El regate Pradera

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La grandeza de un personaje se mide en dos escalas. La primera, tangible y mensurable, lo compara a sus contemporáneos. La segunda, en buena medida evanescente y discutible, lo enfrenta a quienes lo antecedieron y, sobre todo, a quienes lo sucedieron, e intenta medir la huella que dejó. En el deporte, donde los ejemplos son más fáciles, Dick Fosbury ganó una medalla de oro en salto de altura; Pelé, tres mundiales; y la Checoslovaquia de Panenka, una Eurocopa contra pronóstico. El caso de Fosbury es quizá de los más evidentes, ya que su ejemplo en México 68 enterró el salto de tijera y consagró el “Fosbury Flop” como el único camino a las medallas y los récords. Dos años más tarde, también en México, Pelé protagonizó dos jugadas geniales nunca antes vistas. En un partido de la primera fase contra Checoslovaquia, aprovechó un balón suelto en el centro del campo para largar un impresionante chut que superó al adelantado portero rival, que solo pudo seguir el arco descendente de la pelota con la mirada, como los miles de fascinados espectadores en el campo y los millones que han visto la jugada repetida, para ver cómo se perdía por apenas un palmo a la derecha de la portería. Unos días más tarde, en el partido de semifinales contra Uruguay, al encarar en un mano a mano al portero, el brasileño amagó con el cuerpo sin llegar a tocar el balón; él pasó por la derecha del meta y el balón por la izquierda, y tras rodearle llegó a la pelota con el tiempo justo de tirar a puerta. La pelota lamió el poste y se fue fuera. Ninguna de las dos fue gol, pero aún generan incredulidad y asombro. Pelé demostró ser el mejor de su época ganando tres mundiales, pero su talla histórica descansa en igual o mayor medida en esos dos no goles. En el caso de Antonín Panenka, su genial lanzamiento del último penalti en la tanda que decidió la final de la Eurocopa de 1976, esperando con una sangre fría espeluznante a que Sepp Maier, el mítico portero alemán, se lanzara a un lado para marcar con un toque suave y centrado, tapó en buena medida el éxito de su selección.

En el mundo de la edición todo, o casi todo, es evanescente y discutible, pero poca duda cabe del peso de Javier Pradera, de cuya muerte se cumplen cinco años, en su época, un periodo que se extiende desde comienzos de los años sesenta hasta finales de los ochenta y que abarca un fugaz paso por Tecnos, un decisivo aprendizaje en el Fondo de Cultura Económica con Arnaldo Orfila, el esplendor de Alianza y el pupilaje a media distancia de Siglo XXI y Taurus. Más difícil de evaluar es su huella, su legado, la validez y vigencia de su ejemplo, pero merece la pena hacer un esfuerzo y buscar en su trayectoria las fintas, los amagues, los remates que aún hoy día nos esforzamos en imitar quienes nos dedicamos a la edición de libros; algo que podamos bautizar, por ejemplo, el “regate Pradera”, a la altura del penalti de Panenka, el salto de Fosbury o los dos no goles de Pelé.

Quizá lo más impactante visto desde ahora sea el interés y la importancia que Pradera siempre dio a la comunidad de la lengua, a la dimensión americana de la edición en español. Algo aprendido sin duda durante sus años en el FCE, editorial mexicana creada por españoles, dirigida por un argentino y con sólidas filiales por toda América. Los editores españoles de posguerra –con la salvedad quizá de Aguilar, que conocía bien esos mercados–, han sido incapaces de establecer una relación acertada con lectores y colegas del otro lado del Atlántico; lo habitual era ignorarlos con una mezcla de condescendencia y miedo. La aparición de grandes grupos con presencia en todo el ámbito de la lengua ha cambiado el panorama, pero sobre todo lo han hecho la reciente crisis del mercado español y la creciente importancia del latinoamericano. Una editorial que solo tome en cuenta las librerías españolas está condenada al fracaso.

La necesidad de ampliar el público al que se dirige la oferta editorial tiene que ver con otra de las características de la edición según Pradera: el equilibrio entre valor de uso y valor de cambio de los libros, entre la dimensión cultural de una editorial y su dimensión empresarial. Como empresas, las editoriales han de ser viables, pero no deben olvidar que no son una especialidad del mundo empresarial, sino una variedad del mundo cultural. Y en una sorprendente aplicación de la antikeynesiana economía de la oferta, Pradera sostiene además que la oferta del editor debe jugar un papel activo, al fin y al cabo, su oferta de hoy generará la demanda de mañana. El pesimismo acerca de la supervivencia de este tipo de edición que tiñe buena parte de los textos que escribió sobre el tema se ve matizado por una premisa teórica que él mismo se ocupa de expresar: “nada peor que proyectar sobre el futuro las malas experiencias de gentes formadas en el pasado”; y una comprobación factual que también admite: el hecho de que editoriales grandes y pequeñas continúan surtiendo a las librerías de títulos cuyo valor de uso es mucho mayor que su valor de cambio.

Ese difícil, casi imposible, equilibrio entre cultura y negocio, contradicción fundamental del sector editorial, es quizás el gesto más distintivo del regate Pradera. Esa aporía, cómo ganar dinero publicando libros buenos, que un editor ha de afrontar año tras año, provocaba en Pradera cierta añoranza de un modelo como el del FCE, “arquetipo de una industria cultural constituida como fideicomiso o fundación bajo control público y movida por criterios que van más allá del afán de lucro”. Esos criterios, que en otro lugar define como un “mínimo proyecto cultural, utilizando el término ‘proyecto’ en sentido débil y con el significado megalómano de transformar el mundo”, lo llevan en un momento de desánimo comprensible, tras su salida de Alianza, a plantear la necesidad de que el Estado proteja la dimensión cualitativa de la oferta de editores vocacionales dirigida a sectores minoritarios de la sociedad. El artículo “Del ocio al negocio” publicado con motivo de la Feria de Frankfurt de octubre de 1991 termina así: “No se trata de poner en duda la eficacia del mercado para una buena asignación de los recursos escasos. Tampoco cabe olvidar la tendencia del sector público al despilfarro, ni los peligros de un intervencionismo estatal siempre propenso a las discriminaciones o a la censura. Sin embargo, la difusión extensiva de la lectura a zonas antes funcionalmente analfabetas no debería implicar la desaparición de una producción intensiva cuya supervivencia está amenazada por las exigencias del mercado. Hasta los defensores más ortodoxos del liberalismo económico dejan espacio a los bienes públicos. Que la industria editorial especializada en promociones masivas trate de dar salida a sus productos en tanto que simples mercancías no es incompatible con que el Estado otorgue una protección selectiva, fundamentalmente a través de las adquisiciones bibliotecarias, a esa edición de calidad que dispone de lectores desde hace décadas pero que necesita algo más que el mercado para sobrevivir.”

¿Qué era un editor para Pradera? Afortunadamente dejó una descripción bastante clara: alguien que presentaba un interés selectivo en sus preferencias como actor racional a favor de la difusión del conocimiento y de la cultura; la capacidad de allegar y organizar recursos; un mínimo proyecto cultural; la capacidad de armonizar sus gustos personales y las líneas generales de ese proyecto con la demanda social no solo actual sino también potencial; el talento para discriminar y seleccionar entre la oferta existente, es decir, para apostar por autores, tendencias y géneros; la imaginación suficiente para hacer llegar esa oferta mediada por su catálogo a una demanda seleccionada por su proyecto; y por último saber administrar los recursos humanos y materiales a su disposición para hacer viable y perdurable su empresa.

Con un optimismo que intentaba no nacer exclusivamente de la voluntad, Pradera afirmaba que ese tipo de editores podían seguir existiendo pese a un entorno cada vez menos favorable. Una vez más, tenía razón. Las ruedas dentadas del mercado, los engranajes empresariales y la preponderancia de consideraciones cortoplacistas, el “momento empresarial” del que tanto habla, producen un entorno hostil, pero el propio Pradera aprendió de joven a rechazar las leyes de hierro de la historia y a valorar el papel del individuo. Sigue habiendo hueco para editores que apuesten por el valor de uso, por la dimensión cultural, por editar para una minoría, y para editoriales que los amparen. Y cada vez que uno de ellos publica un libro al que ha llegado por un contacto azaroso, que no habría visto la luz de no haber pasado por sus manos, que no aspira solo a satisfacer una demanda inmediata, sino a formar, quizá, una demanda futura, está ejecutando con limpieza y elegancia una versión contemporánea del regate Pradera. Quizá no acabe en gol, pero seguro que arranca en la tribuna el aplauso entregado de los entendidos. ~

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Miguel Aguilar (Madrid, 1976) es director editorial de Debate, Taurus y Literatura Random House.


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