Es el racismo, estúpido

No existe una correlación entre el desempleo y los problemas económicos y el voto a partidos populistas de ultraderecha.
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Ofenderse es un proceso que en muchas ocasiones no requiere de una ofensa real: ser víctima es a veces fácil, solo es necesario sentirse víctima. Como ocurre con muchos de los votantes de líderes populistas, desde Trump a Marine Le Pen, su resentimiento suele ser consecuencia de la percepción de un daño, o de una ofensa, más que de un daño u ofensa real. La clave está en la percepción, y no en la realidad.

Hay muchos perdedores que lo han sido siempre. Sin embargo, cuesta creer que un sector demográfico con un 4% de desempleo, como es el de los varones blancos estadounidenses, principal sustento electoral de Trump, pueda hablar de victimización; cuesta más aún pensar que un colectivo tan históricamente privilegiado pueda considerar que es la victoria de un negro, el hecho de que sea negro (porque es lo que realmente les provoca ansiedad, y no sus políticas), la causa de sus problemas. Se ha reflexionado mucho sobre las causas materiales detrás de los movimientos populistas porque decir simplemente que hay xenofobia, racismo y chovinismo suena fácil y simplista.

En un completo artículo en Vox, el periodista Zack Beauchamp analiza el surgimiento de partidos de ultraderecha en Occidente y llega a la conclusión de que no existe una correlación entre desempleo y problemas económicos y el voto a partidos de ultraderecha. Tampoco encontró correlación entre problemas económicos y xenofobia. El Brexit en Gran Bretaña recibió apoyos en lugares pobres como Hull y en ciudades ricas como Runnymede. Varios estudios demuestran que no hay una diferencia estadística significativa en el voto del Leave entre pobres y ricos. Los verdaderos perdedores de la globalización no son los que votan a Trump, Le Pen y Alternative für Deutschland. Los votantes de partidos y líderes populistas suelen ser pequeños propietarios de clase media y la pequeña burguesía que ha perdido su hegemonía histórica. Es una cuestión cultural, la sensación de haber perdido el estatus de colectivo dominante. Beauchamp concluye que se trata de la hipótesis más sencilla: una combinación de xenofobia, racismo, tendencias autoritarias y dogmatismo religioso.

El psicólogo social Jonathan Haidt escribe que los avances de minorías pueden despertar tendencias autoritarias de la población que pierde su hegemonía. Un paper de Nicholas Valentino y Ted Brader, de la Universidad de Michigan, demostró que la victoria de Obama había convencido a muchos blancos de que el racismo había acabado, lo que les hizo más críticos con las medidas de discriminación positiva. La victoria de un presidente negro tuvo “el efecto paradójico de aumentar el resentimiento racial” en los blancos, que se vieron con más derecho a criticar a los negros, que consideraban ya integrados.

Algo similar ocurre con Hillary Clinton. Su candidatura a la presidencia ha despertado un machismo que es posible que aumente si llega a convertirse en presidenta. Muchos hombres ven amenazante una mujer con ambición, porque supone mayor competencia. Las victorias de Obama y Clinton tienen un alto componente simbólico, pero en la práctica pueden resultar contraproducentes.

Los votantes de Trump creen que Estados Unidos es víctima de la llamada dictadura de la corrección política. Piensan que Estados Unidos se ha convertido en un país mojigato e hipersensibilizado, y que se ha extendido una cultura de la ofensa: ya no se puede decir lo que se tiene que decir. Pero son ellos los protagonistas de esa cultura de la ofensa. Los racistas y machistas que no admiten serlo son también políticamente correctos. Nadie admite abiertamente que es racista. Lo verdaderamente políticamente incorrecto sería que los votantes blancos de Trump admitieran que lo que les frustra es que los negros, los inmigrantes y las mujeres hayan obtenido los derechos que les habían sido negados históricamente.

La solución no parece material, lo que produce una sensación de impotencia. La opción de intentar comprender el supuesto sufrimiento de colectivos que se encuentran en una posición privilegiada resulta complicada. La única solución parece la que Julio Caro Baroja propuso para acabar con el terrorismo en País Vasco: enviar trenes llenos de psiquiatras.

Lo políticamente incorrecto sería admitir que la sensación de olvido y pérdida de hegemonía de la población blanca no es más que la muestra de que la sociedad ha cambiado, cultural y demográficamente. Y que si eres un racista y un misógino, el problema lo tienes tú.

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Ricardo Dudda (Madrid, 1992) es periodista y miembro de la redacción de Letras Libres. Es autor de 'Mi padre alemán' (Libros del Asteroide, 2023).


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