¿De qué manera podemos contagiar –en lugar de publicitar– el gusto por la lectura?

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Esta mañana Gabriel, hijo de una de las asistentes en mi oficina, me contaba que su mamá lo presiona para que él empiece, como mínimo, a hojear los libros que va a tener que leer el próximo ciclo escolar. Pero él no lee; como a millones de niños le cuesta trabajo concentrarse: a los pocos renglones desvía la vista y piensa en algo más.

Le digo emocionada que hace poco descubrí que mi película favorita de la infancia, Las brujas, estaba basada en una novela para niños de precisamente su edad. ¿Ya lo leíste? Me responde que ya vio la película, y le digo que la historia de la película es diferente a la del libro: en el libro más que una cacería de brujas, conocemos la perspectiva del mundo de un niño que ahora vive en el cuerpo de un ratón. Y eso sí que le interesó. En el libro no hay brujas buenas, además, entonces el final es distinto. Así que se lo voy a prestar con la condición de que me lo regrese antes de que terminen sus vacaciones. Nos dimos la mano para cerrar el trato.

Si le creemos a la Encuesta Nacional de Lectura y Escritura 2015 los mexicanos leemos en promedio 5.3 libros al año, 3.5 son leídos por gusto y 1.8% por necesidad escolar o laboral. En un año escolar Gabriel debe leer cinco libros infantiles que lo matan de flojera.

A la madre le preocupa que nomás no quiere leer, primero porque tiene serios problemas de la vista, usa lentes casi de fondo de botella. La pregunta está deslavada de tan antigua: ¿cuántos niños no leen porque no ven bien?

Me acordé de un artículo sobre la escuela pública Morris Academy del Bronx en Nueva York, en la que incrementaron el número de niños lectores al convertir las escuelas públicas en escuelas “comunitarias”, donde además de clases, se tratan malestares comunes como la miopía, las caries o los traumas emocionales que padecen con frecuencia los niños de bajos recursos. Además de profesores y administradores, el equipo está formado por trabajadores sociales, maestros entrenados para ser consejeros estudiantiles y alumnos entrenados para ser tutores de los más jóvenes. Todos desayunan en la escuela, y después de clases se hacen sesiones de tutorías o de baile, por ejemplo.

Pero, el otro problema de Gabriel es que de veras no le gusta leer. Le preguntamos por varios títulos y no lo atraparon o no le interesó siquiera intentarlo.

¿Tienes reloj? Sí. ¿Qué tal 15 minutos de leer y 15 minutos de otra cosa? Me distraigo. Si te alcanza la distracción dile que te espere tantito; que ahorita hacen esa otra cosa. Lo piensa con la mirada cuajada en su reloj y luego me dice que es el mismo que tiene uno de los agentes de no sé cuál programa de misterio.

El tema del tiempo me recordó esa campaña mexicana Leer Más 2016 en la que personas de la ¿farándula? dicen leer 20 minutos al día, “con la idea de mostrar el compromiso del sector privado del país de apoyar la promoción del hábito de la lectura”. ¿Leer qué, dónde y por qué?  

Prefiero pensar en de qué manera podemos contagiar –al contrario de publicitar– el gusto.

Muchos padres llenan sus casas de libros infantiles y esperan a que la magia suceda. Muchos padres recompensan a sus hijos con dulces, juguetes o una lanita, pero a largo plazo los chicos entienden la lectura como una estrategia para conseguir regalos y no como un placer. La recompensa, en todo caso, puede ser una visita a la biblioteca, una experiencia y no un objeto, que celebre la lectura y la relación entre padres e hijos.

Otros padres se sientan a leer sus propios libros e invitan a sus hijos a que los acompañen, o leen en voz alta el mismo libro con ellos. Pero hay muchos que no tienen tiempo para leer con ellos, y tampoco el dinero para comprar libros.

¿Cómo le hacen ustedes para animar a sus hijos a leer?

Nomás de estar hable y hable de libros, Gabriel solito agarró un libro de los que su madre le metió a la mochila y sin decirle nada a nadie se fue a leer a un sillón. 

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