Los presidentes no peronistas y los sindicatos

En términos de oposición sindical, ¿qué le espera al primer gobierno democrático no peronista ni radical en más de cien años? 
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El último presidente no peronista de Argentina, elegido democráticamente, que gobernó hasta el último día del periodo para el cual fue electo fue Marcelo Torcuato de Alvear. El 12 de octubre de 1928, exactamente seis años después de haber asumido la presidencia, el señor Alvear le entregó el bastón de mando al caudillo Hipólito Yrigoyen y tranquilamente se fue a vivir a París. Sesenta años después, a finales de 1988, otro presidente surgido de la Unión Cívica Radical (UCR), Raúl Alfonsín, parecía encaminado a repetir la hazaña, pero el grave deterioro de la situación económica y la inestabilidad social resultante lo obligaron a adelantar varios meses la toma de posesión del presidente electo: Carlos Menem. Alfonsín, cuyo gobierno había sobrevivido a tres asonadas militares y trece huelgas generales del sindicalismo peronista, supo –justo a tiempo– dar un paso al costado para salvaguardar la continuidad democrática y su propio futuro como dirigente político. Fernando de la Rúa, por supuesto, no tuvo esa suerte.

Antes de Menem, los presidentes radicales de Argentina tenían que arreglárselas para sobrevivir a dos fuegos. El sindicalismo peronista no les daba tregua, tanto con legítimas reivindicaciones económicas y de negociación colectiva, como con la exigencia de proteger su  monopolio sobre la representación de los trabajadores. Contra lo que pudiera pensarse, las leyes que han regido las relaciones sindicales en Argentina, constantemente impugnadas por los defensores de la libertad sindical, fueron promulgadas por los gobiernos radicales de Arturo Frondizi en 1958 y Raúl Alfonsín en 1987, no por gobiernos peronistas. Ambos presidentes fueron obligados a dar marcha atrás en sus iniciativas originales que establecían un cierto grado de pluralismo sindical.

Precisamente la acusación de ser blandos ante el peronismo le costó a Frondizi y a Arturo Illia la presidencia. A Frondizi (1958-1962), los militares no le perdonaron el crecimiento electoral del peronismo y lo depusieron a pesar de haber anulado el triunfo justicialista en la provincia de Buenos Aires. A Illia (1963-1966) le tocó vivir una de las situaciones más extrañas en la historia de las democracias occidentales. El último presidente radical antes de Alfonsín dirigió al país en los tres años de mayor crecimiento económico en la segunda mitad del siglo XX, con políticas de promoción del salario mínimo y defensa de la rectoría del Estado en la explotación petrolera. Mientras las clases medias urbanas se instalaban en la cómoda existencia representada por la familia de Mafalda, el movimiento obrero se enfrentó con el presidente en torno al posible regreso de Perón a Argentina, para luego enredarse en una lucha fratricida entre facciones sindicales. Un nuevo triunfo electoral peronista encendió los focos rojos en el Ejército, pero eventualmente empresarios, dirigentes sindicales, la prensa y el mismo Perón, se pronunciaron por una salida militar. Es lo más cercano a un golpe por consenso que hubo en América Latina.

¿Cómo una sociedad urbana, de clase media, con amplios derechos laborales y altas tasas de crecimiento, bien educada e informada pudo darle la espalda a la democracia y encumbrar a los elementos más reaccionarios de sus Fuerzas Armadas? Esa es la pregunta con la que todo estudiante de política comparada y teoría de la democracia se topa inevitablemente.

Cuando la sociedad argentina pudo por fin salir a votar de nuevo, libre de los militares genocidas y lejos de la figura polarizadora de Perón, volvió a confiar en los radicales. Raúl Alfonsín era muy cercano a Arturo Illia y por un momento parecía condenado al mismo destino. La democracia argentina era torpedeada desde el flanco reaccionario, por una cúpula eclesiástica atrincherada en su rechazo antediluviano al divorcio y una casta militar unida contra los juicios de la Guerra Sucia. La dirigencia de la central única, la Confederación General de Trabajadores (CGT), se movilizó en un contexto en que los salarios reales se diluían en la salmuera de la hiperinflación, pero también no pocas veces en apoyo de la Iglesia contra el divorcio y en oposición a las reformas en favor del pluralismo sindical.

Contra todo, Alfonsín logró entregarle el poder pacíficamente al presidente electo. El costo para el presidente fue enorme; tuvo que renunciar a proseguir con los juicios contra los comandantes de la dictadura y debió resignarse a llevar a un dirigente sindical peronista al Ministerio del Trabajo, pero Alfonsín le aseguró a Argentina no repetir los traumas de 1966 y 1976.

Fernando de la Rúa, como Alfonsín, llegó al poder en medio de grandes expectativas, con un claro mandato anticorrupción y una coalición amplia. Aunque el sindicalismo independiente agrupado en la Central de Trabajadores de la Argentina (CTA) no fue parte formalmente de esta alianza, varios de sus dirigentes participaron en el proceso que fue integrando su polo izquierdo y lograron que la plataforma política incluyera un compromiso con la libertad sindical. Sin embargo, la ruptura en los hechos del monopolio sindical de la CGT, aunado a la debilidad relativa tanto de la CTA y la misma CGT, significó que por primera vez desde los años cincuenta, el movimiento obrero no constituyera la primera línea de la oposición a un gobierno no peronista. En parte, lo que explica el estrepitoso colapso de la institucionalidad argentina en 2001 es la atomización de los actores políticos, lo cual hizo imposible cualquier pacto de salvación nacional.

En términos de oposición sindical, ¿qué le espera al primer gobierno democrático no peronista ni radical en más de cien años? Uno de los mayores logros de los doce años de gobiernos kirchneristas fue la recuperación del empleo formal, lo que en Argentina va siempre aparejado a la recuperación de la densidad sindical.  Así, Mauricio Macri enfrentará el eterno dilema de los presidentes no peronistas desde hace sesenta años: fomentar un programa de crecimiento del empleo que se puede traducir en la ampliación de la oposición.

En los años ochenta, el sociólogo francés Jean Bunel describió al sindicalismo argentino como un caso de “corporativismo político”, que se distingue del corporativismo sindical a la mexicana en que la esfera de la acción política siempre se privilegia por encima de las relaciones de trabajo. La constante movilización del sindicalismo argentino no se entiende sin atender las jugadas políticas de Perón y los dirigentes que lo sucedieron; por ello no es difícil comprender por qué algunos de los momentos de mayor militancia sindical coincidieron con años de bonanza económica, como en el periodo de Illia. Pero también es cierto que a la sombra de las grandes confrontaciones entre las dirigencias peronistas y los gobiernos radicales y militares, siempre ha habido en Argentina una gran tradición de autonomía y democracia obrera en los centros de trabajo. En su capacidad de trabajar dentro del marco de la negociación colectiva y la autonomía sindical veremos si Macri es un empresario y político inteligente o si opta por promover exclusivamente los intereses de la clase empresarial combatiendo la organización independiente de los trabajadores.

 

 

 

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Politólogo, egresado de la UNAM y de la New School for Social Research.


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