¿Instalación artística o basura? (Museion Bozen-Bolzano)

El arte, el vacío y la basura

Cuadros que parecen pintados por niños y cuestan fortunas. Expertos en vino que se dejan engañar por las etiquetas de las botellas. Museos que exponen sus salas vacías. ¿Quién sabe qué es el arte?
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Un test en internet me pregunta si soy capaz de identificar si un cuadro fue pintado por un artista reconocido o por un niño. Me muestra 19 fragmentos de pinturas y debajo de cada uno, dos opciones. Por un lado, nombres propios como Jackson Pollock, Mark Rothko, Sam Gilliam, Franz Kline o Cy Twombly. Por el otro, siempre la misma alternativa: un niño. Acierto en diez de las opciones. “¡No está mal!”, me dice la nota final del test, “podrías ser un futuro conocedor de arte”. Podría, supongo.

Pero la verdad es que los acerté de casualidad. Podría haber elegido la opción correcta en los nueve cuadros con los que me equivoqué, y viceversa. Podría haberme equivocado en todos. El resultado corrobora una cuestión estadística: el 50 % de probabilidades que me otorgaba el mero azar. Esto es normal en alguien que, como yo, no sabe nada de arte. Sin embargo, parece que también le pasa a gente más preparada.

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En 2007, un programa de televisión español realizó un experimento. Se puede ver en el video de más abajo, pero lo resumiré aquí. Primero una periodista fue a una guardería y pidió a una docena de niños de dos y tres años que realizaran una “obra de arte”. En realidad, les pidió que pintaran sobre un lienzo como les diera la gana. Y salió lo que salió. Después, sin que la descubrieran, la periodista introdujo la pintura en la Feria Internacional de Arte Contemporáneo (conocida como Arco, que se realiza en Madrid y es una de las más importantes en su rubro a nivel mundial; el precio de la entrada en esa edición, 30 euros, generó cierta polémica) y la colgó en una pared, como si fuera parte de la muestra.

Más tarde pidió opinión sobre la obra a visitantes de distintas edades. Unos vieron en la tela “angustia y tristeza”. Otros, “muchas sutilezas”. “Es un cuadro complejo —dijo alguien— con mucha meditación detrás. La obra de un pintor con mucha experiencia”. “Es la obra de un hombre de cierta edad —arriesgó un hombre de cierta edad—, posiblemente con una carga erótica muy grande pero también con una represión muy grande”.

“¿Les parece caro si les digo que cuesta 15 mil euros?”, consultó la periodista. Una mujer dijo que no. “Veo que tiene mucho trabajo. Veo arte. Y el arte no tiene precio para mí”. Una chica reconoció: “Me dices el precio, entonces ya me empiezo a fijar…”. A unos muchachos les preguntaron si creían que, si lo hubieran pintado niños pequeños, el cuadro estaría expuesto allí. “Si le gusta a un crítico, puede ser”, respondió, con mucho tino, uno de ellos.

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La chica que, cuando le dicen el precio, “se empieza a fijar”, no es la única que actúa de esa manera. Al parecer, todos lo hacemos. El profesor de enología francés Frédéric Brochet es el autor de un experimento bastante famoso. Pidió a 56 expertos su opinión sobre dos muestras de vino, una proveniente de una botella de vino de mesa barato y otro, de una botella de vino caro y selecto. Casi todos los participantes opinaron que el vino caro era mejor, mientras que al otro lo hallaron “avinagrado” y “con un aroma poco interesante”. Lo que no sabían, claro, era que se trataba del mismo vino.

Dice Brochet en este video:

Los expertos, cuando prueban un vino de calidad, buscan sus virtudes, pero cuando prueban un vino barato buscan sus defectos.

Pero ¿no es así como funcionamos todos, no solo los expertos? La visitante de la feria Arco admitió que si le decían que el cuadro valía 15 mil euros “se empezaría a fijar”, sin duda, en busca de las marcas de calidad que justificaran ese precio. Si le hubieran dicho que era la obra de un grupo de niños de guardería, probablemente también se fijaría con mayor atención… en busca de los indicios de su carácter infantil, y de por qué esa obra no valdría gran cosa más que, probablemente, para los padres de sus autores.

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Las discusiones en torno al arte moderno son permanentes. Hace un par de meses, la artista Dolores Cáceres “sorprendió y enojó por igual”, según la prensa, al dejar vacías las salas de un museo en Córdoba, Argentina, destinadas a una retrospectiva de su obra. Esta jugada recordó, entre otras cosas, lo sucedido en la Bienal de São Paulo de 2008, cuando una de las tres plantas destinadas a tal muestra quedó vacía. Algunos medios dijeron entonces que se buscaba “evidenciar la crisis del arte”, y coincidieron en que el resultado “irritaba y entusiasmaba a partes iguales”.

Sin embargo, la vuelta de tuerca que hace mucho más interesante el caso de São Paulo tuvo lugar el día de la inauguración. Un grupo de cuarenta graffiteros asaltó el espacio vacío y, latas de aerosol en mano, rociaron de pintura sus, hasta entonces, inmaculadas paredes. Hicieron lo que pudieron hasta que los redujo la policía. La crónica del diario El País, de Madrid, cuenta que

la acción de los jóvenes fue aplaudida por un grupo de visitantes, quién sabe si porque creyeron que aquello formaba parte del programa o porque así expresaban su malestar por la original iniciativa.

Si las salas vacías son arte, ¿por qué no ha de serlo la acción de los graffiteros? Y, en todo caso, ¿esa acción no terminó siendo arte, más allá de sus propias intenciones, quizás incluso a pesar de ellas?

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El reverso de la moneda ocurrió en Italia hace unos pocos días. En el Museion Bozen-Bolzano, las artistas Sara Goldschmied y Eleonora Chiari representaron la corrupción y el hedonismo que arreciaron en ese país en los años 80 a través de una instalación que consistía en botellas vacías y demás objetos desparramados por el suelo, igual que si fueran los restos de una fiesta (como se ve en la foto que ilustra este artículo). El efecto fue tan realista que, al día siguiente, una empleada de limpieza del museo levantó todo y lo tiró a la basura. Dejó la sala pulcramente vacía, igual que las de São Paulo y Córdoba. ¿No es esa empleada también una artista?

Vittorio Sgarbi, uno de los mayores críticos de arte de Italia, fue duro en su análisis: “Si la empleada pensó que era basura, significa que lo era. El arte debe ser entendido por cualquiera, incluidos los trabajadores de la limpieza”.

Sin embargo, parece claro que no cualquiera entiende de arte. Más bien al contrario: muy pocos lo hacen. Muy pocos saben de verdad por qué hay que admirar en un museo lo que en cualquier otro sitio pasa inadvertido, o por qué un cuadro puede valer 15 mil euros, o millones, o conformarse con adornar una pared en la casa de un niño de guardería.

(Por cierto: empecé a escribir todo esto pensando en contar la historia de la mujer que compró un cuadro por 5 dólares en una tienda de artículos de segunda mano y después se negó a venderlo por 9 millones, porque está convencida de que su valor es de 50 millones. Pero me quedé sin espacio, así que tendrá que ser más adelante.)

 

 

 

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(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.


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