He visto al diablo

Gabriel Lara reseña He visto al diablo, la última en la larga lista de cintas ultra violentas del cine oriental.  
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Estrenada modestamente en el pasado Festival Internacional de la Ciudad de México, He visto al diablo camina con pasos de gigante, largos y parsimoniosos. Tarda en arrancar y tarda en concluir. Queda claro desde los primeros veinte minutos, donde aparecen más personajes que registros emocionales y más registros que circunstancias.

En ellos, un asesino aprovecha la soledad en la carretera de una mujer feliz con su próximo matrimonio y con su embarazo. Al día siguiente, aparece desmembrada en una rivera mugrosa, rodeada de hierba seca y lodo. La prensa no tarda en agolparse sin misericordia. Están presentes el novio y el padre de la víctima –uno, miembro de las fuerzas especiales; otro, ex jefe de la policía coreana. En el clímax de estos veinte minutos, la cabeza de la chica rueda entre los pies de la prensa, frente a los ojos de su padre..

El ahora viudo Soo-Hyun emprende una pesquisa muy breve. Hay tres presuntos asesinos, y ha descartado a dos. Sólo falta encontrar al culpable –Kyung-Chul–, que sigue engordando su currículum. Pero si a casi nadie le importa la muerte de la primera víctima, menos las que le siguen. Para contárnoslo, Kim Jee-won desenvuelve sus imágenes con elegancia Fritzlangiana:

Vemos a Soo-Hyun cavilar en su departamento, a través de su ventana:

 

La cámara se aleja:

Recorre la ciudad, movida por la suave mano de Dios:

Atraviesa la oscuridad y se detiene:

Asesino y vengador se topan rápidamente. Estamos apenas en el minuto 51 –de 140–, y presenciamos una paliza memorable. Es el primero de varios encuentros, y la película nos ha dejado claro que no está interesada en resolver ningún misterio. Es por eso que nos permitimos algunos adelantos de la trama en esta reseña.

Soo-Hyun le perdona la vida a Kyung-Chul, pero introduce un rastreador en su estómago. A diferencia de las primeras imágenes de la película –donde Kyung-Chul husmea las carreteras nevadas a bordo de la camioneta escolar que trabaja–, el asesino se convierte ahora en el animal a cazar.

Ambos, Soo-Hyun y Kyung-Chul, son huesos durísimos de roer. Uno es un superpolicía, con la destreza, la tecnología y el odio de su lado. El otro tiene a su favor sólo un escudo gigantesco: el cinismo. No me extraña que su postura, cuando enfrenta al solemne Soo-Hyun, se parezca tanto a la del también cínico Esopo de Velázquez:

La persecución marca el resto de la película. Kyung-Chul tarda en comprender cómo su perseguidor lo encuentra tan fácilmente –para después zarandearlo– pero, entre uno y otro encuentro, no deja de divertirse con víctimas frescas. En el máximo despliegue de la película, Kyung-Chul asesina a dos personas a bordo de un taxi mientras una cámara gira alrededor de los tres: la película pierde su solemnidad en virtud del goce máximo de la técnica. Ahora nosotros somos los chismosos que se divierten con Kyung-Chul, ese guasón del proletariado:

A pesar de que su salud se ve mermada paulatinamente con los castigos de Soo-Hyun, el asesino no piensa estancarse en la frustración. Las cosas cambian cuando Kyung-Chul descubre el dispositivo rastreador. No duda en laxarse y en echarse un chapuzón al fondo de su mierda con tal de tomar la ventaja. El pequeño y relativamente cómodo universo de Soo-Hyun se quiebra: ya no puede darle más oportunidades a su víctima, quien jugará una última broma antes de ser enviado al infierno. Tras la catarsis final, Soo-Hyun pierde su rictus encabritado, y llora inconsolablemente.

Pero así como El discurso del rey no es una película sobre la tartamudez, He visto al dialbo no es una película sobre la venganza. Una vida agridulce (2005), la primera gran bomba entre la crítica de Kim Ji-Woon, exploró terrenos similares: un matón humillado por su propio jefe tras enamorarse, defender a una mujer y a su amante. En Ha visto al diablo, el protagonista sabe que nada le devolverá a su prometida, ni a su hijo, ni la tranquilidad. Soo-Hyun es un Hamlet que ha cambiado el verbo por las artes marciales, pero no deja de ejercer su castigo con fervor en la mirada y solemnidad: ni cuando está en peligro se detiene. El honor y el amor son enormes pero, contrario a lo que suelen decirnos, servirán para destruir, no para construir.

“Busca la profundidad de las cosas”, escribió Rilke alguna vez, “búscala en el fondo del mar, allí donde nunca logra descender el cinismo”.

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