Las arrugas de Nefertiti

A cien años del descubrimiento del busto de la reina egipcia
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Para Rafael Tovar y de Teresa

 

… and gather me
Into the artifice of eternity

–W.B. Yeats

 

En la Nefertiti del Neues Museum de Berlín los pliegues de los párpados son parte de su belleza; bella porque es humana. Víctima de su trágico privilegio, Paris, juez del esplendor femenino, descubrió que las diosas son inmaculadas, exentas de las roeduras de los días y las noches, y sus pasiones convulsas tampoco hienden su rostro. No así Nefertiti, la esposa de Akhen-Atón, el faraón a quien la humanidad debe el primer impulso de monoteísmo.

No sabemos, y la pérdida de este dato es lamentable, si es el nombre de nacimiento de la reina o si fue rebautizada en alguna solemnidad posterior. Su nombre la describe: “Una mujer hermosa ha llegado”. Y Nefertiti es bella; sus arrugas: punto de torsión en que la carne mortal se eleva en un aria meridiana; bella porque su piel exhibe el par de leves hendiduras bajo los pómulos como ofrenda a la marcha del tiempo. Las ojeras, pequeñas, innegables, de esos párpados.

Poquísimo sabemos del autor del célebre busto en piedra pintada; es el maestro Thutmoses (sin relación con la dinastía homónima de faraones). Es uno de los artistas mayores que la antigüedad nos ha legado. Gracias a su atrevimiento estamos quizá por primera vez ante la conjunción de fragilidad y estética humana. Algo mucho más profundo y verdadero que la propalada ocurrencia sobre la nariz aritmética de Cleopatra, pues en ese caso se pretende ocultar la imperfección humana, suponiéndola enemiga de nuestra gloria posible. Todos los “institutos de belleza” y cuanta crema compramos en el supermercado o farmacia de la esquina obtienen su lucro con el cebo “ven que te ayudaremos a fingir inmortalidad; mentiremos por ti con impunidad”; mercaderes de la vanidad vendiendo el delirio de lo perenne.

En cambio, el artista egipcio arrancó la presea de la inmortalidad humana gracias a que comprendió (¿el primero entre todos?) que el reto es fijar el minuto de gloria en que la carne embebida de espíritu alcanza su cenit momentáneo. Algunos especialistas han supuesto que las marcas del tiempo en el rostro expresan la intención de Thutmoses de retratar la edad adulta de la modelo, cuando los primeros signos epidérmicos de edad aparecen. Acaso el artista fue mejor observador y, con realismo que se combina con la idealización protocolaria de los retratos reales, simplemente observó el rostro de su modelo real. Siglos de siglos después el gran Goya mostraría la precariedad de una familia real; el artista egipcio, para su fortuna, estuvo ante un personaje mayor. Pero humano. Los ligeros y sin embargo rotundos pliegues que hienden los párpados inferiores son el óbolo para que una reina atraviese el tiempo sin dejar de estar hecha –ella misma tanto como la efigie modelada por las manos del artista que hace milenios son también polvo– de fragilidad, un trozo de piedra caliza recubierto de estuco pintado con los tintes que la época ofrecía. Varias generaciones han muerto, desde que el arqueólogo Ludwig Borchardt hizo posible su contemplación, al descubrir la pieza el 6 de diciembre de 1912. Alemania la exhibe al mundo desde 1920, y no sabemos cuántos cortesanos conocieron el privilegiado de detenerse ante esta obra, a lo largo de cuántas generaciones del tiempo faraónico miraron el busto honrado en Berlín. Dicen las hipótesis modernas que Thutmose hizo un modello: el prototipo del que pudieran partir los propagandistas oficiales de Egipto. El retrato oficial. (Invoqué a Goya, sigamos: un paréntesis dentro de la gran tradición española; el Velázquez de Las Meninas su obra mayor como el “atrevimiento” de ejecutar no el retrato posado sino la reconstrucción de una escena casual en el taller del artista.) Un retrato: pirueta de mentir con la verdad; que la fisonomía sea material estético.

La alquimia de la piedra y el estuco sucedió a mediados del siglo XIV antes de nuestra era; los saqueadores, los ejércitos enemigos a lo largo de tantos siglos de guerras y revoluciones en el norte africano, toda la destrucción que el Sahara ha visto en más de tres milenios, y también la marcha de los fenómenos telúricos, todo exentó esta pieza que tan sencillamente podría resquebrajarse.

El artista y la reina (quien no mandó destruirla por las atrevidas arrugas y ojeras juveniles) estuvieron a la altura y dijeron su palabra que cruza lentamente los siglos humanos. La pequeña escultura obtenida, el retrato de Nefertiti, se proclama como uno de los primeros hitos de lo que posteriormente llamaremos clasicismo: estética del equilibrio y la simetría sin pecar de esquematismo. ¡Los griegos llegarían a este momento de la imagen casi mil años después! Pues ya los misteriosos y diáfanos ancestros egipcios habían tocado el secreto y transmitían la fórmula: a la armonía por depuramiento; la belleza aguarda al final del camino de despojarse, fórmula contenida en la escultura que llegó a Berlín casi intacta a lo largo de los siglos (falta el cuarzo del iris izquierdo… pero tampoco tenemos los brazos de la Venus de Milo).

Será el año 1350 a.C. y no estamos viendo un esquema de líneas sino un rostro detallado, individualizado. Una cabeza femenina en su tentadora plenitud como el fruto más codiciable que el hombre puede soñar. ¿Estamos ante la primera hazaña en que la geometría  se puso al servicio de la carne sin idealizarla al grado de robarle su identidad fisonómica? La belleza permitida a los humanos. Al observarla, nos percatamos que los dos ejes –horizontal, vertical– dictan simetrías a los elementos pares (ojos, pómulos, cejas, labios) y también a los singulares (la boca y la nariz como conjuntos, la frente, la barbilla) presentándolos como biombos de dos hojas. La columna del cuello, ¡tan esbelta, tan alta!, no titubea en proyectarse en diagonal hacia adelante para ofrecer el rostro, pero sin agresión ni presunción sino un rostro imbuido de sereno júbilo. Son el artista y la mujer, la reina, quienes nos dicen “esto es”.

Y lo que recogemos es la cosecha de la juventud; extraña edad permitida a unos cuantos en que la flor es fruto y la frescura madurez. Hosana dirán los católicos (nuevamente milenios después) y reservarán el prodigio en su máxima capacidad a quien para ellos (y sus artistas encargados) es la flor perfecta, La Virgen apenas púber. Volvamos a mirar la reina egipcia. Es la legendaria esposa del impetuoso y desdichado faraón del sol. Nefertiti. Una mujer. En Tell el-Amarna, en Berlín y donde quiera que la imagen se evoque con fidelidad, la llamaremos, en el murmullo sorprendido del instante en que nuestros pasos nos pongan en su presencia, Nefertiti, reina solar.

Y las hendiduras de los párpados inferiores, sus arrugas, son parte de su arrasadora belleza mortal. Si a Heródoto, en su aventurado viaje, se le hubiera permitido la visión, el privilegio que a nosotros se nos concede, de estar no frente a la mujer, ciertamente, sino al busto tallado y pintado, hubiera seguramente escrito un párrafo que seguiríamos citando sin fatiga. En él, acaso, buen griego, podría estar alojado un silogismo deliciosamente falaz, el cual, por su contradicción de la lógica atenea expresaría qué significa contemplarlo:

            Todas las mujeres son mortales.

            Algunas mortales son bellas.

            Nefertiti es inmortal.

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