Una que no fue al baile

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En el silencioso juego de dominó, a veces, en ese instante fatal de triunfo o deshonra en que perece una mula, esto es, cuando es ahorcada (¿habrá otra manera de decir esto?), suele murmurarse como si nada, sin énfasis, el dicho “una que no fue al baile”, esto es, que la ficha ya no puede jugarse, que ha quedado ahogada.

También suele recitarse un versito con referencia a la mula difunta: “Murió de amor la desdichada Elvira.” Y de esta dolorosa evocación de Elvira voy a ocuparme.

El verso forma parte de un largo poema dramático de don José de Espronceda (1808-1842), El estudiante de Salamanca. El verso en cuestión figura en la segunda parte del poema, cuyo protagonista, don Félix de Montemar, asiste a su propio entierro (antecedente inmediato del Tenorio de Zorrilla), y ahí puede leerse esta cuarteta:

Murió de amor la desdichada Elvira,

cándida rosa que agostó el dolor,

suave aroma que el viajero aspira

y en sus alas el aura arrebató.

Como se ve, Espronceda fue un exaltado poeta romántico, y no solo eso. Para completar el cuadro, fue también un revolucionario recalcitrante, es decir, en esa época, primera mitad del siglo XIX, un liberal, con más que menos destierros e ingresos a la cárcel. Y, como veremos, un trágico enamorado. De su breve y romántica existencia vale la pena recordar sus amores con Teresa.

Verla a los dieciocho años y enamorarse de ella fue una misma cosa. La fulminación tuvo lugar en Lisboa. Mas el destino, cuyo brazo ejecutor fue el padre de la joven, los separa. Parece ser que el padre buscaba pro pane lucrando pareja para su hija. Espronceda viaja; Teresa “pone fin a su pobreza”, casándose con un comerciante. Pasa el tiempo. Espronceda la vuelve a encontrar en París y la rapta. Un hijo de ella queda con el marido. Espronceda y su mujer se instalan en Madrid. Pese a que el amor entre los dos es grande, la convivencia, como siempre, es difícil. Los pleitos no solo se suceden de manera cada vez más desenfrenada, sino con más aguzada ferocidad. Teresa, por fin, abandona al poeta. Espronceda se da a la busca y la halla en Valladolid. No mucho después, Teresa, como él, loca de celos, vuelve a abandonar al poeta. Deja en su poder una criatura de cuatro años, Blanca.

Nos acercamos ya a la escena final. Una madrugada, envuelto en una capa de seda azul, Espronceda sube por la calle de Santa Isabel. Pasa frente a una casa de humilde facha. Una de las ventanas de la casa abre a la calle. Espronceda se detiene. Tras la ventana brilla una tenue luz. Él mira. Ve un féretro humilde donde yace una mujer. El cadáver es el de su amada Teresa. El poeta se aferra a la reja que separa la calle de la ventana y cae de rodillas. Pasa lo que resta de la noche, ahí de rodillas, llorando.

No a cualquiera le pasan estas cosas.

Espronceda, no cabe duda, era buen poeta, pero demasiado solemne, grave, carece por entero de ligereza y sentido del humor. No sería capaz de escribir un epitafio como el que estampó otro poeta romántico, Lord Byron, ese sí dotado de humor y ligereza. Dice así, grabado en el pedestal de la tumba:

Cerca de este lugar

reposan los restos de un ser

que poseyó la belleza sin vanidad,

la fuerza sin insolencia,

el valor sin ferocidad

y todas las virtudes del hombre sin sus vicios.

¿Y quién era este portentoso amigo de Byron?

Sí, su perro Boatswain (Contramaestre), al que el poeta cuidó con esmero cuando enfermó de rabia “secando él mismo, con su mano desnuda, la baba que caía de aquel hocico abierto”. Hacía ya tiempo que anunciaba que quería ser enterrado con su perro. Cuando murió el animal el poeta declaró: “ahora he perdido todo, menos a mi amigo Murray”.~

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(Ciudad de México, 1942) es un escritor, articulista, dramaturgo y académico, autor de algunas de las páginas más luminosas de la literatura mexicana.


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