Bruja sin brida

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“Creo que me interpretaba fragmentariamente, lo cual es peor que no interpretarme en absoluto”, escribe Leonora Carrington en Memorias de abajo (Siruela, 1995) y anticipa la dificultad para clasificarla o ponerle un adjetivo. La pintora, escultora, dibujante y escritora mexicana nacida en Inglaterra hace cien años trazó en su obra pictórica y literaria un autorretrato deforme para el ojo corriente. Encajada en el movimiento creado en torno a la figura de André Breton, Carrington decía que más que surrealista se consideraba “autora de otra realidad”: la suya, conformada por su rebeldía, su talento y una sensibilidad especial para tratar con los animales y lo esotérico.

Sobre el lienzo, esa visión de sí misma aparece en los primeros cuadros. En La posada del caballo del alba, por ejemplo, ya están los elementos que la obsesionan: un caballo de juguete, otro de carne y hueso, una hiena y ella misma. “Temo caer en la ficción, veraz pero incompleta”, dice en el relato de su paso por un sanatorio mental de Santander, donde llegó procedente de Francia después de que los nazis se llevaran a su amante, el artista Max Ernst, a un campo de concentración. “Mi estómago era el lugar donde se asentaba la sociedad”, cuenta de los vómitos que se provocaba con agua de azahar porque creía que purificar su cuerpo era el primer paso para limpiar el mal de su entorno.

“Pensé que Franco no podía ser peor que Hitler”, dijo de su decisión de irse a España, de donde partió rumbo a Portugal para hacer escala e ir a Sudáfrica, donde su padre le había buscado un manicomio de lujo. Nunca llegó: en Lisboa se zafó de sus vigilantes y fue a la embajada de México, donde la esperaba Renato Leduc, con quien se casó para poder huir con él. Se divorciaron al poco tiempo y ya en la Ciudad de México se volvió a casar con el fotógrafo húngaro Emerico “Chiki” Weisz, con quien tuvo dos hijos. Uno de ellos, Gabriel, organizó la Fundación Leonora Carrington, con el objetivo de catalogar la obra de su madre, que se encuentra esparcida por el mundo, algo que aprovechan los falsificadores para vender cuadros que nunca pasaron por la alquímica mano de la Carrington.

El toque mágico lo aplicaba a todo. “La recuerdo siempre en la cocina, moviendo el mole, al que ponía mucho chocolate. Parecía una de las brujas de Macbeth.” Así recordaba Elena Poniatowska a su amiga, sobre la que escribió Leonora (Seix Barral, 2011), una biografía novelada que le valió el Premio Biblioteca Breve. Esa comparación si es casual es milagrosa pues Carrington nació en Lancashire, tierra que quemó a sus magas en un juicio que aún se recuerda, el de Pendle, y la experiencias contadas por Leonora con caballos, serpientes, ovejas y niños que se le aparecían en las ramas de los árboles pidiéndoles ir con ellos recuerdan más a una de sus malogradas compatriotas que a la niña Alicia que nos legó Lewis Carroll. Porque la excepcionalidad de su carácter no desapareció al estirarse sus rodillas: Carrington no entró en el carril ni se hizo más obediente cuando abandonó la infancia. Y tanto se rebeló que Europa la acabó escupiendo, como hizo con la pintora Remedios Varo o la fotógrafa Kati Horna. Juntas se las conoció como “las tres brujas”, tres mujeres demasiado libres para un continente en guerra.

Carrington no admitía órdenes, ni de niña ni de anciana, ni aceptaba concesiones: en una de sus últimas entrevistas se la ve rechazar que le enciendan el cigarro: “Prefiero hacerlo yo misma”, dice seca y contundente. También se la ve contestar parca e incómoda. Poniatowska, que pasó años con ella recabando información, dice que no le gustaba entrar en detalles muy personales ni hablar de política, aunque asegura que su amiga era feminista. “Cuando crezca voy a rasurarme la cabeza y embarrarme la cara con tu aceite para el cabello para que me salga barba”, le replica la niña de la novela a su padre cuando este le dice que la educación de un hombre y una mujer tienen que ser diferentes.

“¡No quiero complacer! ¡No quiero servir té! ¡Lo único que quiero en la vida es ser un caballo!”, responde Leonora, poniendo de manifiesto su libertad y su filia por los equinos, a los que plasmó cientos de veces en relatos y cuadros y sobre los que montó siendo niña, de noche y a pelo, para correr a su par y ser uno de ellos. “Todos somos caballos”, dejó escrito, aunque a ella nunca fuera posible ponerle brida. ~

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