(Foto: www.nacion.com)

No se fotocopian libros

Fotocopiar libros está prohibido por la ley, pero, en la práctica, son un recurso vital para miles de alumnos. Contradicciones y remembranzas de papeles que se cuidan como libros porque, a su manera, lo son.
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Algunas tiendas de fotocopias aclaran, con un cartel en mayúsculas y en un lugar bien visible, a menudo incluso en la puerta acristalada del local:

NO SE FOTOCOPIAN LIBROS

Es cierto, la legislación prohíbe fotocopiar libros: muchos de estos carteles incluyen hasta el número de la ley en cuestión. En España, en 2008, la dueña de una copistería, como las llaman allí, fue condenada a pagar casi 6 mil euros por fotocopiar libros. En Uruguay hubo, hace un par de años, operativos y procesamientos contra los dueños de locales que lo hacían. Y así podrían citarse muchos otros casos en distintos países. La jugada puede costar cara.

No esgrimiré aquí una apología de la violación de una ley. Pero sí diré que siempre me desagradó bastante esa actitud, ese afán de hacer pública, sin que nadie se lo pregunte y casi a gritos, la estricta vigilancia de la normativa. “No se fotocopian libros”. Como si se jactaran. Me recuerdan a esos niños que no solo hacen siempre los deberes, sino que además le llevan flores a la maestra y hacen notar lo bien que, a diferencia de sus compañeros, se han portado. ¿Hay necesidad?

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Estas sensaciones quizá se deban a que me pasé muchos años leyendo fotocopias. El elevado precio de los libros y la casi proverbial carencia de dinero de los alumnos harían imposible estudiar en la universidad pública si no fuera por las fotocopias. Salvo pocas excepciones, las propias facultades y decenas de negocios en sus alrededores venden y hacen circular estas copias, ante la vista gorda de las autoridades (aunque en algún caso se acordó un pago por derechos de autor) y la resignación de los editores.

¿Cómo no recordar con cariño aquellas fotocopias marcadas, subrayadas, con anotaciones en los márgenes? Claro que muchas de esas marcas no las hacía uno al leerlas, sino que ya venían en la propia fotocopia, porque estaban en el original del cual se habían tomado. Uno les escribía encima y, aunque a veces no coincidía, la mayoría de las veces se dejaba influir —era inevitable— por las notas de ese lector previo y anónimo.

Tarea casi de arqueólogos era interpretar textos en fotocopias que eran copias de copias de malas fotocopias. Rastros de tinta como sombras de sombras. Como quien lee en un idioma que recién está aprendiendo, primero había que identificar qué palabra era esa que estaba sobre el papel para, en un paso siguiente, encontrar el sentido de la frase.

Cierto profesor nos encargó la lectura de varios libros por entonces agotados y casi imposibles de conseguir. París era una fiesta, de Hemingway, El largo adiós, de Chandler, y otros que ya no recuerdo. No había catálogos online donde buscarlos, como ahora, y dependías, en todo caso, de que alguien te pasara un dato: en esa librería les quedan un par de ejemplares, parece que en aquella otra te lo pueden conseguir (siempre y cuando tuvieras dinero, por supuesto). Las fotocopias eran la solución, desde luego, para la enorme mayoría.

Unas pocas veces viví la experiencia de encontrar un libro y reconocer, en la tipografía y en el maquetado de las páginas, que estaba ante un ejemplar original de la edición que, años atrás, había leído en fotocopias. Me embargó —no exagero— una certera y sutil emoción.

En su “Elogio de la fotocopia”, incluido en el libro No leer, de 2010, el chileno Alejandro Zambra cuenta: “Leíamos esos tibios legajos y luego los guardábamos en las repisas como si fueran libros. Porque eso eran para nosotros: libros. Libros queridos y escasos. Libros importantes”. Y así era.

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El desarrollo de tabletas, libros electrónicos y otros dispositivos de lectura me parecieron, desde el principio, un muy buen recurso para estudiantes: un posible sustituto para las fotocopias. Aunque, claro, si el precio de los libros es un problema, también lo es el de estos aparatos. Quizá en algún momento, tal vez dentro de no mucho, tener uno sea tan común como tener un teléfono celular. Pero, mientras eso no suceda, las fotocopias seguirán imponiendo su ley en los pasillos de la universidad.

(En Costa Rica, el tema ha generado incluso multitudinarias manifestaciones de estudiantes. La foto que ilustra este artículo corresponde a una de 2012.)

La mayoría de aquellas fotocopias que leí cuando estudiaba en la universidad están ahora guardadas en cajas, en una casa donde ya no vivo. Llevo años sin verlas (llevo años sin leer casi ninguna fotocopia, de hecho). No sé si alguna vez volveré a leerlas. No sé qué será de ellas. Pero les conservo un especial cariño, por todos los recuerdos guardados en ellas. Y es debido a eso, seguramente, que me caen tan mal esos lugares que me aclaran, sin que nadie les pregunte, que no fotocopian libros. Gracias por avisar. No venía a hacer fotocopias, pero mejor sigo hasta la papelería siguiente.

 

 

 

 

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(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.


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