Relectura de la Oración del 9 de febrero

La Oración del 9 de febrero (1930) de Alfonso Reyes, es una de las piezas más perfectas y conmovedoras en la historia de la prosa hispanoamericana.
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La Oración del 9 de febrero (1930) de Alfonso Reyes, es una de las piezas más perfectas y conmovedoras en la historia de la prosa hispanoamericana. Alfonso Reyes la comenzó a escribir, en Buenos Aires, diecisiete años después de la muerte de su padre, el general Bernardo Reyes, quien se expuso, heroico y suicida, a morir ametrallado a las puertas de Palacio Nacional, durante la Decena Trágica.  No juzga Reyes, en su padre, al militar levantisco que no se avino, primero, a la decisión del dictador Porfirio Díaz de apartarlo de su sucesión ni a la lealtad debida, después, al gobierno democrático del presidente Madero. Temprano por la mañana del 9 de febrero de 1913, el general Bernardo Reyes, frustrado aspirante a hombre fuerte de México, fue liberado de la prisión de Santiago Tlatelolco para que se pusiera al frente de aquella asonada que volvió ineluctable, radical y sangrientísima a la Revolución Mexicana. La muerte del antiguo gobernador de Nuevo León puso fin al Antiguo Régimen. Según Alfonso Reyes, terminaba, también, ese día aciago, nuestro romanticismo: para el hijo, su padre, lector de Espronceda y de Darío, representaba el honor de los antiguos y ninguna incisión podía tolerarse entre la carrera de las armas y la de las letras. No creo haber reparado, en 1989 cuando leí por primera vez la Oración y escribí sobre ella, que Alfonso Reyes, a propósito de esa negativa de su padre a separar la poesía de la vida, menciona que aquel “hubiera maldecido a Julien Benda y su teoría de los clérigos” pues “no veía diferencia entre la imaginación y el acto: tan plástico era para el sueño”. Reyes, por el contrario, decidió seguir, a costa de muchas cosas (de un pedazo de posteridad, calculo), la teoría de Benda y ser el clérigo ejemplar… Pero vuelvo a la sensación, registrada por Alfonso Reyes, de esa edad extinta junto con su padre: cuando se entregó el general Reyes en Linares, en la Navidad de 1911, dice la Oración, que fueron los vecinos quienes arropaban a quien, “desgarrado”, se negaba a llevar vida de fugitivo: “Todos han adivinado que con ese hombre se rinde toda una época del sentir humano”.

Alfonso Reyes, tan alejado en temperamento de su padre –disonancia emocional que es uno de los temas nada secretos de la Oración del 9 de febrero– hubo de marcharse al destierro, manchado por un pecado ajeno, del cual volvería convertido en el más grande escritor mexicano de su tiempo. Y vaya que lo fue: ¿qué prosista, qué poeta, habría sido capaz de escribir, en 1930 algo como la Oración y además, dejarla guardada en un cajón como una lección póstuma? Hay elegancia suprema en el acto de no publicar y a veces, en el acto de hacerlo. En un ejercicio de altísima retórica, la que había estudiado en sus fuentes griegas, Alfonso Reyes encaró su orfandad largamente meditada e hizo de su hermoso, distante y errático padre, un cómplice reconfigurado gracias a la ternura, y desde luego, a la muerte tan estrictamente trágica elegida por el general.

Me importa menos el retrato del padre, con todo y lo excelso que es Alfonso Reyes al vindicarlo sin inmiscuirse en las razones políticas o ideológicas de su muerte, que el sentimiento del hijo. No sé si pueda compartirse, en términos históricos, que la muerte del general, como afirma,  fuese “la culminación del cuadro de error que ofrecía entonces toda la ciudad. Con la desaparición de mi padre, muchos, entre amigos y adversarios, sintieron que desaparecía una de las pocas voluntades capaces, en aquel instante, de conjurar los destinos”. Pero el hijo no podía decir otra cosa –porque nada quiso conjurar, ni el destino propio, el enloquecido viejo– y tras hacerlo, el doliente entra en materia. Pocas veces, quizá nunca, he leído líneas tan descarnadas y exactas sobre el duelo, como las siguientes: “Después me fui rehaciendo como pude, como se rehacen para andar y correr esos pobres perros de la calle a los que un vehículo destroza una pata; como aprender a trinchar con una sola mano los mancos; como aprenden los monjes a vivir sin el mundo, a comer sin sal los enfermos. Y entonces, de mi mutilación saqué fuerzas. Mis hábitos de imaginación vinieron en mi auxilio”.

Muchos de sus lectores hemos osado acusar a Alfonso Reyes de fría y desdeñosa indiferencia por haberse refugiado en una amabilidad libresca ajena a la ansiedad romántica y a la violencia de los siglos. Sabio en aquello en que cabe serlo, el contraste entre la vida y la muerte, lo temporal y lo eterno, Alfonso Reyes dispuso la publicación póstuma –llevada a cabo por  Ediciones Era en 1963 y en una edición a la que se agregaba, como se hace ahora, el facsímil del manuscrito– de esta Oración del 9 de febrero para responder, implacable y generoso, a la ofendida impaciencia de sus críticos. Cumplidos cien años de la Decena Trágica y del sacrificio del general Bernardo Reyes, esta oración, más laica que religiosa y más pagana que cristiana, acaso deba ser saludada, por los nuevos lectores de Alfonso Reyes, como el pórtico de toda una enorme obra, la suya, que mal tolerada, desdeñada e incomprendida, es una de las muestras más fieles de civilización –ruina y hogar, monumento y paraíso– que nuestra literatura le puede ofrecer al porvenir.

(Publicado previamente en el periódico Reforma)

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es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile


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