Levantolo, ejecutolo y decapitolo

El “periodismo basura” de los tabloides, que causaba una cierta náusea y que era presentado como modelo a evitar, se metió a la redacciones de los medios grandes.
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La portada no es particularmente cruda, pero el titular es material de museo. “Lo mató y lo descuartizó; el cuerpo lo encostaló y lo tiró a la basura; hirvió la cabeza para hacer tamales!” Se trata de un ejemplar de la revista Alarma! de 1971, la canalla del periodismo policiaco, cuya circulación fue prohibida un buen día, al ser considerada pornográfica por la Secretaría de Gobernación.

Aquella revista atendía a la lógica de lo excepcional como espectáculo, un equivalente de las atracciones grotescas del circo: el hombre bicéfalo, la niña que se convirtió en araña por desobedecer a sus padres, los siameses unidos por la cabeza, el becerro de cinco patas…

Alarma! y el diario La Prensa se nutrían de los motivos y efectos de la sangre como algo que irrumpía en la cotidianidad y que sólo podía venderse adjetivado desde la moral del estupor (“Chacal”, “Hiena”, “Desnaturalizado”, “¡Un rata menos!”) o con un tono “juguetón”, cuando no abiertamente homófobo y machista (“Mocháronle la choya. Cerca de él encontraron a un ‘mujercito’ ejecutado”).

Los vespertinos y los diarios populares (hoy casi reducidos a Metro y El Gráfico en la ciudad de México) entraron a la lucha por el mercado con crónicas menos escatológicas, pero recurriendo a una mezcla de impacto y erotismo, con primeras planas en las que conviven lo mismo un hecho de sangre que una modelo de ropa mínima en actitud de “soy una amante insaciable y puedes tenerme”.

Los tabloides sensacionalistas son diferentes del periodismo de nota roja, aunque frecuentemente se nutran de lo mismo. Apelan a otras pulsiones en su público, al que se considera menos educado o más simple que el lector de los grandes diarios nacionales. Sus editores rara vez suelen reparar en los derechos de personas sometidas a proceso o en lo agraviante que pueden llegar a ser las fotografías de las víctimas de accidentes o hechos de violencia.

Así, los puestos de periódicos pueden mostrar una escena brutal, como la de un hombre con el torso molido a machetazos y un titular como “Andaba filoso”; un vendedor de tamales atropellado al que le sigue la frase “Tamales a la plancha”, o la nota de la muerte de Michael Jackson con el coloquial “Ya bailó”. Todo, con una gran distancia e indiferencia.

Estos contenidos no son exclusivos de la prensa popular; los llamados “periódicos serios” también hacen uso de ellos, solo que con otros comentarios, mayor rigor o como dice el escritor argentino Óscar Steimberg, otras “coartadas”, de modo que a veces la diferencia está en la superficie textual.

Las cruentas venganzas de las bandas del narcotráfico multiplicaron el número de muertos. Dejamos de ser la sociedad a la que La Prensa le permitía asomarse por el ojo de la cerradura para mirar a los raterillos detenidos en la periferia de la ciudad, al violador linchado por los pobladores de una zona semirrural o al amante acuchillado por un marido celoso en un crimen pasional. Las notas y las gráficas comenzaron a hablarnos de números grandes: 12 hombres asesinados en El Limoncito, Sinaloa; 24 en La Marquesa; 20 cuerpos de turistas exhumados de fosas clandestinas de Acapulco, 168 en Tamaulipas, 218 en Durango. Y contando…

El “periodismo basura” de los tabloides, que causaba una cierta náusea y que era presentado como modelo a evitar, se metió a la redacciones de los medios grandes. La diferencia entre los periodistas que apelaban a los recursos más bajos y los reporteros adscritos a unidades de investigación en sus medios, quedó establecida por “un cierto modo de titular y de contar” la misma historia de sangre. Unos, desde una óptica melodramática y moralista; los otros, desde el glamour del narcolenguaje y de las crónicas de enfrentamientos entre cárteles realizadas con el vértigo de una cinta de acción.

Ante la escalada de violencia, varios medios han cedido a la tentación de someter la nota policíaca a una lógica de infoentretenimiento que muy lejos está de generar un debate público real sobre el fenómeno del narco. En la lógica deportiva que divide entre escuadras rivales y estadísticas de la temporada, las empresas periodísticas empezaron a hacer sus propios conteos de muertos, a llevar sus marcadores del sexenio. Milenio, por ejemplo, abandonó el suyo, tras cuarenta meses y 19 mil 718 asesinados, luego de que la Secretaría de Seguridad Pública Federal dijo que se estaban quedando cortos en sus cifras.

Miles de muertos después, nadie cree que se le esté ganando a los narcotraficantes. Tampoco la sociedad parece más informada o más sensible al tema. Un buen sector de los lectores, piensa el escritor Fedro Carlos Guillén, ha desarrollado una costra y un cinismo asociado que considera ingenioso titular la muerte de un oriental como “Se lo llevó la chinada”. La nota roja, dice, se han vuelto como las notas de temporal que a fuerza de serlo se hacen predecibles como un meteorito o un tifón septembrino en Asia.

Lo que no es de temporada es el apetito por la sangre, la idea de que la curiosidad morbosa vende porque el escándalo suscita conversaciones interminables basadas en la especulación. Vivimos una escalada del horror gráfico que ahora tiene una veintena de descabezados para mostrar en una sola imagen. Los detalles espeluznantes en las crónicas del crimen tienen además el signo característico de su tiempo (levantón ejecutado, encobijado, encintado y varios etcéteras).

Detrás de la crítica a los medios sensacionalistas, siempre ha habido un desprecio por el estilo, no por la información en sí. El problema mayor es que nuestros diarios más importantes y “civilizados” ahora tutelan a esas otras publicaciones que se caracterizan por una precaria autorrevisión de sus estándares éticos, como si estuvieran dirigidas a ciudadanos de segunda clase. 

 

 

 

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Periodista. Autor de Los voceros del fin del mundo (Libros de la Araucaria).


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