¡Es la ideología, estúpido!

Estados Unidos está lleno de armas porque hay mucha gente obteniendo enormes utilidades por su producción y venta. 
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En El jardín de los senderos que se bifurcan, Borges narra este diálogo; Stephen Albert  le pregunta a su asesino Yá Tsun:

“-En una adivinanza cuyo tema es el ajedrez ¿cuál es la única palabra prohibida?
-La palabra ajedrez.
-Precisamente (…)  El jardín de senderos que se bifurcan es una enorme adivinanza, o parábola, cuyo tema es el tiempo; esa causa recóndita le prohíbe la mención de su nombre. Omitir siempre una palabra, recurrir a metáforas ineptas y a perífrasis evidentes, es quizá el modo más enfático de indicarla.”

Hay muchas concepciones de ideología, pero a mí me atrae particularmente una muy simple que recupera el sentido marxista original y se parece a este juego borgiano de adivinanzas y alusiones; dicha noción se refiere a la brecha insalvable entre la tersa apariencia de las cosas y su áspera y contradictoria esencia.

El debate público en Estados Unidos es un paraíso para los estudiosos de la ideología. Las narraciones redondas que enmarcan las discusiones políticas suelen velarnos su verdadero contenido. La reciente discusión sobre el control de armas, un tema que llevaba años siendo tabú y solo fue reactivado tras la masacre en Newton, Connecticut, es un caso paradigmático. Enmarcar el debate sobre control de armas en la llevada y traída segunda enmienda constitucional es una operación ideológica de libro de texto. Durante cuatro meses, las propuestas y contrapropuestas para responder a la violencia sin sentido en la primaria Sandy Hook y en las grandes ciudades estadounidenses jamás traspasaron el ámbito de las escasas 27 palabras de la citada enmienda, una hazaña hermenéutica sin paralelo en la historia reciente. Lo que nunca se discutió sistemáticamente, más allá de algunas denuncias que se reventaban como burbujas de jabón en la superficie del debate, fue la cuestión de fondo del problema: el hecho de que existe una industria de las armas que moviliza todo su poderío económico para evitar cualquier medida que pueda reducir el más mínimo porcentaje de sus ventas, e incluso aprovecha cínicamente el temor producido por la violencia para afirmar, suelta de cuerpo, que la solución al problema es ¡que les compren más armas!

Ninguna de las tímidas propuestas del gobierno federal para reintroducir un mínimo de control en el tráfico interno de armas (revisión de antecedentes para compradores potenciales y ciertos límites de sentido común a las rifles de alto poder y los cartuchos de municiones) tocaba el sagrado derecho de los ciudadanos a poseerlas y portarlas. Sin embargo, toda la franja progresista que se alineó tras el gobierno cayó en la trampa de querer ganar la argumentación sobre un terreno falso y se apresuró a jurar su respeto irrestricto a la segunda enmienda sin decir nada sobre el hecho insoslayable de que alguien siempre hace dinero cada vez que alguien más compra armas y municiones. Como resultado, esta mañana amanecimos con los corazones rotos al ver que ni siquiera las medidas más triviales franquearon la puerta de un Senado entregado en los brazos de sus patrocinadores armamentistas, y todo ello a la vista de las familias de los niños y niñas masacrados en Connecticut.

Para los izquierdistas latinoamericanos, formados -y deformados si se quiere- en la tradición marxista de la denuncia de la ideología, siempre resulta un shock ver cómo la izquierda mainstream estadounidense (la fracción más progresista de los llamados liberales) simplemente carece de un vocabulario básico para señalar la presencia de un dispositivo ideológico para diluir la cuestión de fondo en los debates políticos, ya no digamos para intentar subvertirlo. Basta ver, por ejemplo, cómo el dúo dinámico de la sátira política progresista en Estados Unidos, Jon Stewart y Stephen Colbert, rebotan incesantemente dentro de los estrechos límites de la crítica a nivel de superficie. Frente a los más lamentables ejemplos de la  paupérrima argumentación de los más acérrimos defensores de las armas, Stewart oscila entre la pulcra actitud de un debatiente razonable y el recurso de la “locura” de los extremistas de la acera opuesta. Más incisivo (y mucho más divertido) es Colbert, quien a través de su personaje ficticio, un furibundo comentarista conservador, lleva a los argumentos de la derecha hasta su más absurda y lógica conclusión. En ambos casos, sin embargo, los dardos satíricos solo aciertan en el espantapájaros (el llamado gun lobby) tras el que se parapetan los fabricantes de armas.

Los personeros de la industria armamentista, como Wayne Lapierre, presidente la Asociación Nacional del Rifle (NRA, por sus siglas en inglés), jamás tuvieron la intención de discutir razonablemente el problema de la proliferación de armas. Nunca se preocuparon por elaborar una contraargumentación coherente sobre las modalidades y límites al ejercicio de los derechos consagrados por la segunda enmienda. No tenían necesidad. Con las enormes cantidades de dinero repartidas entre la NRA y sus grupos de presión, tenían asegurada la lealtad de un número suficiente de legisladores para liquidar cualquier intento de regular más eficazmente la venta de armas al menudeo.

Estados Unidos está lleno de armas porque hay mucha gente obteniendo enormes utilidades por su producción y venta. El cabildeo armamentista se ha asegurado muy bien que la discusión, que debiera incluir un apartado sobre la moralidad de lucrar con la muerte ajena, no mencione en absoluto la palabra “lucro”, y en cambio se enciendan las pasiones sobre los derechos constitucionales mediante el petate del muerto de su supuesta limitación por parte del gobierno.

Siempre me ha parecido que la fidelidad de la izquierda estadounidense a la tradición del debate público razonable con base en argumentos bien sustentados es una perspectiva refrescante para alguien que, como yo, viene de una tradición izquierdista más de sombrerazos y citas como bofetadas, pero hay momentos en que uno se desespera al ver que esta misma izquierda se empantana queriendo discutir con intereses económicos cuya coherencia argumentativa es inversamente proporcional al tamaño de su chequera, en lugar de seguir el rastro del dinero. 

 

 

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Politólogo, egresado de la UNAM y de la New School for Social Research.


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