Miguel Pardeza / Foto: cortesía editorial Malpaso

“Un país donde se considera que leer es una rareza padece una enfermedad social grave”

Miguel Pardeza, exjugador del Real Madrid, el Zaragoza y el Puebla, escribe en Torneo la crónica de sus comienzos como futbolista y de su descubrimiento de la literatura.
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Miguel Pardeza Pichardo (La Palma del Condado, Huelva, 1965) es un personaje insólito. Futbolista internacional, campeón de la Recopa de Europa con el Real Zaragoza en 1995 y miembro de La Quinta del Buitre, es un lector culto y apasionado, especialista y editor de la obra de González Ruano. Acaba de publicar Torneo (Malpaso, 2016), un “ensayo autobiográfico” en el que repasa sus inicios como deportista profesional y el descubrimiento de la literatura.

En la nota aclaratoria presenta el libro como una especie de desafío. ¿En qué sentido lo era? ¿Se puede leer Torneo como un libro de formación?  

Era, o eso creo, un doble desafío. Uno básico, gimnástico, poner a prueba mi resistencia física delante de un ordenador. Escribir no es solo un ejercicio intelectual, cerebral, es también físico. Escribir requiere resistencia fisiológica como mantener un ritmo respiratorio adecuado, e incluso tener un culo a prueba de callos, salvo que seas Dickens, Hemingway o Nabokov que escribían, al parecer, de pie, lo que es, o eso me parece a  mí, mucho peor. De aquí que tantos escritores se hayan ayudado con café, alcohol, drogas, o hayan abusado de la meditación zen o hagan curas depurativas como Vargas Llosa en una clínica famosa de Marbella. Y por otro, quería, o pretendía, conocer hasta dónde era capaz de alcanzar mi memoria, por lo común muy perezosa. Desde estos dos puntos de vista, sí que Torneo encaja en la literatura de formación, o mejor dicho de iniciación, aunque no quiero olvidarme lo que el libro tiene, por supuesto, de autoconocimiento.  

Hay un acontecimiento fundamental en su juventud, que es la apertura de una biblioteca en su pueblo, La Palma del Condado. ¿Cómo se produce el descubrimiento de la literatura y qué importancia ha tenido en su vida?

Mi estancia aquí en la tierra no me la explico sin libros. Como tampoco me la explicaba sin fútbol mientras estaba en activo. A los unos y al otro he dedicado casi toda mi vida hasta el momento. La apertura de la biblioteca de mi pueblo, La Palma del Condado, fue crucial porque me mostró que la abundancia de libros en un mismo espacio era factible. Tuvo el encanto de una revelación aritmética. Un contraste emocionante porque en mi casa solo había una enciclopedia Larousse, Guerra y paz incompleto, libros de higiene corporal, un tocho titulado más o menos Un niño va a nacer y tres o cuatros tomos sobre mecánica. Muy poco más. Es decir, nada. Como era aún casi un niño aquel impacto, como decía, fue solo visual, pues mis intereses del momento no pasaban de Astérix. Pero quiero creer que allí en la sala de lectura, al lado de una ventana que daba a Ronda de los Legionarios, mientras oía los motores de los camiones Pegaso que por allí cruzaban, concebí la ilusión de tener algún día algo parecido a una biblioteca, uno de los lugares más queridos por mí.

Usted hizo la tesis doctoral sobre César González Ruano. ¿Qué es lo que le interesó de él?

Creo que Ruano, como algún otro, resume casi a la perfección las contradicciones y los despropósitos de la primera mitad del siglo xx. En cincuenta años Europa se desangró dos veces, humilló y avergonzó a la raza humana. En un momento de grandes avances científicos, subversiones culturales y alucinaciones políticas, como el fascismo y el comunismo, solo quedaba opción para la militancia o para el cinismo. Ruano prefirió esta segunda opción. Tenía una frase que me gusta repetir: “sobre mi conciencia todo, sobre mi espalda nada”. Vivió con la inconsciencia y el placer con que se fumaba sus cigarros. Su ética cabía en su tintero, que era negro y espeso. Llevaba sangre del Lazarillo, pero le gustaba el refinamiento de Paul Morand. Con un ojo miraba las luces de nuestro Siglo de Oro mientras con el otro vigilaba las tetas de una ninfa de Montmartre. Mi impresión es que tenía el alma vendida al diablo, aunque en la intimidad se sintiera culpable y soñara con la salvación. Indudablemente, perdió esa guerra de anhelos encontrados. Creo que todos al final la terminamos perdiendo. Entre tanto, nos ha dejado algunas páginas inigualables. Respiraba literatura por todos los botones de sus chaquetas oscuras. La época no lo ayudó; de haberlo hecho, hoy sería algo más que una rareza para bibliófilos y para promesas del articulismo literario.

¿Cree que su afición por la literatura le convertía en un personaje atípico en el mundo del fútbol? ¿Fue la lectura un refugio para aliviar la soledad en sus años en la residencia del Madrid?

Un país donde se considera que leer es una rareza padece una enfermedad social grave. Lo raro debería ser no leer. Pero aquí, la cultura, el conocimiento siempre han levantado sospechas y el recelo no solo del poderoso, ojo, sino también del pueblo. El primero ha tenido al lector como un tipo peligroso al que había que tener vigilado o domesticado, el segundo como un cursi y un pedante. La literatura ha sido considerada siempre por el poder y la fácilmente manipulable gente corriente una cosa de señoritas hiperestésicas,  vagos de atar y académicos. El fútbol es un fenómeno en el que la inteligencia se pone al servicio del músculo o al revés. Las actitudes reflexivas son raras en un deporte que premia la testosterona en un contexto de radical fugacidad. Yo, como me ha gustado ir por libre, jamás me he planteado a mí mismo en términos de raro o normal. Jugué y leía como si fuera las dos caras de una misma personalidad. Y por supuesto, a los libros siempre les estaré agradecido, pues me ayudaron y me ayudan a estar en este malparido teatro que es el mundo.

 En el libro le interesa también el relato de aquellos que no lograron llegar e incluso el perfil desgraciado de los personajes que le rodeaban en la residencia, ¿por qué? ¿hay algo de ficción en esas historias?

Sentir compasión por el perdedor y cierta tirria por el triunfador es la peor tentación de un escritor, diría de casi cualquier hombre. Nunca he entendido por qué quien pierde es más digno de nuestra conmiseración que quien gana. Cualquiera de los dos merecería nuestras lágrimas y nuestro perdón. Ganar y perder son nociones confusas y normalmente intercambiables. El éxito según lo entendemos hoy día compone un cuadro con dos colores únicos, que son  el material y el social, o lo que es lo mismo: el dinero y la fama. Dejo al margen el poder, porque en sí mismo es odioso. Como la vida se las arregla a su manera para compensar tanta desigualdad, se reserva la libertad para que el triunfador engendre sus propias derrotas y que el perdedor encuentra en el fracaso su manera de triunfar. Pero como no soy una excepción, es obvio que me dejo atraer por los desterrados de la ruleta de la fortuna. Por una discutible tradición cultural vemos más literatura en un tirado perdedor que en el exitoso hortera que luce yates y tías buenorras, a las que la gente imagina como la quintaesencia del furor erótico. Y sobre si a esos personajes los adorné con los andrajos de la literatura, solo puede decir que sí. A la tristeza le van muy bien los adjetivos.

Usted fue uno de los jugadores más prometedores del país ya en su adolescencia. El famoso Torneo que da título al libro, en el que le nombraron mejor jugador, le llevó a la cantera del equipo más poderoso de España. En el libro parece que tuvo episodios de inseguridad y de dudas, ¿hasta qué punto le pesó esa responsabilidad? ¿Cómo supo canalizarla para convertirse en el jugador que fue y cómo afectó a su educación sentimental?

Mi problema adolescente no fue de responsabilidad, sino de un exceso de responsabilidad. La vida hay que vivirla, y merece la pena de que así sea, asumiendo todos los riesgos inherentes. Me obsesioné tanto con la idea del triunfo o, aún peor, con el temor a fracasar, que me olvidé de mí y de quién era. Sencillamente, me encerré en una pocilga donde se respiraba un aire fétido y donde solo se oían los gritos desesperados y de dolor de mi adolescencia frustrada. Fue un episodio lamentable, por desconocimiento y una exacerbación de los miedos casi diría metafísicos. En fin. Sobre cómo logré canalizarla, diría que no lo logré, salió adelante como pudo, a duras penas, envuelta en complejos y pánicos de todos los matices. Lo recojo en el libro. Pero si algo le tengo que agradecer a aquel cacao mental –contestando a la tercera pregunta– fue el acercarme más a los libros, de los que ya no me he separado nunca.

¿Han mejorado las estructuras de cantera de los equipos? Ahora, los equipos disponen de mayores recursos y, sin embargo, el Madrid no encuentra emblemas como en su época de jugador. ¿A qué se debe?

No tengo ni idea. Trabajar se trabaja mejor que hace años. Las instalaciones son inmejorables, los entrenadores y monitores están más preparados que los de antes, los de mi época, aunque pueden que les falten más intuición y más amor, sí, por más cursi que suene, un amor por ese niño que quería llegar a algo y al que prestaban no solo conocimientos técnicos, sino también apoyos afectivos. Dicho esto, el talento no es manufacturable, de modo que este viene cuando le da la gana.

¿En qué medida la Quinta del Buitre y el Mundial del 82 pueden servir para hacer un retrato sociológico de la España de la transición?

No lo sé, esa es la verdad, me refiero a la medida exacta. Sin embargo, sí sé que las cosas ocurren y que con el tiempo tendemos a darles un significado histórico o social. A la Quinta se le ha dado, sin duda. Yo mismo he perpetrado esa petulancia. Quise verla como un reflejo del cambio político y social de los años ochenta. Algo parecido le sucedió a la movida madrileña, entendida esta como un movimiento de liberación y sintonización cultural, aunque tengo la impresión de que esta ha quedado como una algazara y un desbocamiento hormonal cuyos resultados no superaron lo anecdótico cuando no lo chocante. El fútbol español venía del letargo de la furia, inventada por algunos periodistas del régimen y fomentada por el Estado franquista, tan aficionado a ver símbolos de la raza en cualquier manifestación por irreal que fuera. Una generación tomó el testigo del fracaso del 82 y se postuló con aire fresco. Aquella la formaban chicos a los que la dictadura les pilló en su decadencia. Su mejor legado tal vez haya consistido en que cambió la mirada del aficionado. De allí surgió una sensibilidad algo más refinada, de la que, quiero pensar, surgieron años de una renovación que concluye en los éxitos de la selección española de estos últimos años.

En Zaragoza no solo encontró la estabilidad, sino también el reconocimiento unánime de la hinchada y los éxitos. ¿Qué importancia tuvo la ciudad y el equipo en su vida?

Mucha, casi todo lo que fui se lo debo a Zaragoza y al club en el que milité durante once temporadas. En Zaragoza, encontré un hogar y un temperamento con el que me identifiqué desde el primer día. Allí nacieron mis hijos. Allí logré títulos junto a compañeros que reconfortan mi memoria. En Zaragoza, mi recién adquirido deslumbramiento literario se fomentó gracias a la compañía de amigos que me abrieron los ojos a un mundo que en mis turbios años de Madrid solo era un presentimiento. Me enseñaron una lección impagable: los libros podían ser una diversión, pero también una forma de vida. Futbolísticamente además fui un privilegiado, coincidí con una etapa brillante de un equipo cuya tradición venía de la excelencia.

¿Quiénes son los jugadores que más le han impresionado?

De todos, Maradona.

Ha vivido en primera línea grandes transformaciones en el mundo del fútbol. ¿Cuáles han sido para usted los mayores cambios? ¿Cree que el fútbol es un negocio sobredimensionado que, de alguna forma, vive por encima de sus posibilidades?

El fútbol es un fenómeno sobredimensionarlo porque vivimos una época sobredimensionada. El poder económico de algunos países está sobredimensionado, así como el poder militar. El hambre está sobredimensionada, la desigualdad entre naciones está sobredimensionada, la ceguera ideológica y el extremismo religioso están sobredimensionados. Todo se ha salido de madre y el fútbol no es más que una consecuencia de un momento histórico en el que lo único que importan son las cifras. Hoy día se celebran los traspasos millonarios como si fuera un récord que al año siguiente hay que batir. Es de locos. La calidad del jugador, por lo general, ha cedido ante el valor de la estadística. En alguna medida, el fútbol se ha vulgarizado porque el triunfo se ha hecho la única causa posible. El aficionado traga con todo, porque le hemos dicho que se olvide de la sensibilidad y que se ponga en la cola para aplaudir los puntos conseguidos. Todo está muy bien siempre que los protagonistas así lo quieran; no soy ningún integrista guardián de idealizaciones subjetivas, pero en muchas ocasiones mientras veo un partido de fútbol lo único que recuerdo cuando termina es la última frase del libro que estaba leyendo.

Hay algo especial en la primera parte del libro. Me refiero a la belleza del fútbol de provincias, sin tantos ejemplos de corrupción o excesos de responsabilidad. ¿Siente nostalgia de ese fútbol?

Sinceramente, no. No siento nostalgia. El fútbol nunca es inocente, ni siquiera en el idealizado fútbol base o aficionado. Puedo decirlo porque he pasado por todas las etapas posibles. Fui canterano, fui profesional y, una vez retirado, fui jugador dominguero en un campeonato laboral. Recuerdo que durante un partido de este último en un campo de la Federación de Fútbol en Zaragoza, tuve que parar el juego y quedarme mirando a un rival para recordarle que lo que estábamos haciendo era únicamente un entretenimiento, no una competición de la que dependiera el pan de nuestros hijos. A la jugada siguiente ese mismo rival volvió a darme una patada. ¡Y qué decir del fútbol infantil y juvenil! ¡Esos padres que se ponen en la banda para dirigir a sus hijos! ¡Esos padres que no dudan en arremeter contra rivales de 12 o 15 años por cualquier nadería, o que discuten con otros padres o insultan a los árbitros! Una calamidad. La única nostalgia que siento verdaderamente de aquel fútbol es la que surge de los cándidos sueños de entonces que a uno le hacían vivir en un estado de excitación y vitalidad permanentes. Lo demás son solo miserias de la condición humana. 

 

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