Tom Petty y nuestro sitio en el mundo

Tom Petty, recién fallecido, fue un trovador reflexivo y dulce, un rocanrolero con garra, un blusero despiadado y también un observador social jamás estridente.
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 Para Dolores, por supuesto.

Hace apenas dos meses, en agosto, quien esto escribe y su amigo León Santillán –un paisano que echó raíces en Texas– fantaseábamos con lanzarnos a Los Ángeles para escuchar en septiembre, en el Hollywood Bowl, a Tom Petty and the Heartbreakers. El cantante y guitarrista celebraba 40 años de ejercicio rocanrolero y se decía que esta gira, de 53 conciertos sembrados a lo largo de seis meses, podría ser la última. Sucedieron muchas cosas, no nos pusimos de acuerdo y se nos escaparon los tres conciertos que Petty dio en el foro californiano. El 2 de octubre nos sacudió con la pésima noticia de la crisis cardiaca del rompecorazones; maldita paradoja. Incubé esperanza por horas, pero al final del día la muerte de Petty se hizo oficial.

Seguí paso a paso su carrera desde que, a los 16 años, me flechó Damn the torpedoes, su tercera producción, realizada con Jimmy Iovine; una suerte de escape juvenil en la mejor tradición del primer Bruce Springsteen y su E Street Band. Petty cantaba de todo lo que importaba entonces, y sigue importando ahora: la libertad, las mujeres, la experiencia, la lluvia, el asombro, la búsqueda incansable de nuestro sitio en el mundo.

Fue un cantautor quintaesencialmente estadounidense; insisto: en la línea de un Springsteen, o de un contemporáneo suyo como John Mellencamp. No se entiende el sonido de Petty y sus Rompecorazones sin la marcada influencia de The Byrds, banda seminal que supo sintetizar las raíces del folk y el country con la mejor psicodelia de los 60. A lo largo de cuatro décadas de carrera, Petty fue tal vez el mejor intérprete, el más entusiasta y simbólico, de ese dulce himno llamado “So yo want to be (A rock’n’roll star)”, de Los Páyaros, como los llamó el siempre ocurrente José Agustín.

Petty se ganó un sitio sobresaliente en la tradición rocanrolera. Portó con gracia y furia la misma antorcha de Bob Dylan, su amigo y compañero de batallas. Si ya había hecho maravillas con los Heartbreakers, basta detenerse unos segundos para sopesar la significación en la historia del rock de una banda como los Traveling Wilburys, conformada, ni más ni menos, por el propio Dylan, Roy Orbison, George Harrison, Jeff Lynne y Tom Petty. Un supergrupo con todas las de la ley, que dio un par de discos; uno de ellos, el Vol. 1 (1988), en verdad sobresaliente.

El mayor éxito comercial de Petty fue el magnífico álbum Full Moon Fever, que amalgama éxitos como “I Won’t Back Down”, “Free Fallin” y “Runnin’ Down a Dream”. Producido por su amigo Jeff Lynne, el de la Electric Light Orchestra (ELO), es un formidable acompañante en espacios íntimos, calles, y amplias y abiertas carreteras. Recuerdo que salió al mercado cuando yo era becario en el Houston Chronicle, un periódico texano. Me acompañó en un viaje a Ciudad Juárez y El Paso, para reportear sobre industria maquiladora y asuntos fronterizos; el TLCAN no se había firmado. Siempre hubo en Petty un marcado acento sureño y una franca pasión por el viaje y el camino. Hay discos (si mis dos lectores millennials me aceptan el término) que se nos cuelan por poros y venas, que guardamos como valiosos recuerdos. Full Moon Fever es, para mí, esa clase de grabación. “Love is a Long Road” y “Runnin’ Down a Dream” son dos de mis piezas favoritas de disertación amorosa y feliz abandono a las sorpresas de la autopista que puede ser la vida.

A pesar de sus cambios de alineación, los Heartbreakers han sido tan bien acoplados y consistentes que tuvieron el privilegio (¿o lo tuvo el bardo de Duluth, Minnesota?) de ser el grupo de acompañamiento de Dylan en su gira “True Confessions”, que los llevó por la Unión Americana, Australia, Japón y buena parte de Europa en 1986 y 87.

Petty batalló con la heroína y hasta donde se sabe había logrado librarse de la aguja y sus daños. A sus 66 años podía decirse sin miedo a derrapar en el lugar común que le quedaba mucho por hacer. Conviene leer la última entrevista que concedió en vida, a Los Angeles Times. En ella confesó al reportero Randy Lewis que quería aprender a descansar, pero que le costaba trabajo. Se asumió, con modestia, un “pescador” de canciones, y habló de “lo sagrado” de su oficio. También reiteró su credo indeleble por el rock and roll. Sus producciones más recientes –Mojo (2010) e Hypnotic Eye (2014)– muestran a un artista en plenitud y dominio no solo del folk y el rock, sino también del blues áspero, directo, enfático, mamado de los grandes señorones del género.

Como percibo en el multifacético canadiense Neil Young, en Petty también coexisten el trovador reflexivo, introspectivo, melancólico y dulce, el rocanrolero con garra y cojones, y el blusero sucio y despiadado. Hay en él –porque su obra permanece– un observador social que jamás ha sido estridente y que se refirió lo mismo a la fatuidad yuppie, al carácter fársico de la clase política gringa, a los borrachos de poder, a las miserias de la industria discográfica y a la inocencia recreativa de algunos, los más suaves, paraísos artificiales. Con su pelo largo y lacio, su dentadura de roedor y su esbeltez de toda la vida, Petty fue un caballero de melancólica figura; el de las botas y la chaqueta de ante y flequitos a la Davy Crockett. Yo lo escuché a la distancia –en mi tocadiscos, walkman, discman, CD player, iPod y iPhone– pero lo consideraré siempre mi cuate y compañero. También lamento no haberme puesto de acuerdo con mi amigo León Santillán y perderme para siempre en directo a Tom Petty and the Heartbreakers.

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Ernesto Flores Vega (Huichapan, Hgo., 1964) es un melómano ecléctico. Ha ejercido el periodismo y la comunicación corporativa.


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