Hipótesis sobre las historias que nos contamos en sueños

Hipótesis sobre las historias que nos contamos en sueños

No es disparatado imaginar al inconsciente como un policía corrupto que planta pruebas falsas en la escena del crimen para modificar a su gusto el relato de lo que hemos soñado.
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Un matrimonio y su hijo adolescente viajan en auto. El hombre maneja. Sufren un accidente. Cuando el hombre recupera el conocimiento, debe asumir la tragedia: su hijo ha muerto. Pero después se va a dormir y, cuando despierta, está en un mundo en el que su hijo vive y quien ha muerto es su mujer. A partir de entonces, el hombre vive en dos universos paralelos: alternativamente, un día con su esposa, el otro con su hijo.

Ese es el argumento que da lugar a la serie Awake, emitida originalmente en 2012 por la cadena NBC. Además, el protagonista, Michael Britten, es un detective de la policía de Los Ángeles. En cada una de sus vidas investiga casos diferentes pero interconectados: elementos intrascendentes en una trama son la llave para resolver la otra. Es normal que nadie entienda cómo hace Britten para desentrañar sus casos. Trae las claves, literalmente, de otro mundo.

En cada universo, a Britten lo trata un psicólogo distinto. Cada uno de ellos se empeña en convencerlo de que el espacio que ambos comparten es la realidad “verdadera”, en tanto que lo que él vive como una vida paralela no es más que un sueño que se ha creado para sobrellevar su pérdida. A cada uno Britten le explica que el otro terapeuta le dice exactamente lo mismo.

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El argumento recuerda, por supuesto, el viejo cuento chino de Chuang Tzu, quien soñó que era una mariposa y al despertar no sabía si había soñado que era una mariposa o era una mariposa que estaba soñando que era Chuang Tzu. Y se parece bastante al de un cuento de ciencia ficción titulado “Dreamworld”, publicado por el estadounidense Robert Sheckley en 1968. A mí me hizo pensar, también, en las “Tesis sobre el cuento”, de Ricardo Piglia.

El autor argentino plantea que un cuento siempre cuenta dos historias: una historia 1, más visible, y una historia 2, oculta o cifrada. “Lo que es superfluo en una historia, es básico en la otra”, dice. Esto último es justo lo que sucede entre los dos mundos detectivescos de Michael Britten. La diferencia es que, en este caso, no hay una historia en la superficie y otra por debajo: los dos hilos narrativos fluyen en un mismo nivel. Lo que sucede en realidad es que ambos componen juntos la cinta de Moebius que es la historia 1 de la serie. La historia 2 subyace en una capa más profunda y se revela en los últimos capítulos.

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Para demostrarle que no está soñando, la psicóloga de uno de los mundos le entrega a Britten unas páginas impresas y le pide que lea cualquier parte al azar. Poco después el detective pregunta qué sentido tiene lo que está haciendo. “¿Usted conoce de memoria el texto de la Constitución?”, pregunta la mujer. Él responde que no. “Si esto fuera un sueño, ¿cómo podría su inconsciente estar creando el texto exacto de la Constitución?”. Britten no encuentra una respuesta para esa pregunta.

Sin embargo, los sueños son muy poderosos. Borges narró uno propio durante una conferencia sobre la pesadilla, incluida en su libro Siete noches, de 1980. Se encuentra con un amigo al que nota muy cambiado: triste, quizás enfermo; lleva el brazo derecho dentro del saco. En el sueño, Borges lo abraza y le pregunta qué le pasó. “Sí, estoy muy cambiado”, dice el amigo, y luego saca lentamente el brazo de dentro del saco y muestra, en lugar de la mano, una garra de pájaro.

El inconsciente de Borges creó una trama tan breve como perfecta: para que el sueño fuera una pesadilla, hacía falta que, desde el primer momento, el hombre mantuviera su brazo oculto. Piglia, en un ensayo hermano del citado más arriba (“Nuevas tesis sobre el cuento”), habla también de este sueño, y lo vincula con un apunte de Kafka en su Diario, del 19 de diciembre de 1914, que es un gran consejo para escritores:

“En el primer momento, el comienzo de todo cuento es ridículo. Parece imposible que ese nuevo e inútilmente sensible cuerpo, como mutilado y sin forma, pueda mantenerse vivo. De todos modos, uno olvida que el cuento, si su existencia está justificada, lleva en sí ya su forma perfecta [y que solo hay que esperar a que se vislumbre alguna vez en ese comienzo indeciso su invisible pero tal vez inevitable final]”.

La parte final de la cita, la que está entre corchetes, no corresponde a Kafka sino a Piglia, a quien le gustaba, como a Borges, jugar con los textos ajenos para adecuarlos un poco a sus propias necesidades.

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Hay historias que dan la sensación de contarse solas, de crearse a sí mismas, como si su propio comienzo contuviera el germen de su desarrollo y su final. Ocurre con frecuencia: uno empieza a escribir un relato sin tener del todo claro cómo será el final —o, más aún, creyendo tenerlo claro— y, sin embargo, al llegar a esa instancia, se da cuenta de que el final en realidad es otro, un final de algún modo dictado por la propia historia y que le da al conjunto un sentido distinto. Es decir, la historia que uno termina contando es otra, diferente de la que creía que iba a contar.

En I Am Your Father, el documental sobre David Prowse, el actor que interpretó a Darth Vader en Star Wars (del que hemos hablado aquí hace un par de semanas), se narra un hecho curioso. Después de realizada la primera película de la saga, e incluso durante el rodaje de la segunda, El imperio contraataca, en el final de la cual se produce la revelación de que Vader es el padre de Luke Skywalker, ese parentesco no estaba en el guion. Al grabar la escena, el actor dijo: “Obi-Wan mató a tu padre”. La frase que todos conocemos (“Yo soy tu padre”) fue añadida al doblar la voz de Vader en la posproducción. Prowse, quizá por haberle puesto cuerpo el villano, fue el primero en darse cuenta: en una entrevista de 1977, poco después del estreno de la primera película y antes de que se supiera que habría una secuela, dijo en una entrevista que creía que Darth Vader era el padre de Luke. El parentesco —que luego da sentido a la trilogía y a toda la saga— ya estaba ahí, en el núcleo del relato, desde el principio. Solo hacía falta que los realizadores lo vieran, que vislumbraran esa forma perfecta de la que hablaba Kafka.

En el sueño de Borges, a una escala mucho menor, pasaba lo mismo: lo ominoso estaba ahí desde el comienzo, desde que el amigo guardaba el brazo dentro del saco.

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Pero ¿y si no estaba ahí desde el comienzo? El inconsciente —que nos engaña tantas veces— puede hacernos creer que algo estaba ahí desde el principio del sueño, cuando en realidad no era así. Si la ciencia ha demostrado que cada vez que pensamos en algo del pasado alteramos el recuerdo con añadidos del presente, ¿cuánto más no puede ocurrir al recordar un sueño, una memoria que siempre es tan precaria, huidiza, frágil?

Tal vez el brazo del amigo onírico de Borges no estuviera dentro del saco desde el principio del sueño, y su inconsciente lo haya metido ahí después, al elaborar el recuerdo. Quizá Britten haya leído cualquier cosa, persuadido por su inconsciente de que ese batiburrillo era un fragmento de la Constitución. No resulta disparatado imaginar al inconsciente como una suerte de policía corrupto que planta pruebas falsas en la escena del crimen para modificar a su gusto el relato de los hechos. Ese relato, que es el que nos contamos a nosotros mismos, es la historia 1 en el cuento de nuestras vidas. La historia 2 está cifrada, oculta. Lo que es superfluo en una, es básico en la otra.

 

 

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(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.


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