Ilustración: Hugo Alejandro González

Elias, Deneuve y la igualdad sexual

A la luz de movimientos como el #MeToo, es inevitable pensar que las relaciones entre hombres y mujeres están pasando por un importante cambio cultural. Los conceptos de Norbert Elias resultan útiles para comprender este tipo de transformaciones.
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En octubre de 2017 estalló “el caso Weinstein”: el productor, figura imprescindible del cine de Hollywood, fue acusado de acoso sexual por numerosas actrices. Sobre la marcha, miles de mujeres dijeron haber sido víctimas de violencia por parte de hombres. A través de las redes sociales y de los hashtags #MeToo y #balancetonporc, este movimiento de denuncia cobró una gran importancia. El 9 de enero de 2018 apareció un desplegado en Le Monde, firmado por cien mujeres, entre ellas Catherine Deneuve, que echaba gasolina al incendio. Las firmantes defendían “la libertad de importunar” como condición de la libertad sexual y denunciaban el regreso de un orden moral fundado, a la manera de la institución del matrimonio, en el consentimiento explícito. Otras voces advirtieron el regreso de una forma de censura, de naturaleza inédita, sobre las producciones artísticas. A su vez, estas críticas a los movimientos #MeToo y #balancetonporc fueron acusadas, en diversos grados, de querer silenciar un habla que por fin acababa de liberarse, y de hacerle juego a la dominación masculina.

Hasta donde sabemos, no se utilizó la sociología de Norbert Elias (Vratislavia hoy Breslavia, 1897-Ámsterdam, 1990) para aclarar los hechos y las controversias que han marcado estos últimos meses. Sin embargo, se trata de un pensamiento que permite renovar las coordenadas del debate conectando, sin confundirlas, la cuestión de la evolución de las desigualdades entre hombres y mujeres con lo que Elias llama la “civilización de las costumbres”. Esta designa un refinamiento progresivo y generalizado de las conductas basado en cierto nivel de represión de los afectos y las pulsiones, sobre todo de los más agresivos. Inicialmente impuesto por condiciones sociales particulares, este control se interiorizaría pronto hasta volverse inconsciente. Exteriorizar o rechazar la violencia depende entonces de lo que se autoriza o no según la posición que se ocupa en una configuración social siempre caracterizada por relaciones más o menos desiguales de dependencia recíproca entre los individuos y los grupos que forman. Elias insiste también en la centralidad de las relaciones de poder y en la necesidad de situarlas históricamente, puesto que es evidente que las relaciones entre los grupos evolucionan. Indica que la “distensión controlada” de las fuerzas –que remite a la liberación sexual y las maneras en que esta se expresa– presupone un alto grado de autocontrol y de dominio. Tanto como un progreso (hacia más igualdad) y más que una regresión (hacia un orden moral represivo), el movimiento #MeToo y sus continuaciones certifican la fragilidad de los códigos normativos que todavía deben ser reafirmados.

Proceso de civilización y relaciones de género

En su obra más conocida, El proceso de la civilización (1939), Elias estudiaba la transformación de las “costumbres” y las reglas de buena conducta en Europa desde el fin de la Edad Media. Por otro lado, su obra otorga una importancia central a la modificación de los equilibrios de poder –o de la balanza de los poderes– entre los grupos sociales. Elias une estos dos aspectos sin seguir un esquema causalista ni el marco de una teoría particularmente “optimista”, sino examinando la manera en que la vida pulsional y afectiva de los individuos depende de las instituciones políticas y sociales y de las influencias que se producen a cambio.

A largo plazo, los comportamientos públicos y privados habrían evolucionado para bajar del umbral del “asco” y la “molestia” y subir hacia más “reserva” y “pudor”. Esos cambios formarían parte de un movimiento menos visible: el desarrollo de autocontroles potentes y cada vez menos conscientes. Es una transformación de la “economía física” individual debida a una interdependencia creciente entre los grupos humanos, a su vez causada por la diferencia de las funciones sociales. En la segunda parte de El proceso de la civilización (“La dinámica de Occidente”), Elias une, de manera más precisa, la civilización de las costumbres a la génesis del Estado y a la monopolización de la violencia legítima de los territorios más vastos y más poblados que se veían relativamente pacificados en el plano interno. Mientras que el uso de armas era indispensable para la supervivencia del caballero, el recurso a la violencia física queda excluido de la competencia que libran los cortesanos: “Los modos de competencia se refinaron y sublimaron, la dependencia de los individuos en relación al detentador del monopolio impone a cada uno una mayor retención de sus manifestaciones emocionales.” Dicho de otro modo: en la sociedad previa al Estado, el guerrero no quería ser un hombre violento, pero estaba obligado a serlo. Los hombres y mujeres de la corte ni siquiera tenían la opción de elegir.

El autor considera la civilización como un proceso no programado de evolución interconectada, pero no necesariamente sincronizada, de las estructuras físicas y de las estructuras sociales. Este proceso se habría producido a lo largo del tiempo en el sentido de una disminución de los diferenciales de poder entre los sexos y las generaciones. El crecimiento de interdependencias funcionales explicaría también la difusión de modelos de comportamiento que se tenían por civilizados, en un principio distintivos de las élites, hacia capas sociales inferiores.

Comparados con los que dedica a la agresividad, los pasajes relativos a la sexualidad en el libro pueden decepcionar. En la primera parte, “La civilización de las costumbres” (en adelante CC), el capítulo titulado “Las relaciones sexuales” trata con mayor amplitud las relaciones entre sexos. Los especialistas subrayan que sería necesario que un texto dedicado a las transformaciones de estas relaciones completara la obra de 1939. Las relaciones entre hombres y mujeres habrían sido para Elias un “sujeto de predilección siempre”,

((Dominique Linhardt, “La généalogie d’un texte”, en Norbert Elias, “Les transformations de la balance des pouvoirs entre les sexes”, Politix, vol. 13, núm. 51, 2000, pp. 48-49.
))

 puesto que el siglo XX le parecía revolucionario en ese sentido. Aun así, son sobre todo sus discípulos quienes han profundizado en esos indicios al interesarse primero por la violencia conyugal.

((Bram van Stolk, Cas Wouters, Vrouwen in tweestrijd. Tussen thuis en tehuis, Deventer, Van Loghum Slaterus, 1985.
))

 Las anécdotas coinciden en que el material y las notas acumuladas por Elias sobre las transformaciones de las relaciones entre hombres y mujeres se perdieron: una mujer de la limpieza demasiado eficiente las tiró a finales de los sesenta.

En los años ochenta, Elias retomó in extremis sus estudios sobre este tema. “Las transformaciones del equilibrio de los poderes entre los sexos” (TEP) apareció en 1986 en un número del Kölner Zeitschrift für Soziologie und Sozialpsychologie dedicado a los estudios de género. El texto se centra en la evolución de los derechos de los esposos en el matrimonio al final de la República romana.

Un desvío para el matrimonio en Roma

La idea de Elias no es que la transformación de las sociedades hacia más igualdad entre hombres y mujeres tenga su origen último en un episodio preciso de la historia. Si Elias se interesa en la historia no es para defender la tesis de una evolución lineal a partir de una sumisión absoluta de las mujeres hacia su liberación total. Más que un retorno a Roma, el desvío por Roma es revelador de la distancia promovida por su sociología, los límites de su pertinencia, los méritos de su impertinencia, la prudencia y la libertad de tono del autor.

Elias parte del recuerdo de una pareja india con la que se cruzó en Londres. Aunque estaban hablando entre ellos, la mujer iba unos pasos por detrás de su marido. Elias ve en aquel gesto el símbolo “de eso que podríamos llamar ‘la desigualdad armoniosa’” (TEP) y compara esta desigualdad con la “terrible costumbre”, propia de algunas castas, que obligaba a las mujeres a seguir a sus maridos hasta la muerte. En cambio, el código característico de las clases medias y superiores en Europa denotaba una gran ambigüedad. Por un lado, las mujeres permanecían sumisas a la dominación de los hombres y, por el otro, “las buenas costumbres [imponían] a los hombres concederles presencia pública” a esas mujeres. Según Elias, ese código ambiguo, que se mantuvo al menos hasta el siglo XIX, indica un diferencial de poder bastante menor que en el caso de las esposas indias y de las chinas de los pies vendados; es el signo de que las europeas sabían “ya” defenderse, pero de que no siempre había sido así.

Fiel a su costumbre, Elias presenta el problema de un modo desencantado muy estimulante. Lo que debe interesarnos no son los orígenes de las desigualdades entre hombres y mujeres, como si la igualdad fuera normal (históricamente, no lo es en absoluto), sino las condiciones sociales que han permitido la transformación de las relaciones entre los sexos hacia una menor desigualdad. En la República tardía, identifica un empuje “sorprendente” (TEP) en favor de una relativa igualdad de los derechos en el matrimonio. Aunque hubiera desaparecido con la invasión y el desarrollo de la iglesia cristiana, dejó trazas que también hay que explicar.

Antes de este avance, y también después, el matrimonio estaba relacionado con la adquisición de una mujer mediante la compra (a la que se refiere el kauf germano) o el rapto (como el de las Sabinas). En Roma, durante mucho tiempo, la mujer casada era propiedad de su marido, como los hijos de la pareja. Si era abandonada, no tenía ningún recurso. Retomando una idea clave de El proceso de la civilización, Elias explica ese estado de extrema inferioridad de las mujeres por el hecho de que en la sociedad romana preestatal las cualidades más valoradas, y por tanto las más importantes en el plano funcional, eran la fuerza física y las aptitudes para el combate (TEP). Por eso las mujeres ocupaban la posición típica de los outsiders y de ahí que las mantuvieran los establecidos, es decir, los hombres de clase superior. Hasta mediados o incluso finales del siglo II a. C. las mujeres ni siquiera tuvieron una existencia autónoma. No se les daba un nombre propio. Se les prohibía tener posesiones, pedir el divorcio o beber vino. Hasta que se casaran estaban bajo la tutela de su padre, o de otro hombre de la familia. Después, la autoridad se legaba por completo al marido. Más adelante, hay textos que dan testimonio también de la posibilidad de formar otro tipo de matrimonio sin la transmisión del padre hacia el marido de la autoridad sobre la mujer.

La transformación no fue deliberada ni estuvo exenta de choques. La cuestión de la condición de las mujeres en la sociedad romana dividió profundamente a los hombres, menos ocupados por la guerra después de la victoria final en Cartago. Son primero las costumbres, no el derecho, las que traducen una mutación profunda de la sociedad: las hijas comienzan a participar en la educación de sus hermanos y se deshacen de las tareas domésticas que constituían el horizonte de la matrona. En segundo lugar, y muy importante, en adelante, una mujer casada podía poseer bienes y, aunque todavía se les imponía a las chicas un marido, el divorcio, que siempre había sido una operación simple e informal para los hombres, lo es también para las mujeres. Pueden escoger a su segundo esposo, y a sus amantes. A propósito del amor de Catulo por Clodia, o de un joven poeta enamorado de una mujer casada de condición superior, Elias evoca el amor cortés que, ya en Roma, contribuye a agrandar “la paleta de las emociones” –la música y la poesía lo atestiguan– y a elevar el nivel de autodisciplina en las relaciones entre hombres y mujeres.

Esta forma de emancipación, por otro lado, refuerza la distancia entre los sexos. Las mujeres casadas se identifican más con su linaje que con el de su marido y forman un grupo con sus propias reglas. Elias cita a Apiano de Alejandría, que cuenta un episodio iniciador de guerras civiles romanas en el siglo I a. C. durante el cual varias damas nobles lideradas por Hortensia, hija de un ilustre orador, se rebelaron públicamente contra los triunviros Octavio, Lépido y Marco Antonio. Se rebelaban contra la voluntad de los dictadores de desposeerlas de sus bienes para castigar a sus padres y esposos a pesar de que ellas, a diferencia de ellos, no estaban inscritas en las tablas de proscritos. Dicho de otro modo, las outsiders dejaron de aceptar la imagen de sí mismas que les imponían los establecidos. Aunque el relato, escrito dos siglos después, es en parte ficticio, la narración dice mucho de la independencia ganada por estas mujeres y sus límites, puesto que la emancipación económica y moral de las romanas de la nobleza no se tradujo políticamente.

El Estado y el derecho, condiciones sociales de la emancipación

Quedan por explicar las razones de la disminución de la desigualdad de poder entre los sexos en Roma. Elias da una primera explicación en la que pone por delante el desarrollo de la ciudad en un cuasi-imperio. La clase senatorial ya no estaba compuesta por campesinos guerreros, detentaba los más altos cargos civiles y militares, y poseía grandes terrenos. En una palabra, los hombres de la aristocracia se habían hecho lo suficientemente ricos como para renunciar a su derecho sobre la mujer casada y sobre lo que poseía. Elias ofrece ahí una tesis complementaria a la que prevalece en otros textos y que pone por delante la importancia de la ruptura del equilibrio de las fuerzas. Aunque es lógico que la paz y la prosperidad favorezcan el declive de las preocupaciones ligadas a la supervivencia, y el refinamiento de la civilización, lo más frecuente es que no lleven por sí mismas a la reducción de las desigualdades. Al tratarse de sociedades industriales avanzadas, Elias adelanta que su democratización “funcional” e “institucional” a comienzos del siglo XX se debe ante todo al hecho de que los trabajadores han llegado a representar una fuerza social que los empuja a reconocerles el lugar que les había sido negado.

(( Qu’est-ce que la sociologie?, La Tour d’Aigues, Éditions de l’Aube, 1991, reed. Pocket, p. 76 y ss.
))

 El modelo asociado con la edad de oro del capitalismo (1945-1973) comenzó entonces en periodos oscuros, después de la Gran Depresión en los Estados Unidos y en el contexto de la Segunda Guerra Mundial, cuando los líderes ya no pueden prescindir del apoyo de las masas y las mujeres.

Hay una segunda explicación que remite, de manera más clásica, a las tesis de El proceso de la civilización y al papel del Estado. Elias destaca la importancia de las administraciones estables en la República romana pacificada, capaces de hacer respetar la ley, y las decisiones de la justicia de garantizar la seguridad de bienes y personas y de proteger a la esposa de su marido (TEP).

A pesar de que la igualdad jurídica en el matrimonio no significa la igualdad en otros terrenos, permitió a las mujeres convertirse en individuos. De ahí estos retratos de mujeres independientes y seguras de sí mismas que desaparecieron con las invasiones, la erosión del monopolio de la violencia y el regreso del gobierno de los hombres fuertes. Las costumbres relativas al disfrute de bienes por parte de las mujeres y al libre consentimiento en el matrimonio fueron integradas en el derecho romano, sobrepasando las disposiciones legales en vigor en bastantes sociedades contemporáneas. Los emperadores cristianos tuvieron que esforzarse para deshacer el trabajo y para hacer más duras las restricciones al divorcio. Nunca se regresó pura y simplemente al estado anterior al empuje de la República. Entre otras cosas, porque el derecho, romano y canónico, ha mantenido un registro, contribuyendo –como la Antígona de Sófocles, la Clodia de Catulo y la Hortensia de Apiano de Alejandría– a escribir en líneas discontinuas la historia de las transformaciones de la condición femenina.

Valores y normas, naturaleza y cultura

Elias parece interesarse más por las sensibilidades que por los valores. También escribe más fácilmente sobre “códigos” que sobre normas (al menos en el sentido jurídico). En el texto sobre el matrimonio en Roma, concede una nota importante a la noción de “norma”, pero su propósito principal es restaurar su carácter procesal y práctico. Lo que el sociólogo sugiere, en todo caso, es que la inscripción en las costumbres y en los hábitos de lo que llamamos valores –se trate del respeto a la vida, del derecho a disponer del propio cuerpo o de la igualdad entre hombres y mujeres, todos situados sociohistóricamente– no sucede en primer lugar a través de leyes e instituciones, sino de forma gradual, incluso provisional, a través de esos valores. Elias no confunde en absoluto valores y normas, pero no los estudia como tales sino que teme verlos cosificados. Por la misma razón no podría estar de acuerdo con la idea de su completa heterogeneidad o de una frontera entre unos y otras. Para matizar una propuesta de Olivier Roy a propósito de la lucha contra las violencias ejercidas sobre las mujeres (“La nature a remplacé la culture comme origine de la violence” en Le Monde), si bien es verdad que “el Estado produce normas, no valores”, al producir hoy nuevas normas en relación a esas violencias, el Estado puede precisamente contribuir a moldear los valores de mañana también a través de la amenaza de la sanción penal. Otra cuestión, política, es saber si le corresponde más al sistema educativo hacerlo.

En Elias este constructivismo social casi absoluto se basa en la crítica sistemática de los modos de pensar fundados en categorías antitéticas como naturaleza y cultura, individuo y sociedad, estructuras e historia: oposiciones tan fijas que las juzga poco realistas. Recuerda que esas nociones son constructos sociales, históricamente variables. Elias fue uno de los sociólogos más interesados de su tiempo en el cuerpo y en las características fisiológicas del ser humano. Consideraba que la autonomía de la sociología en relación con la psicología y la biología solo podía ser relativa, puesto que “los hombres juntos” (y las mujeres) que interesan a la primera son también individuos (a pesar de vivir juntos, y por eso mismo) y que unos y otros tienen un cuerpo. Sin embargo, elegir una pareja, dar a luz, vivir y morir son para los humanos experiencias aprendidas, y decir que Elias rechazaba las explicaciones fundadas en la naturaleza de los instintos es quedarse corto.

Como resultado, la sociología de Elias está igualmente obligada a deconstruir las explicaciones basadas en la cultura, para hacer eco de la división que se usa cuando se trata de explicar los orígenes de la violencia contra las mujeres. En el fondo, decir que un agresor lo es en primer lugar porque es hombre o porque es árabe (como se dijo después de las agresiones sexuales de Nochevieja en Colonia en 2016) es cometer el mismo error: reducir a los individuos a esencia o a entidades inmutables más que a las condiciones históricas de su existencia social. En los dos casos, es equivocarse.

La delicada cuestión del progreso

El malentendido normativo ha hecho mucho daño a la recepción de los análisis de Elias.

((Nathalie Heinich, La sociologie de Norbert Elias, París, La Décou- verte, 1997.
))

 En 1939, hablar de civilización se prestaba a la crítica. Aunque Elias insiste desde el principio de El proceso de la civilización en que los términos “civilizado” y “no civilizado” no pueden ser opuestos como bueno y malo, su teoría no ha dejado de ser criticada como una teoría etnocéntrica del progreso que peca de optimista. Elias destaca en cambio el carácter reversible de los procesos que saca a la luz y su lado oscuro. La represión de las pulsiones existe sin duda en toda sociedad, pero, en cierta manera, el desplazamiento de los conflictos al interior del individuo, que lo vive como una “lucha interna”, inquieta al sociólogo. Más exactamente, en los años treinta, identifica varias bifurcaciones posibles.

El proceso de civilización es, de hecho, irreductible a la progresión y al refuerzo cuantitativos de los autocontroles. Tomando como ejemplo el baño en la playa, Elias indica que la “liberación controlada de restricciones” –poder desnudarse en una playa– corresponde a un nivel de civilización más avanzado que el de tener que proteger a cualquier precio la intimidad de las miradas:

En realidad, esos cambios, así como la práctica universal de los deportes por parte de hombres y mujeres, presuponen un alto control de las pulsiones. Puesto que nuestras costumbres deportivas y de baño, las libertades que nos concedemos –en relación a fases precedentes–, son la marca de una sociedad en el seno de la cual la mayor moderación se da por sentada, y los hombres y las mujeres tienen la seguridad de que un fuerte autocontrol y reglas estrictas de etiqueta limitan la iniciativa de las personas. (CC)

Sin embargo, esta no es la única orientación posible para la continuación del proceso. El sentido de la inquietud del sociólogo es este:

Podemos detectar, en este siglo nuestro, algunos signos que parecen anunciar una progresión hacia formas más severas todavía de rechazo impuesto desde el exterior a las pulsiones; […] en nuestra sociedad hay medios que sueñan con instaurar un régimen de regulación y cuotas emocionales que excedan con creces las normas del pasado e impongan al individuo, por medio del condicionamiento, frustraciones y transformaciones de las pulsiones cuyas consecuencias para la manera de ser de las generaciones futuras son imposibles de prever. (CC)

Elias precisa:

Como el resto de manifestaciones de las pulsiones, la sexualidad –no solo la de la mujer, también la del hombre– se ve cada vez más empujada a un “enclave” determinado, el matrimonio socialmente sancionado. (CC)

De Gainsbourg a Maggie Nelson, censura y autocensura

Es delicado actualizar un mensaje lanzado en los años treinta. Nos guste o no, la tribuna “Deneuve” plantea la cuestión de la regresión en relación a una forma de libertad moral y de expresión que habría prevalecido un tiempo. Una breve mirada atrás a través de un ejemplo digresivo que toca un tabú que de otra manera sería incontestable como es el adulterio, y sancionado penalmente, puede ser esclarecedora, al menos para precisar cómo se pueden comprender algunos aspectos de la civilización de las costumbres en el sentido de Elias. Pensemos en la canción “Lemon incest” de Serge Gainsbourg, que salió en 1984 y que Gainsbourg interpreta con su hija Charlotte, de trece años. “El amor que nunca haremos juntos” impactaba deliberadamente, como un juego espléndido y peligroso con la norma, pero que la respeta y la recuerda. Es un bello ejemplo de la “liberación controlada de restricciones” y, al mismo tiempo, de la sublimación de esa liberación de esa restricción.

Más de veinte años después de su muerte, Gainsbourg es considerado un genio, se le ha perdonado. Parece en cambio improbable atreverse a cantar algo así hoy. Sin duda porque diversos hechos y procesos –cuyo eco revela una mayor sensibilidad hacia el maltrato en la infancia– han recordado que la norma y la restricción no son respetadas por todos. La toma de conciencia tras el caso Dutroux en Bélgica de que la violencia contra los niños y su explotación sexual tal vez no aumenten pero permanecen en una sociedad tenida como civilizada impone de manera inequívoca una mayor reserva en la evocación del incesto y de la pedofilia. Es difícil ver en esta contención el signo de una regresión hacia el puritanismo.

Obviamente, hay más intolerancia hoy que ayer con respecto al tratamiento de ciertos temas. Reírse de Auschwitz (o incluso escribir estas palabras, después de haber releído el sketch humorístico de Desproges) o cantar a la poesía de las “penas infanticidas”(como en la canción de Gainsbourg “Ballade de Johnny Jane”) se ha convertido en algo difícil de imaginar, como si los que lo intentaron hubieran sobrestimado el carácter civilizado de su época y nosotros fuéramos más lúcidos. Más que un retorno de la censura, se atestigua una progresión de la autocensura. También destaca la naturaleza socialmente aceptada de la “liberación controlada” de los años setenta y ochenta, que inicialmente se refería a las élites. En cambio, el fenómeno del #MeToo, que surgió en Hollywood, ha permitido liberar el habla de mujeres salidas de medios con fama de “difíciles”, para las que es menos evidente ser libres que para Catherine Deneuve (lo que no significa que lo sean menos).

El aire de los tiempos no es tan amenazador para la libertad de expresión como algunos pretenden. Un ejemplo entre otros: en enero de 2018, la crítica saludaba la aparición en Seuil de la traducción francesa de Los argonautas, el libro de no ficción de la poeta y ensayista estadounidense Maggie Nelson. La autora abre con una declaración a su marido, en la que narra de manera cruda una escena de sexo que la describe con “la cara estampada contra el suelo de cemento”. Que Harry Dodge, marido de Maggie, naciera mujer no cambia mucho la historia. Desde luego no se trata de una novela popular, pero a diferencia de las canciones de Gainsbourg o de los sketches de Desproges, la voluntad de provocar parece ausente. Sea como sea, es una alegría que Maggie Nelson haya podido escribir y publicar su libros, y que no se pueda leer en ellos ninguna justificación de las violencias sexuales ejercidas sobre mujeres.

Una civilización que se está haciendo

No respondemos a la pregunta de saber si, tras el escándalo Weinstein, asistimos a un avance decisivo para la liberación de las mujeres y la igualdad entre sexos o, más bien, a la vuelta de un orden moral exageradamente represivo. Por otro lado, el reequilibrio de los controles de comportamiento en favor de restricciones externas –a través de la ley, la prensa o las redes sociales– plantea desafíos, así como la naturaleza escindida de las posiciones adoptadas. Como diría Elias, la civilización no está completa en este punto. En la mejor de las hipótesis, se está haciendo. Sobre este tema, Cas Wouters escribió esto:

La ola de protestas que se expresan a través del movimiento #MeToo y que se dirige potencialmente contra toda forma de intimidación sexual ha roto la ley del silencio que recubría estas prácticas. Ha destruido la principal barrera protectora de este régimen –la vergüenza interiorizada de las víctimas, resultado de su humillación– y pone bajo presión las normas sociales que caracterizan estas experiencias favoreciendo los sentimientos de cólera, de indignación y de injusticia más profundos y más fuertes que la vergüenza. Estos sentimientos no son, como antes, reprimidos casi automáticamente por la vergüenza, ahora es la vergüenza la que se ve en ellos reducida al silencio.

((“Informalization and emancipation of lust and love: integration of sexualization and eroticization since the 1880s”, en Michael Dunning, Cas Wouters, On the long-term process of civilization and informalization, de próxima publicación en Palgrave Macmillan.
))

Hay un antes y un después de Weinstein. Pero la propuesta debería entenderse casi en sentido literal. Más allá de la personalidad concernida, el episodio #MeToo no era inevitable ni fortuito. Es el producto de una revolución de las relaciones de poder entre los sexos y de una evolución paralela de las sensibilidades. Las dos hacen insoportables y expresables las violencias contra las mujeres. Sería bueno recordarlo, puesto que nada permite pensar que las transformaciones a las que han contribuido #MeToo y #balancetonporc sean un logro ya adquirido. Si hay una lección eliasiana, asumiendo más bien la parte de normatividad, esta consiste en recordar que las características de nuestras sociedades, tenidas como progresistas, están condicionadas histórica y socialmente. Según Elias, ignorar esta realidad contribuye mucho a fragilizar el progreso. En el fondo el mensaje está claro: no somos tan civilizados como creemos, no hay que olvidar de dónde venimos. ~

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Traducción del francés de Aloma Rodríguez.

Publicado originalmente en La Vie des Idées.

 

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es doctora en ciencias políticas y sociales. Desde 2015 dirige el Centro de Investigación sobre Ciencia Política de la Universidad de Saint-Louis, en Bruselas.


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