Nuestra revolución

Si los jóvenes mexicanos de verdad quisieran emular a sus pares generacionales en el mundo árabe, tendrían que hacerlo desde la propuesta seria, desde el proyecto de nación.
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Para Ciro, con cariño y solidaridad.

¡Vaya mes que ha sido febrero de 2011! Tendríamos que remontarnos a noviembre de 1989 para encontrar un momento parecido en la historia moderna del planeta. La caída del muro de Berlín reconfiguró el mundo como seguramente lo hará el derrumbe de los gobiernos autoritarios en Egipto, Túnez y —en estos días— Libia. Al repasar lo que se ha escrito sobre la revuelta del mundo árabe, es posible encontrar al menos dos factores comunes en la opinión de los especialistas. El primero es la perplejidad ante la velocidad de los hechos. No deja de ser asombroso que la dictadura de tres décadas de Hosni Mubarak se acabara en diez días; un genuino parpadeo. ¿Y qué decir de Libia? Uno puede imaginar a Muamar Gadafi arrumbado, noqueado por el movimiento que, en solo unas horas, le arrebató la mitad del país y lo exhibió, en las pantallas del planeta, como el sátrapa que es. En todo esto, en efecto, pareciera que la historia llevara prisa.

La otra variable en la que coinciden los especialistas es el notable poder de la juventud. El número más reciente de la revista Time, por ejemplo, describe con brío a los jóvenes egipcios que hicieron lo que nadie había conseguido en 30 años. Educados, inquietos y conocedores de las maneras y alcances de la nueva aldea global, estos egipcios menores de 30 años se han vuelto, de un plumazo, la vanguardia no sólo de su región, sino de buena parte del mundo. Pero hay, en ellos, algo quizá más admirable: un sentido de propósito, atisbos de un proyecto de nación. No solo pelean por el final de regímenes dictatoriales, también han demostrado tener, en muchos casos, una idea relativamente clara de los países que quieren construir a partir de ahora. En otras palabras, no se dieron el lujo de caer en la peor cara de la trampa revolucionaria: la destrucción por la destrucción misma. Buscan, en cambio, cambiar para construir. La suya ha sido una revolución de una profunda madurez.

Quizá era inevitable que, ante semejante demostración de valor cívico, los jóvenes de muchos otros países hayan comenzado a desear algo parecido en sus propias latitudes. México no ha sido la excepción. Después de todo, este país, como el mundo árabe, también atraviesa por un notable bono demográfico. México es un país de jóvenes y la inquietud es palpable. Basta provocar algún debate en las redes sociales para recibir uno y mil comentarios: “¿Y nosotros cuándo? Si en Egipto pueden, aquí también podemos”.

Estas reacciones me emocionan y entristecen a la vez. Me entusiasman porque siempre será positivo percibir que hay algo vivo en una juventud que por momentos me parece demasiado acostumbrada, en igual medida, a la comodidad y a la apatía. Pero también me afligen porque adolecen, en casi todos los casos, de una pizca de la reflexión que ha hecho de las revueltas juveniles en el mundo árabe algo tan extraordinario. Sospecho que muchos de los jóvenes que anhelan una versión mexicana de la Plaza Tahrir lo hacen con el malsano afán del espectáculo de la destrucción, de ver arder Troya. Es, en otras palabras, una nueva versión de nuestro enamoramiento con el revolucionario chic. Nada de eso hay en el mundo árabe. Si los jóvenes mexicanos de verdad quisieran (quisiéramos —a mis 36 años, me permito sumarme) emular a sus pares generacionales en el mundo árabe, tendrían que hacerlo desde la propuesta seria, desde el proyecto de nación. Aquí no hay, por ejemplo, un autócrata que tirar (y quien así lo crea debería hablar con alguno de los decenas de miles de presos políticos de Mubarak). Pero sí hay muchos cambios por hacer. Por eso, insisto: sí, hagamos una revolución cívica en México. Pero hagámosla contra la parálisis política, contra la falta de reformas, contra el desbocado poder sindical. Rebelémonos contra la erosión de Pemex, contra un sistema judicial que no funciona, contra una dinámica educativa que condena a los niños mexicanos a la ignominia. Y, después, propongamos una alternativa real de construcción de país. Así, en esas condiciones, yo marcho hacia el Zócalo el día que quieran.

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(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.


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