La peste y el informe Clot-Bey

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Antoine Bartholomy Clot-Bey

En 1798 Thomas Robert Malthus, en el Ensayo acerca del principio de la población, tan impugnado que se convertiría en un clásico de los estudios demográficos, alertaba a la humanidad sobre el caso de que la población humana crece en progresión geométrica mientras los alimentos disponibles sólo crecen en progresión aritmética. Y, aunque desde entonces la tesis ha sido impugnada por científicos opuestos al alarmista Malthus, resulta hoy que vastas zonas de la Tierra sufren de ese monstruo humano, demasiado humano: la explosión demográfica. Las estadísticas, ya alarmantes tan sólo considerando la cantidad de seres vivos que pisan “nuestro” planeta, no toman en cuenta la sobrepoblación de las momias tal como la estudia un libro que hace cuarenta años hallé en el mercado de viejo de la Lagunilla: De la Peste observée en Egypte/ Investigations et considerations sur cette maladie, un informe presentado en 1840 a la Academia Real de Medicina de París por el doctor Antoine Bartholomy Clot-Bey (presidente del Consejo General de Salud de Egipto) con el propósito principal de rebatir la teoría de que la peste fuese contagiosa. Más allá de su certificable o rebatible condición científica, el informe tiene algunas páginas narrativas tan apasionantes como las del Diario del Año de la Peste en Londres, de Daniel Defoe, que Buñuel quería poner en cine. Y yo casi juraría que en la soñada película Buñuel hubiera incluido una escena como la descrita por el doctor Clot-Bey:

Durante la epidemia de 1835 el convento de los Padres del Monte Sinab, en El Cairo, aunque sometido a la rigurosa cuarentena general, fue atacado por la peste. Me llamaron al claustro y al entrar vi en medio de una sala inmensa a un venerable padre calvo y de larga barba blanca, sentado en una silla de la que parecía a punto de caerse al enlosado suelo. Muy lejos de él, y cautamente pegados a las paredes, formaban corro los otros religiosos, espectadores pasivos de sus sufrimientos, y ninguno (me avergüenza decirlo pues se trataba de hombres franceses y cristianos) acudía en su ayuda. Aquello no era una ceremonia sino un efecto del terror. Para auxiliar al enfermo, solicité la ayuda de alguno de los sacerdotes, pero ninguno se movió, y sólo cuando estaba a punto de recurrir a un sirviente musulmán, uno de los frates, movido por mi regaño, accedió a ayudarme.

En las descripciones de la desintegración y humillación de la carne enferma desplegadas por el minucioso y alucinante informe Clot-Bey, tal vez Salvador Elizondo, el autor de Farabeuf y de El hipogeo secreto, hallaría materia para su poética escritura perversa en esta página de mero reporte médico:

En un viaje que hice a Candia he visto leprosos relegados fuera de los muros de las ciudades y sin embargo en contacto cotidiano con los habitantes. Entre esos enfermos hay muchachas que sólo tenían leves señales del mal, aunque frecuentemente ocultas, y estas mujeres, a algunas de las cuales la lepra las vuelve más esplendorosamente bellas y les acentúa el furor amoroso, tienen innumerables relaciones sexuales con muchachos empujados por la lujuria hacia dichas hetairas.

Volviendo al tema de la sobredemografía, hay en el informe Clot-Bey una nota de un tal Labat acerca del embalsamiento o la momificación, ciencia o quizá arte en que brillaron los egipcios y, si bien puede parecernos tan alucinante como alguna especulación del “patafísico” doctor Faustroll (álter ego del poeta Alfred Jarry, creador de Ubu Rey), tiene rigor científico en su dominio de la aritmética y la geometría:

Si fuese verdad, como pretenden mis admirados colegas, doctores Pariset y Lagasquie, que el antiguo Egipto tenía una salubre atmósfera gracias al embalsamamiento general de los cuerpos humanos y animales, y que la peste se habría originado allí a partir de la época en que se abandonó la práctica de la momificación general, se comprende fácilmente que no hubieran sido necesarios muchos siglos para que en el populoso valle del Nilo los muertos terminasen expulsando a los vivos. Siendo allí el término medio de la vida humana de veinte años, en cada siglo renacía cinco veces la masa corporal de una población. En consecuencia, en tres mil años se habría dado la momificación de ciento cincuenta poblaciones egipcias de siete millones de individuos, los cuales habrían arrojado un total de mil y cincuenta millones de momias tan perfectamente conservadas como las de los hipogeos de Tebas. Y esta aterradora cantidad de momias, más las de la considerable cifra de animales momificados para acompañarlas en los sepulcros, habría ocupado un espacio muy superior a la superficie total de Egipto, que se vería convertida así en un inmenso y abigarrado hipogeo.

Impresionante desarrollo el delegado por Clot-Bey a nuestra imaginación: una incesante explosión demográfica de augustos o anónimos cadáveres secos de hombres, mujeres, niños, gatos, aves, etc., y sus consecuencias en la historia planetaria, pues, para ganar no sólo espacio vital sino además espacio funeral, los egipcios habrían necesitado de un faraón emprendedor de incesantes guerras de conquista, y quién sabe si a estas horas todo “nuestro” planeta no fuese un enorme, un creciente, un giratorio y alucinante hipogeo nada secreto.

(En el momento en que escribía el final de este artículo tuve que pasarme la mano por la cabeza para amansarme los cabellos erizados por el horror. Así que, lector, más vale abandonar el asunto y dejarlo congelado en su aritmética-geometría del espanto).

(Publicado en Milenio Diario el domingo 22 de febrero de 2009)

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Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.


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