Ojos de perro azul: la obertura

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Tal vez, en el fondo, el primer libro es el único que cuenta, tal vez habría que escribir ése y nada más, el gran tirón lo das sólo en ese momento, la ocasión de expresarte se presenta sólo una vez, el nudo que llevas dentro lo desatas esa vez o nunca más.  

Italo Calvino

 

Cuando John Banville, perfectamente equívoco, en célebre declaración señaló hace poco más de un año a El país que el primer libro de realismo mágico era El tambor de hojalata (1959)de Günter Grass no nada más estaba fallando el tiro sino de plano estaba desconociendo de hecho una tradición mucho más añeja y prominente no sólo de la literatura latinoamericana, sino europea. Se le había escapado la obra de Joseph Roth y, por citar lo menos El barón Bagge, de Alexander Lernet-Holenia o El Golem,  de Gustav Meyrink,  para sólo mencionar obras que pertenecen a un concepto –que no género– proveniente precisamente de la literatura alemana. Banville, bravucón, se vio vil en su aseveración tópica. Lo mismo pasa con el profesor Harold Bloom, quien argumenta sin estilo que el realismo mágico es un disparate, o desconoce la tradición literaria latinoamericana, y en su Canon occidental sólo acierta, como el irlandés, al lugar común: Latinoamérica es Borges.

La ignorancia permea opiniones y obras enteras. Fue quizás la actitud de George Steiner la única inteligente, proveniente de esas regiones remotas, de la que he sido testigo: en su conferencia en el Palacio de Bellas Artes de 2007, pidió disculpas por no poder expresarse en nuestra lengua y con ello evitó desatinos.

Pero entremos en materia: Ojos de perro azul recoge los primeros cuentos de Gabriel García Márquez, que de alguna forma nos permiten entrever, aunque al revés, lo que vendría más tarde. Tiene razón Calvino, en nuestro más amable epígrafe, si tomamos en cuenta una noción fundamental: la semilla de obras maestras, como Cien años de soledad o La cándida Eréndira y su abuela desalmada (es decir el ciclo de Macondo, lo más feliz de nuestro autor), sólo puede adivinarse en esas primeras narraciones donde el autor se va probando y va descubriendo su propio planeta literario.

Ojos de perro azul registra las primeras prácticas de vuelo del autor de El coronel no tiene quien le escriba. En esos relatos escritos entre 1947 y 1955 ya se atisban algunos recursos estilísticos notables en los que el colombiano irá ahondando con el paso del tiempo. Uno de los más sorprendentes reside en su capacidad para el extrañamiento, esa manera de tomar las cosas por sorpresa, que tan bien tipificara el teórico ruso de la literatura Víktor Schklovski, quien considera que una de las cualidades fundamentales del proceso literario consiste en observar o expresar “las cosas como son percibidas y no como son sabidas”, es decir sacándolas de su uso común –no otra cosa hace la poesía con las palabras cotidianas.

La prosa de García Márquez ya comienza a ensayar ese fraseo acechante donde aparece lo inesperado en un adjetivo, en la construcción sintáctica, en la aparición de un elemento alógeno. Bien pensado no está lejos de los cuentos contenidos en La cándida Eréndira y su abuela desalmada, donde lo real y lo fantástico permutan sus fronteras. De hecho no sería difícil intercambiarlos, mezclarlos y sorprendernos en la circularidad de una escritura que se fue desovillando como un mandala.  Eso construye a un autor.

Esta perspectiva comienza desde su primer cuento: “La tercera resignación”, donde el ruido aparece separado de todo aquello que lo produce y desencadena la locura del narrador. Vuelta de tuerca a Quiroga y al tema del enterrado vivo, en este relato García Márquez anuncia un tono, una mirada cierta sobre lo que busca expresar. El ruido suelto, sin porqué. Aquí comienza una lectura filosófica que estará presente a lo largo de la obra de García Márquez, la identidad del sonido, de lo sentido, la separación entre las palabras y las cosas. Hay que pensar que por ahí andaba Wittgenstein en los cincuenta discutiendo, en sus Investigaciones filosóficas, en cómo describir un color, una emoción, un dolor.

Resulta interesante que buena parte de los cuentos de este volumen están impregnados de una forma de muerte en vida, de cosa póstuma, algo que seguramente García Márquez encontraría en la lectura de Juan Rulfo (la famosa frase de Mutis a su coterráneo: “lea usted esta vaina”, refiriéndose a Pedro Páramo), un autor de quien no sólo recogería la influencia sino en quien encontraría complicidades y convergencias.

Hay una constante atmósfera de grotesco gogoliano en varios de los cuentos que recorren Ojos de perro azul: un personaje con una patada de caballo en la frente que lleva como una cicatriz ya seca por veinte años; un niño muerto viviente que espera el momento de su inhumación; una mujer que se despoja, literalmente, de su belleza, que la arroja fuera de sí misma.

Por lo menos dos o tres cuentos de esta colección hoy resultan imprescindibles en el corpus mayor del autor de El coronel no tiene quien le escriba:  el cuento que da título al volumen, “Ojos de perro azul” es una fascinante exploración de lo onírico: dos amantes que sólo se encuentran en sueños y que están destinados a desencontrarse en la vigilia, una versión portátil de Traumnovelle de Arthur Schnitzler, en la que se basara libremente Stanley Kubrik para filmar Eyes wide shut. Escrito en un tono agridulce, el cuento se precipita sobre nosotros con una melancolía profunda y define uno de los temas básicos del colombiano: el amor imposible, más allá del tiempo. Otro relato imprescindible es sin duda “La mujer que llegaba a las seis”, de corte realista, pero rodeado de un aura de inminencia, de que algo atroz ha sucedido o está por suceder. Se trata de un cuento elíptico y elegante que nos hace pensar en los cuentos de Onetti  y en la impronta de la literatura norteamericana. En este mismo sentido nos encontramos con el cuento que cierra el volumen “Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo”, donde ya aparece el cronotopo ­–diría Bajtín: la convergencia de tiempo y espacio- donde se desarrolla lo mejor de la obra de García Márquez, y en el que se nos aparece una idea del diluvio, de dislocamiento del tiempo. Esa concepción del tiempo como algo material, nos recuerda a la idea kafkiana del tiempo. Es una sustancia, algo terrible gelatinoso y denso, que aparecerá como una pregunta absolutamente contemporánea, y donde está presente ese universo bíblico que tan bien explorará nuestro autor en sus obras posteriores, donde el mundo primigenio ya estaba presente.  

Visto desde el futuro, en el que estamos hoy situados, Ojos de perro azul es una pequeña suma de un estilo y de una forma. Acaso después vendrían los libros magnos, pero sin duda en este pequeño recuento ya aparece un autor que se sitúa en un registro de alteridad que nos recuerda la rara naturaleza y originalidad de la literatura latinoamericana.

 

 

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