La migraña de la antorcha

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La organización de cualquier encuentro deportivo tiene esencialmente un objetivo: la difusión de la cultura y sociedad del país sede. Por ejemplo, la Copa del Mundo de 2010 será, para Sudáfrica, la oportunidad de persuadir al planeta de la posibilidad de un continente africano moderno, capaz y pujante. No es ninguna casualidad que el afiche oficial de la competencia sea el perfil de Samuel Eto’o, el gran delantero camerunés, inclinado de tal manera que evoque la silueta misma de África.

El caso de los Juegos Olímpicos es aún más evidente. Es imposible separar los juegos de Barcelona o de Sydney de la difusión de la identidad australiana y catalana. Después de apagada la flama, el mundo ya sabía de qué estaban hechos ambos sitios. Ahí mismo radica, naturalmente, el riesgo de la organización de una fiesta que convoca al mundo entero. Pienso, ahora, en la Copa América de futbol celebrada en Venezuela hace un par de años. La intención del gobierno chavista era mostrar una cara amable y eficiente. Consiguió lo contrario: los periodistas destacaron la precariedad de la vida en Venezuela y los aficionados —que gritaron consignas en contra de Chávez hasta cansarse— se encargaron de evidenciar la discordia imperante en el país. Ni hablar, por supuesto, de la legendaria reacción de Adolfo Hitler frente al triunfo del velocista Jesse Owens, y otros atletas de color, durante los juegos de 1936. Después del desplante racista del dictador alemán, nadie en el mundo pudo realmente ignorar la verdadera cara del régimen Nazi. Otro caso fue la matanza de deportistas israelíes —y la torpeza de la policía alemana— durante los juegos de Munich. Lo ocurrido entre el 5 y el 6 de septiembre en la villa olímpica de esa ciudad alemana marcó para siempre a Oriente Medio y puso de nuevo sobre la mesa las heridas del Holocausto.

Por todo esto, en el entendido de que un encuentro como los Juegos Olímpicos es un escaparate sin parangón para un país, el gobierno comunista chino enfrenta una crisis de enorme magnitud. En las últimas semanas, con el asedio a la flama olímpica en todas las ciudades por las que ha pasado, el régimen autoritario de Pekín puede haber perdido ya la batalla de relaciones públicas que está, para la sede, en el corazón de toda experiencia olímpica. En 2001, al ganar el derecho a ser anfitrión de los Juegos Olímpicos, el ministro del deporte chino anunció que la oportunidad de ser sede traería “progreso cultural, educativo, deportivo y, crucialmente, en la agenda de derechos humanos” para el país. Esa era también la apuesta del Comité Olímpico Internacional, que tuvo que capear una tormenta de reclamaciones cuando decidió otorgar la sede a China. Por eso no resulta descabellado asegurar que, hoy, el gigante asiático ya ha fracasado como sede olímpica: aunque los juegos resulten un éxito (como seguramente ocurrirá), la mancha que ha dejado la masacre en el Tíbet y las protestas frente a la antorcha serán permanentes.

Y eso es sin tomar en cuenta lo que pueda ocurrir dentro del evento. Hace unos días entrevisté al embajador chino en México, Yin Hengmin. Al final de lo que fue una charla ciertamente complicada, le pregunté qué haría el gobierno chino si un atleta decide manifestarse en favor de la liberación del Tíbet durante, digamos, una ceremonia de premiación de alto perfil mediático. Al embajador no le gustó la pregunta: “Esa es sólo una hipótesis” y sobre situaciones hipotéticas, me aseguró, no tenía opinión alguna. Para ser solamente una hipótesis, lo que le planteé tiene mucho de probable. Ya en 1968, los velocistas Tommie Smith y John Carlos aprovecharon la premiación de los 200 metros planos para, de manera memorable y polémica, reivindicar la identidad afroamericana en el marco de la lucha por los derechos civiles en Estados Unidos. Y como ese hay varios ejemplos más. En suma, es muy posible que un atleta decida aprovechar el podio olímpico para defender la causa tibetana y quitarle lo hipotético a la pregunta que se negó a responder el embajador Yin.

¿Qué hará el gobierno chino en ese caso? Es difícil saberlo. Está de más repasar la historia de censura del régimen de Pekín. Apenas en este mes, durante los disturbios en el Tíbet, los chinos dieron información a cuentagotas y a su muy orwelliana manera. También en ese espíritu pusieron límites a YouTube. Nada de eso podrán hacer si un atleta tiene los pantalones de sacar la bandera tibetana al recibir una medalla. ¿Tendrá China el descaro de detener una manifestación legítima como esa o preferirá salvar lo poco que le queda por salvar en este desastre de imagen en que se ha metido? Faltan menos de cuatro meses para averiguarlo.

– León Krauze

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(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.


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