Greenberg

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Con Greenberg, su última película, Noah Baumbach se ha vuelto el rey del cine incómodo. No faltarán quienes digan que ese trono le pertenece a Todd Solondz. Pero las situaciones escabrosas en las cintas de Solondz pecan de facilotas (¿o a alguien se le ocurre un escenario más propicio para la incomodidad que una franca charla entre un pederasta y su vástago de once años?). Desde The Squid and the Whale, Baumbach se ha caracterizado por encontrar –y exprimir– atisbos disonantes de la vida diaria en momentos aparentemente anodinos: un duelo de ping pong entre padre e hijo o una conversación en un laboratorio de química entre un chico y su novia. Parte de lo que hace memorable a aquella película protagonizada por Jeff Daniels y Laura Linney es su semejanza con la vida real. El magnífico oído de Baumbach parece estar en sintonía con el vaivén de las conversaciones auténticas: diálogos que terminan abruptamente tras un comentario fuera de lugar, cambios de tono, circunstancias que son difíciles de digerir porque parecen parte de nuestras propias biografías.

Greenberg es aún más incómoda que las otras cintas de Baumbach. Y si es así es gracias a su protagónico. Ben Stiller interpreta a Roger Greenberg, un neurótico de la talla del personaje de Jeff Daniels en la plurinominada The Squid and the Whale, pero al que hay añadirle el temperamento de Nerón y la esquizofrenia de Gollum. Tras mudarse de vuelta a Los Ángeles para vivir en la casa de su hermano, Greenberg –recién dado de alta de un manicomio (o algo similar)– entabla una relación con Florence, una monógama frustrada de 25 años interpretada por la sutilísima Greta Gerwig. Y desde la primera “cita”, Baumbach le da rienda suelta al guionista malévolo que lleva dentro: cada secuencia esconde una vuelta de tuerca, un instante desagradable, un silencio espeso, un momento de neurosis inexplicable en el que Greenberg enloquece y desbarata al que tiene enfrente.

Hay algo innegablemente satisfactorio en ver el talento de Baumbach desenvolverse en pantalla. A pesar de que no es ningún estilista –sus cintas son coherentes estéticamente, pero parcas–, este director neoyorquino sabe que su fuerte está en los diálogos, en esa habilidad sin paralelo que tiene para hacer que las secuencias cambien de tesitura de un segundo a otro. Sin embargo, hasta el mejor truco cansa al verlo por enésima vez. Después de veinte secuencias al hilo en las que Greenberg hace pedazos a Florence no nos queda más que esperar exactamente el mismo resultado en la siguiente secuencia. Que inexplicablemente se lleva a cabo, a pesar de que cualquier otro personaje en cualquier otra cinta habría dejado de buscar a un personaje como Roger desde el primer insulto.

Y el mayor problema de Greenberg reside precisamente en esa problemática: en lo que esperamos como audiencia. Como si fuera más un high roller en Las Vegas que un director, Baumbach juega dos o tres manos más de las necesarias, empujando a su personaje hacia el terreno de lo irredimible. El resultado es que no esperamos –ni queremos– que termine quedándose con Florence (que, para estas alturas, nos importa más que el autómata de Greenberg). Pero Baumbach no prevé esta posibilidad. A diferencia de The Squid and the Whale, en donde el tono de la cinta jamás se le escapa ni un ápice de las manos, esta cinta da la impresión de haber sido orquestada por un director que no conoce los elementos que está metiendo a la mezcla. Greenberg se siente como una historia mucho más dura de lo que su director supuso que sería. Y ni diez mensajes telefónicos como el del final, ni todas las canciones dignas de una película de Spike Jonze que Baumbach inserta para endulzar su agrio producto, pueden suavizar el corazón sádico de Greenberg: un hueso muy, muy duro de roer.

– David Andreu

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