Un filósofo del placer

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Retrato de Julien Offray de la Mettrie

Golfo, peleonero, médico militar, filósofo materialista e individualista, el autor de quien hoy propongo celebrar el primer tricentenario: el francés Julien Offray de la Mettrie (Saint-Malo, 1709 – Berlín, 1751), vivió como un hombre aromado de azufre porque, pese a haber nacido en fecha tan de creyentes como el navideño 25 de diciembre, pese a haberse torturado en el estudio de la Teología catolica, pese a que por un tiempo profesó fervientemente el jansenismo (la doctrina de Jansenio, que sublimaba las ideas de San Agustín acerca de la influencia de la gracia divina para obrar el bien, con prescindencia de la libertad de pensamiento), escandalizó a las autoridades eclesiásticas y a los bien pensants (según se llamaba entonces a la gente de moralidad “correcta”) cuando se pasó al ateísmo y a una filosofía materialista y sensualista que expuso en varios imprudentes si bien no subversivos libritos. En 1745 su primera obra filosófica, la Historia natural del alma, título que era un perturbador oximoron, contrarió tanto a los eclesiásticos como a sus colegas en la medicina, y hubo de exiliarse a Holanda, de donde tres años después se ganó la expulsión por publicar otros dos opúsculos no menos autocontradictorios y provocadores: El hombre máquina y El hombre planta, en los cuales en modo de tratados entre filosóficos y científicos desarrollaba asuntos para clamar al cielo: Dios es una hipótesis inútil, el hombre es tan autómata como el animal, la vida orgánica y aun la conciencia y lo que llamamos espíritu, son meras funciones físico-químicas, y los vegetales tienen sensibilidad, y los monos, si se les instruía, se soltarían hablando y…ya en el colmo de la insolencia, sostenía la idea, sólo concebible en un perverso libertino (pues por algo era contertulio de Voltaire, Maupertuis, Diderot, Fontenelle, Madame Emilie du Châtelet y otros y otras de la fauna y flora de las Luces), de que el hombre había nacido más para gozar que para engendrar y trabajar. Así que emprendió un nuevo destierro y fue a parar a la corte de su radioso admirador, Federico el Grande, que inmediatamente lo colocó en la Academia berlinesa. Y, cuando la vida ya se le anunciaba grata para siempre, he aquí que uno de sus mayores placeres de sensualista, el de la gastronomía (¡ah, el ganso truffé de caviar, las ostras flambées al vodka, las ancas de rana à la crème tartare y la tarta de fresas fanées!), le infligió una formidable indigestión que el 11 de noviembre de 1751 le quitaría la frecuente y limpia aunque no ingenua sonrisa con la que un artista grabador lo fijó en un retrato. Tan sólo 42 días antes había puesto punto final al apenas medio centenar de folios de su obra maestra: L’ Art de Jouir, es decir El arte de gozar.

Watteau: El embarque a Citerea

En la Academia de Berlín el monarca hizo el elogio fúnebre del pensador hedonista, su aliado intelectual en contra de los intrigantes eclesiásticos de la Compañía de Jesús que, para no desmerecer de su tradición, hacían en la corte alemana su sinuosa, cuchicheada, cavadora política: “Calvinistas, católicos y luteranos olvidaron por un tiempo que los temas de la transubstanciación, la libertad y la infalibilidad pontificia los ponían en discordia, y se unieron para perseguir a un gran filósofo”. Y Voltaire anotaría en sus Cartas sobre Rabelais: “Un rey gobernado por los jesuitas hubiese podido proscribir a La Mettrie y a su memoria; pero un rey sólo atenido a la Razón distinguió entre el filósofo y el impío. y, delegando en Dios la tarea de castigar a la impiedad, lo protegió y le rindió honores”.

“El embarque a Citera”, el idílico cuadro de Watteau en el cual, en un paisaje de ensueño, y como si estuvieran en una salón digamos versallesco, incontables parejas amorosas, vistas en diversos planos de distancia, van hacia un muelle entrevisto al fondo de un jardín y del cuadro para embarcarse a la Isla del Amor —y se diría que son una sola pareja captada en diversas fases de su trayecto—, podría ilustrar el comienzo de El arte de gozar:

“Placer, Señor soberano de hombres y dioses, ante el cual todo desaparece, hasta la razón misma, tú sabes cuánto mi corazón te adora y cuántos sacrificios te ha ofrendado.”

En el opúsculo maestro, escrito con un tono galante, “versallesco”, suavemente libertino (y no olvidemos que la filosofía de las Luces y de la Razón comienza por los escritores llamados libertinos), La Mettrie, abandonándose al gozo de escribir como en un retórico vuelo (de pluma de ganso o de cisne mojada en la tinta), despliega su discurso moral dedicado a la voluptuosidad como apogeo de la moral sensual, es decir al erotismo de todos los sentidos, al arte de, mediante la complacencia de la Razón, hallarle una finalidad a la vida terrenal bajo un cielo azul no habitado por Dios, sino acaso por todos los fantasmas, primorosamente empelucados y “versallizados”, de los dioses de tiempos paganos. Y no cabe duda de que las encantadoras parejas que, enlazadas por los hombros o por las cinturas y besándose o susurrándose galanterías y acariciadas por el dulce sol del atardecer, esas parejas que, bajo un cielo no dominado por ninguna Divinidad bíblica, se encaminan hacia la nave con destino a la isla Citera, morirán un día, pero, inmortalizadas en el mágico instante del deseo, nada ni nadie les habrá de quitar lo bailado, quiero decir lo gozado.

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Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.


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