cristalizaron y se convirtieron en ideas guía.

IL: Pero las ideas existían. Lo que no sabemos si ahora también las hay.

FdA: Seguro que las hay, pero nos falta la caída del régimen.

JAR: En The Burden of Responsibility, un libro sobre Camus, Aron y Blum, Tony Judt dice que el origen del intelectual es la Revolución Francesa, cuando el Estado deja de estar justificado por una noción divina y los hombres tienen que empezar a contarse un relato sobre por qué quieren vivir juntos y cómo quieren vivir juntos. Y entonces elaboran un discurso. Ahí es donde surge el componente moral y político del proyecto. La sensación que tenemos ahora es hay una crisis profunda en ese relato. La globalización ha dinamitado la idea de Estado nación, que es la que surgió de la Revolución Francesa y daba sentido a nuestro relato.

 

Mucha, muchísima gente, tiene ideas regenarcionistas hoy. Lo que pasa es que no sabemos –ni los intelectuales, ni movimientos sociales como el 15m– cómo se regenera un país en estos tiempos.

FdA: Eso solo se clarificará cuando alguna hecatombe asome el morro, antes no.

IL: El partido político ha sido clave en el siglo xx, pero no va a serlo a partir de ahora. Con todo, ahora mismo, no hay otra manera de cambiar las cosas que mediante un partido político. Igual mañana me llama Félix y me dice que ya sabe cómo se puede hacer. Pero hoy tiene que ser con un partido. Estar en las instituciones. Votar a favor o en contra de una ley.

FdA: La posibilidad del cambio existe. Pero hoy el poder está más escondido que nunca y es casi omnipotente.

JAR: Y eso también dificulta la tarea del intelectual. Antes, con el Estado nación, sabías dónde estaba el poder, quién lo tenía. Y si tenías que reclamar cuentas sabías a quién tenías que hacerlo y adónde tenías que ir a hacerlo. Ahora, con la globalización, con Europa, ni siquiera sabemos si nuestros políticos tienen el poder para hacer lo que esperamos de ellos. No sabemos muy bien a quién reclamar. Y eso complica todavía más el trabajo del intelectual.

IL: No como en el pasado, cuando Valle-Inclán se iba al Palacio de Oriente y, todo digno, gritaba: “¡Borbón, baja!”

 

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(Barcelona, 1977) es ensayista y columnista en El Confidencial. En 2018 publicó 1968. El nacimiento de un mundo nuevo (Debate).


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