Pseudónimos en la Delegación Benito Juárez

Otra entrega más de la serie "¿Quién conoce los nombres que camina?": en este caso, ¿quién conoce los nombres detrás de los nombres que camina?
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No sé quien lo haya dicho pero seguramente fue una de las primeras personas que reflexionó: escribir sin pseudónimo es como salir a la calle sin camisa. Ya no se estila tanto, casi nada. Los pseudónimos cayeron en desuso del mismo modo que el corset o las polainas. En efecto, el mundo literario se ha vuelto un hervidero de narcisos descamisados que cree que su puro nombre les da el derecho de pasearse por las páginas enseñando el pecho peludo, la lonja y la espalda. Por lo mismo, la mayor parte de los escritores no puede entrar a eventos de sociedad y los establecimientos respetables les cierran las puertas como si fueran animales o uniformados.

Escribir con pseudónimo genera un aura de misterio alrededor de la obra de un autor. Ciertamente no sería lo mismo leer El Rojo y el Negro del ilustre Stendhal si el autor fuera el ordinario Marie-Henri Beyle, que lleva una baguette bajo el brazo y se preocupa por el rumbo que está tomando la Comuna. Y no solo para el lector. En el propio autor se genera un desplazamiento de personalidad, un performance, que permite que encauce una voz que de otro modo no tendría salida. Bahktin -que también usaba el pseudónimo Voloshinov- diría: “no soy yo, estrictamente, quien habla. Yo, tal vez hablaría de un modo muy distinto.”

En México los pseudónimos han formado parte de la noción de autoría desde que José Joaquín Fernández de Lizardi, guíado por su característica modestia, firmó El Periquillo Sarniento como “El Pensador Mexicano”.  Desde entonces han habido muchos y de todos los sabores. El caso más singular es el de Manuel Gutiérrez Nájera, a quien se le conocen por lo menos veintiocho pseudónimos. Algunos de ellos son muy coloridos: Pomponet, El Cura de Jalatlalco, Juan de los Palotes, Puck, Recamier, amén de los más conocidos Duque Job y M. Can-Can. Boris Van Jürgen ha notado que este caso severo de síndrome de polipseudonimidad se debe en parte a que el nombre completo del autor era Manuel Demetrio Francisco de Paula de la Santísima Trinidad Guadalupe Ignacio Antonio Miguel Joaquín Gutiérrez Nájera.  De este modo, hasta el nombre reducido, Manuel Gutiérrez Nájera, se convierte en un pseudónimo. Cuentan quienes lo conocieron que de cariño le decían El Chato.

Pero la motivación para adoptar un nombre diferente puede ser mucho más mundana. Amandine-Lucile-Aurore Dupin, por ejemplo, adoptó el nombre George Sand, en larga medida para evadir los obstáculos que el medio literario francés de la época oponía a las mujeres escritoras. La cobardía también es motivo de pseudonimidad. En un tiempo en que un comentario mordaz podía ganarle a un escritor el reto a batirse en duelo de un lector ofendido, convenía esconder la verdadera identidad. Por otro lado, la intención podría ser simple y sencillamente juguetona. En 1881, Vicente Riva Palacio y Juan de Dios Peza publicaron una serie de semblanzas burlonas y punzocortantes de personajes contemporáneos en el diario La República que causaron el disgusto de varios de los retratados.  Ambos utilizaron el pseudónimo “Cero”. Este es un raro caso de un pseudónimo homónimo.

Cualquiera que sea la razón que lleve a un autor a firmar con un nombre distinto al que le asignaron ante Dios, los pseudónimos cobran vida propia, desmaterializándose de la mano que guía su voz. No hay por qué andar descamisando autores a la hora de hacer un trazo vial. Sobre todo cuando se trata de autores de siglos pasados, que gustaban llevar la camisa bien almidonada. Por eso celebro al funcionario público que autorizó la nomenclatura  de las calles de la Colonia Periodista Francisco Zarco. En este pedacito de cielo de la delegación Benito Juárez de la Ciudad de México hay una calle “El Duque Job” y no Gutiérrez Nájera; una calle “El Nigromante” y no Ignacio Ramírez; una cerrada “Fidel”, y no Guillermo Prieto; una cerrada “Micrós” y no Ángel del Campo, y; una cerrada “Neck” y no Antonio Ancona Albertos.  Espero que el funcionario firmara el acta como “Anónimo”. 

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Antropólogo. Doctorando en Letras Modernas. Autor de dos libros de poesía. Bongocero. Nace en 1976. Pudo ser un gran torero pero...


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