¿Ratero de cuarto bajo o asaltante de caminos reales?

Conmemoración del aniversario luctuoso del autor de las originales Memorias de un vago, acompañada de un saco para que el lector se lo ponga a quien quiera.
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Antes que nada, este bitacorista pide una disculpa a sus tres lectores por su larga ausencia ocasionada por un accidente. No quisiera entrar en detalle pero involucró unas motocicletas, un perro chihuahueño, una sierra eléctrica y un enano antitaurino.

Hoy estamos de ánimo conmemorativo ya que se cumplen ciento diecisiete inviernos de la muerte del autor de las originales Memorias de un vago, M. Can-Can, que en la vida real respondía al nombre de Manuel Gutiérrez Nájera. Y como el asunto del plagio está que arde en estas fechas que se anunció al ganador del Premio Xavier Villaurrutia, les comparto este texto que apareció en las páginas del periódico El Cronista de México, en el no tan lejano año de 1881:

El Plagio

De cuando en cuando se provoca en la química social, una reacción farisaica contra el vicio. Tartufo toma su devocionario; la señora Putifar no engaña a su marido; y Shylock, que siente retortijones de conciencia, reduce el tipo de sus poeraciones usurarias al cincuenta por ciento cada mes. Todos se ponen graves: Pancho Bulnes pide que se destierre a Paola Marié, y Pepe Negrete escribe con pluma de ave, usando el estilo de Canalejas y de Gómez Flores, una Guía de ovejitas descarriadas. Los redactores barbados de La Voz de México, corren por las calles profetizando la ruina de Jerusalem. Gostowski ayuna, y en la redacción del Cable se predican sermones cuaresmales.

O yo me engaño mucho o esa época viene a pasos del barítono Labrada. Moreno se niega a poner en escena las obras clásicas del repertorio de Giroflé y la Gran Duquesa. El público, que tiene ataques fulminantes de honradez en el teatro, aplaude las escenas melodramáticas de la Guerra Santa y se indigna contra el desleal Agoreff, como los periodistas de oposición contra el gobierno. Tales épocas son formidablemente fastidiosas para los humoristas: no hay asunto ninguno que provoque risa, ni un suicidio, ni un pobre asesinato ni un triste descuartizamiento. Los periodistas, puestos a pan y agua, no tienen más recurso que hablar de las depredaciones de los bárbaros, o inventar cosas nuevas. Entonces se describen minuciosamente los incendios de pueblos que jamás han existido y se plagian algunos párrafos de Boisgobey para dar cuenta de estupendos crímenes imaginarios. Cada año salen a circulación idénticos embustes y el muy honrado padre de familia que cree a pie juntillas cuanto dice su periódico, queda con la boca desmesuradamente abierta al leer que una señora rusa dio a luz, en un solo parto, diez muchachos, y que un oso cabelludo se ha robado a la nieta del rey X. Algunos otros periodistas, atacados de la trichina moral, se ponen a buscar plagios y robos en los escritos, más o menos malos, de sus contemporáneos. Mateos no puede dar al teatro ni una sola pieza. Cada nueva comedia del autor aplaudido de Los Dioses se van, le trae una terrible gritería. Parece que se ha robado algún reloj. Todos extrañan que tenga aún la osadía de salir a la calle en plena luz y de comer pan a manteles. Si por una casualidad al tomar su thé chino por la noche, se quema con el líquido hirviente, no faltan periodistas que aseguren lo que sigue:

   “Sabemos que el señor don Juan Mateos acaba de perder la lengua. Tan imprevista enfermedad no puede menos de considerarse como un castigo de la Providencia por sus descarados plagios.”

Ha pocos días ha vuelto a suscitarse esta cuestión del plagio, a propósito de la Polonesa crema. Hay quien asegura haberla visto en Madrid con el nombre del Vestido azul. ¡Sus, lebreles! Todos los periodistas que acaban de soltar las faldas de su mamá y huelen todavía a pupitre de colegio, son muy celosos e iracundos siempre que se trata de estos robos literarios. Son de esos pobres inocentes que están creyendo todavía en la probidad de los hombres de letras y en el amor desinteresado de las costureras. Cada vez que descubren algún plagio de esta clase, alzan la voz muy fuerte pidiendo que se levante una horca para el criminal. Y lo cierto es que todo plagio debe escocer de una manera atroz a esos poetastros domingueros, que no pueden plagiar nada porque sus únicas lecuras se encierran en la Juventud de Enrique IV y Men Rodríguez de Sanabria. Son como los rateros de cuarto bajo, que sólo pueden desnudar a artesanos vestidos de chaqueta y a mendigos cubiertos de girones. Ignoran por completo el modo de asaltar en los caminos carreteros, desvalijando diligencias y amontonando en sus palacios encantados los soberbios tesoros del botín. Esos ladrones de camino real se llaman Shakespeare, Milton, Goethe, Corneille, Chénier, Dumas, Lope, fray Luis de León, Moreto. Son los que asaltan con denuedo y bizarría, desnudan cuerpos vestidos de terciopelo y de brocados, roban diamantes mal pulidos y en seguida asesinan a sus víctimas. De todas las tragedias de Shakespeare apenas habrá dos originales. Un erudito autor ha escrito una obra bien voluminosa sobre Virgilio, cuyo índice solamente nos indica su objeto: “1º versos que Virgilio robó a Homero; 2º versos que Virgilio tomo de Homero, mejorándolos; 3º versos que Virgilio tomó de Homero empeorándolos; 4º versos que Virgilio tomó de Homero, dejándolos iguales.” ¡Qué más! Hasta el sermón de la montaña ha sido considerado como un plagio. Los autores acusados de plagio pueden exclamar parodiando a Voltaire: “Vamos al infierno en buena compañía”.

Aquellos pobres chicuelines impotentes cuyos artículos saben a Simón de Nantua, la Historia de Carlo Magno y de sus doce pares y a Bertoldo y Bertoldino, arman rabioso estrépito contra los plagiarios, sobre todo, si éstos, a más de lo robado, son de por sí bastante ricos para saciar a los hambrientos con sus desperdicios. En este caso, por ejemplo, se halla Campoamor, de quien se ha dicho con verdad que más de ciento cincuenta versos y metáforas que corren impresos en los Pequeños poemas son de Víctor Hugo. Valera ha dicho con razón que los versos robados valen mil veces menos que los propios de Campoamor. Quien no plagia a ninguno plagia a todo el mundo: ese es el escritor que habla en lenguaje de cocina y escribe con tinta casi blanca, verdades de Pero Grullo, leídas y sabidas, que andan en la circulación universal desde el séptimo día de la creación. Es el pobre menguado que dice a su novia las primeras frases y palabras que dijo Adán a Eva, y nos habla de cutis de rosa, de cabellos de ébano, dientes de perlas, ojos color de cielo y cuello de marfil. Ese infeliz, cuando habla de amor, roba a todos los enamorados; cuando habla de política, a todos los gacetilleros; y cuando escribe crónicas, a todas las viejas comadres de la vecindad. Mísero eunuco, envidia los amores del Sultán con Scherezada; pobre desharrapado, codicia el frac de los gentiles hombres y mira con tristeza su chaqueta raída; pickpocket de plazuela, daría tres dedos de su mano por merodear en los caminos reales, robando con el trabuco al hombro y el puñal en la faja; pobre limosnero, pasa, gruñendo de coraje, por la casa de Trimalción, y olfatea, como perro, los olores del festín; rata roedora de papel impreso, se nutre de engrudo y tiene hambre de faisanes.

Ese señor todo el mundo, lo mismo se parece al barbero de la esquina que al sastre y al fondista de la vuelta. Roba a todos; pero sus robos son tan miserables que no consigue nunca enriquecerse.

Tales acusaciones son imponentes por añadidura y no demuestran nada. Puede demostrarse que el Jugador de Gorostiza es una traducción de Lesage; lo que no puede ni podrá nunca demostrarse es que el buen Gorostiza fue un imbécil. Bocanadas de humo negruzco y mal oliente que arrojan los borrachos a la cara del transeúnte, se disipan en el aire sin producir más que un brusco movimiento de asco. Todos los escritores notables que hemos tenido y que tenemos, fueron acusados de plagio por unos cuantos impotentes.

Los envidiosos se quitaban el sombrero al oír una oda de Justo Sierra, fingiendo saludar a Víctor Hugo; Bulnes, que es el mejor de nuestros humoristas, pasó durante algunos meses por ladrón ratero, escondido en la colección de la Revista de Ambos Mundos; Negrete, cuya originalidad no puede discutirse, se había vestido, según algunos necios, con la armadura de Rochefort, o con el frac de Alfredo de Musset. Plagiaban, es verdad, como plagió Gostowski, que es un escrtor de sangre azul, publicando las memorias del libertino Casanova; como plagió Franz Cosmes firmando con el nombre de “Senectus” las crónicas humorísticas de Carlos Monselet; como plagiaron tantos otros; y a pesar de ese crimen decantado, mientras los detractores volvían a sus cubiles miserables con nuevos huesos que roer, pasado ese período de nutrición en que se hallaban, formando su estilo paulatinamente como los mosaístas forman sus mosaicos, tomando el acero de aquél y el terciopelo de éste, asimilándose formas y pensamientos, los reos de plagio supieron establecer su poderosa individualidad, y arrojaron sus viejos trajes y sus guantes rotos al charco cenagoso de las ranas.

(M. CAN-CAN, 'El Plagio' [1881], MGN I, (México: UNAM, 1995), pp. 69-71.)

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Supongo que cada quien tendrá que decidir por sí mismo, qué tipo de criminal transgresor es el flamante ganador del Villaurrutia.

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Antropólogo. Doctorando en Letras Modernas. Autor de dos libros de poesía. Bongocero. Nace en 1976. Pudo ser un gran torero pero...


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