Literatura y consuelo: una conversación con Piedad Bonnett

Una entrevista con la narradora y poeta colombiana Piedad Bonnett, a propósito de su libro "Lo que no tiene nombre". 
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En las primeras páginas de “Lo que no tiene nombre”, una mujer pregunta a Piedad Bonnett qué órganos de su hijo, fallecido en mayo de 2011 al arrojarse al vacío desde la azotea de un quinto piso, autoriza donar. Ella responde que “sí” a una larga lista que va mucho más allá del corazón, los riñones o los ojos. “Y Daniel, mi hijo entrañable, el muchacho de labios carnosos y piel bronceada, se fue deshaciendo con cada palabra mía”, escribe Bonnett como madre que no puede renunciar a su oficio de poeta, dramaturga y narradora.

La frase es apenas una muestra del tono sereno y reposado que Bonnett logró en su libro testimonial para narrar el inmenso dolor que le produjo el suicidio de su hijo, aquejado por la esquizofrenia, y las circunstancias que lo precipitaron.

Más allá de la solidaridad y el profundo respeto que el libro —que se convirtió en un best seller en Colombia— ha despertado en miles de lectores, “Lo que no tiene nombre” llenó un enorme vacío alrededor del desamparo y la angustia de quienes, en carne propia o cercana, padecen los estragos de la enfermedad mental y el fantasma del suicidio.

Una de las grandes virtudes del libro es que se sumerge en temas complejos (la enfermedad mental —la esquizofrenia en particular— y el suicidio) pero desmenuzándolos con un lenguaje cálido, sencillo y fluido, en un tono muy humano y vivencial, en contraste con la prosa fría de libros de psicología especializados, llenos de tecnicismos y conceptos abstractos. Y sobre todo, el libro es consolador. “La gente me ha dicho que el libro consuela, acompaña”, anota la autora. Es, en efecto, un consuelo reposado.

No sorprende entonces que la respuesta del público haya sido abrumadora, tanto en el plano literario como extraliterario: no sólo por la cantidad de lectores, sino por la cantidad de personas que buscan a Bonnett con el pretexto del libro.

“Se me abalanzó una cantidad de gente. Sólo el día del lanzamiento había unas 600 personas, una cosa desmesurada. La gente venía a que le firmara, pero ése era el pretexto. Unos venían a abrazarme, como una especie de duelo colectivo, otros a pedirme el teléfono del médico del cual hablo bien. Otros me dijeron que les diera mi teléfono o el correo para contarme su caso. Llevamos varios meses y todos los días recibo dos o tres correos del enfermo mismo, porque muchos muchachos enfermos han leído el libro y lo han encontrado muy consolador, han querido que sea como su madre sustituta, de alguna manera”, refiere.

“Un montón de gente quería oír hablar de esas cosas en concreto, no algo tan teórico. La gente se ha quejado conmigo de los médicos, del sistema de salud, al tiempo que se preguntan cómo podrían hacer la vida de esos muchachos (con afecciones similares) más plena. La gente se identifica con el libro desde muy distintas perspectivas, o simplemente porque la idea del suicidio es siempre entre aterradora y subyugante”, añade.

 

¿Cómo surgió este libro, cuáles fueron las principales motivaciones (el dolor, el desahogo, la catarsis)?

Con este libro me resultó más difícil pensar en la génesis. Daniel murió y a los 15 ó 20 días me fui a Italia con mi marido y me llevé algunos libros sobre el suicidio, la muerte y la enfermedad, incluido uno de Jean Améry. A medida que los leía se me disparaban los recuerdos de lo que había sido esta experiencia de Daniel. Siempre llevo unas libretas y empecé a escribir todo eso. Creo que en un primer momento pensaba en poesía. Para mí la escritura siempre ha sido liberadora, catártica, sanadora, y el solo hecho de escribir esas frasecitas que iba encontrando en los libros me consolaba.

Cuando volví a Colombia, alguien me habló del libro de Joan Didion, que testimonia la muerte de su marido, y me empezaron a hablar de libros que habían sido escritos para consolarse por la muerte de alguien. Luego viajé a España.

Ya para entonces empezaba a cuajar en mí la idea de que en vez de ponerme a escribir unos poemas, que no querían salir, quería escribir sobre algo que rápidamente comprendí y es el sentido trágico de la vida de Daniel, que también nos tocaba a nosotros. Uso la palabra trágico en el más clásico de los sentidos, cómo todos los pasos que él dio y dimos eran para eludir un destino, y cómo ese destino le fue atravesando toda clase de obstáculos y la vida terminó cercándolo de una forma precipitada: en dos meses se desencadenaron un montón de eventos que lo cercaron. Su siquiatra me habló incluso de la ‘cuarta pared’, en la que una persona —cuando está en un estado muy opresivo, ya pensando en la muerte, cuando ya ve la sin salida— erige ella misma una cuarta pared. Yo sentía que debía contar todo eso como un ejemplo de tantas vidas atrapadas por el sentido trágico de la existencia. Movida por eso, empecé a narrar, haciéndome preguntas de escritora: ¿Y ahora por dónde comienzo? ¿Cómo lograr comunicar al lector esta experiencia de la manera más sintética y efectiva posible (el libro tiene 136 páginas)? Y con el bagaje literario de haber enseñado mucho (Bonnett es profesora universitaria desde hace años), de haber escrito mucho, a lo primero que renuncié fue a la narración puramente lineal, y también descarté una parte de la vida de Daniel, toda su infancia, porque no se trataba de hacer una apología de mi hijo. Estaba pensando en expresar lo máximo con el mínimo de palabras.

Así se me ocurrió comenzar con esa circunstancia atroz de la cual casi nadie habla, que es la noticia que da cuenta de una muerte y los días inmediatamente posteriores, que en este caso eran especialmente dramáticos porque estábamos esperando un cadáver. Eso me dio una pauta y a medida que iba escribiendo fui buscando el resto de la estructura. Después decidí hacer un flashback y remontarme al momento en que a Daniel le aparece la enfermedad. Mientras tanto, seguía leyendo muchos libros sobre la muerte, el dolor, incluso libros jocosos sobre la muerte, como uno de Julian Barnes.

La palabra escrita siempre ha sido para mí como un apoyo, una muleta, y me di a leer todo eso, no para huir del dolor, sino para vivirlo de una forma distinta, acompañada de reflexión. Me metí en un proceso que era a la vez emotivo e intelectual, porque mientras leía, mi mente transitaba por todos esos postulados, y mientras escribía tenía que revivir el dolor; como que lo uno era antídoto de lo otro: cuando veía que estaba sucumbiendo al dolor, apelaba al pensamiento, y eso me permitía salir. Así fue dándose este libro.

 

¿Desde qué emociones o intereses sientes que las personas se han conectado más con el libro: el consuelo, la orientación, la resignación?

Desde la solidaridad humana, porque mucha gente que no tiene a su alrededor nada de esto, ni muerte ni enfermedad ni suicidio ni nada, ha entrado en una compenetración conmigo que me hace pensar que están conociendo una realidad que de otra forma no habrían conocido, y que los ha removido, como recordándoles que el dolor puede existir en esa magnitud. Teníamos miedo con la editorial de las reacciones al libro y lo que ha habido es un enorme respeto, una respuesta muy bonita de la sociedad, como diciendo ‘siento lo que sientes’.

 

La crítica especializada no ha sido ajena al fenómeno del libro y ha puesto mucho énfasis en que en sus páginas no hay autoflagelación, sino mucha mesura y contención. “Eso fue algo que me propuse desde el principio, porque incluso en vida de Daniel procuré que mi acercamiento a la enfermedad no fuera desde la lástima, sino desde la solidaridad, en una especie de cariño muy controlado”, aclara Bonnett.

La también autora de poemarios como De círculo y ceniza, El hilo de los días, Lo demás es silencio y Explicaciones no pedidascuestiona la imagen del escritor que no baja del pedestal y viaja por el mundo como una suerte de estrella de rock. Este libro, confiesa, le permitió redescubrir la dimensión humana y de cercanía con la gente que puede tener la literatura.

Al escribir el libro, sin duda corrieron lágrimas. ¿Eso fue sanador, purificador o sólo en parte?

(Silencio). Creo que sí fue sanador, incluso en un aspecto casi técnico, porque un siquiatra me explicó que cuando la gente ha padecido estrés postraumático, cuando va a terapia se le pide que vuelva y cuente muchas veces lo ocurrido. Como yo reescribí este libro como unas diez veces, porque lo leía y releía todo por ser muy corto, añadía cosas, tenía que volver a revivir escenas muy duras y desde un punto de vista casi médico eso me ayudó a distanciarme un poco del dolor.

Por otro lado, ya tenía una serenidad conquistada, quizá por el respeto que me inspiró esa decisión, por la aceptación de que fue una salida liberadora para él y para la familia, pensando él que de alguna manera nos otorgó un regalo, como diciendo ‘no sufran más por mí’.

Yo enfrenté esto con una serenidad que ni siquiera sabía que podía tener, porque los seres humanos somos imprevisibles. Como era mi hijo menor, el que vivió conmigo más tiempo, era lo más entrañable que yo tenía en la vida. Pensé que me iba a desmoronar, a morir el día que se muriera, y tuve una fortaleza que nació seguramente de todas esas convicciones.

Lo cual no quiere decir que yo esté sanada del todo. A veces, incluso en conversaciones irrelevantes, cuando alguien hace una pequeña alusión, hay frases que me desbaratan, mientras que largas entrevistas las asumo con mucha serenidad, casi con frialdad, porque el dolor —he comprendido— es una cosa en sí misma muy misteriosa, se mueve en esa frontera entre lo puramente físico, que es el cerebro, y lo más humano, lo más inclasificable, eso que no comprendemos. Esa frontera hace que el dolor sea un misterio inmenso, como la muerte o la vida misma.

 

El arte del consuelo

¿La literatura tiene que ser “curativa”? ¿La lectura es “paliativa”? ¿Debería serlo? ¿Se pierde o se gana si lo es? ¿El arte en general debería consolar? El poeta y ensayista colombiano Juan Gustavo Cobo Borda (Bogotá, 1948) ayuda a respondernos estas preguntas.

“En muchos casos la literatura ha sido una suerte de exorcismo piadoso en situaciones límites y atroces”, anota Cobo Borda, quien evoca al menos dos casos adicionales a la bibliografía referida por Bonnett.

Uno es el del poeta belga nacionalizado francés Henri Michaux (1899-1984), quien en su poema “Nous deux encore (Nosotros dos aún)” recrea cómo su mujer queda envuelta en llamas en un accidente, hecha un guiñapo con graves quemaduras, y a la postre muere en el hospital.

“Era enfrentarse al horror; el poema es una especie de canto que celebra la belleza fugitiva y perdida por causa del accidente. El poema termina con ella el hospital y muerta”, resume.

Otro, de tono más político, es el Réquiem de la poeta rusa Anna Ajmátova (1889-1966), escrito no sólo en homenaje a su hijo preso en los terribles años de las grandes purgas de Stalin, sino a las muchas mujeres que, como ella, debían hacer fila bajo un frío inclemente para informarse sobre el estado de sus deudos.

En medio de esas mujeres, refiere Cobo Borda, que uno puede imaginar envueltas en capas y bufandas, una mujer de labios azules despertó del aturdimiento en que estaban y preguntó a Ajmátova al oído: “¿Y usted puede describir esto?”, a lo que ella respondió: “Puedo.”

“En sus versos se asoma toda la humillación y esa especie de horror tranquilo que es la burocracia aceitada para doblegar las conciencias y las voluntades de la gente, bajo un régimen que no perdonaba nada”, anota.

“Da voz a la que no podía hablar, que era la mujer del pueblo que también acompañaba a su marido o a su hijo preso. Tanto en el poema de Ajmátova como en el de Michaux, hay una suerte de extraño consuelo”, añade.

Pero la literatura no siempre logra el consuelo. Basta recordar la Balada de la cárcel de Reading, en la que el escritor y poeta irlandés Oscar Wilde (1854-1900) describe los horrores de una estancia en prisión después de la cual ya no volvería a ser el mismo.

“El gran clima opresivo de la cárcel lo fue anulando de alguna forma y lo cambió totalmente. Cuando salió de prisión, quienes lo reconocieron luego decían que jamás volvió a ser el mismo. Se convirtió, según dijo alguien que lo vio, en una ballena adiposa que ya no emitía sus anteriores fulgores, ese irlandés brillantísimo que había escandalizado Londres y perdió todo su brillo y energía en la cárcel”, comenta Cobo Borda.

La literatura, y el arte en general, siempre tocarán fibras íntimas dependiendo de las vivencias de cada ser humano, que terminan convirtiéndose en una suerte de caja de resonancia de las notas que el autor pone en movimiento.

 

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Periodista y escritor mexicano residente en Bogotá.


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