La puerta abierta

 Un comentario al largo poema de Jorge Esquinca, Descripción de un brillo azul cobalto. 
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La muerte del padre es uno de los temas más dramáticos y legendarios de la poesía mexicana. El tópico es universal aunque entre nosotros aparezca como la maldición de Pedro Páramo: ver cómo el padre se acaba por derrumbar con un montón de piedras. Está el inolvidable fragmento de Pasado en claro (1975) en que Octavio Paz recuerda la muerte de su padre, “atado al potro del alcohol” y desmembrado por un tren. Está, “† 9 de febrero de 1913” (1932), el soneto de Alfonso Reyes dedicado al general rebelde Bernardo Reyes, acribillado en la víspera de la Decena Trágica. Está “Algo sobre la muerte del mayor Sabines” (1973), de Jaime Sabines, tan recitado: “Esperar que murieras era morir despacio…”

Hay otros muchos, según me cuenta Hernán Bravo Varela, mi informante: al padre y a su muerte le han escrito poemas Enriqueta Ochoa (“Retorno de Electra”, 1978), Francisco Hernández, Vicente Quirarte, Eduardo Milán, Daniel Téllez. Jorge Esquinca (ciudad de México,1957), con Descripción de un brillo azul cobalto, toma su lugar con un poema largo que alterna y acaba por convertir en uno –paralelas falsas, no euclidianas– a la muerte del padre y a la de Gérard de Nerval. No es extraño que Esquinca, devoto de ese romanticismo francés sublimado por Rimbaud, se haya decidido, a hacer del poeta Nerval, un padre.

Escribe Esquinca: “resuenan las pisadas de mi padre / en otra calle /en otro tiempo / Rue de la Vieille–Lanterne / dieciocho grados bajo cero /el cangrejo más pesado que una roca / en la noche de Tuxtla / de pronto fría como una morgue / avanza mi padre / avanza la niebla / no se puede ver nada / el aire se ha vuelto / el cangrejo es un trozo de cristal / le gentil Nerval / paga la cuenta /recoge su sombrero / retira al cangrejo de la mesa / las notas de un piano se rompen / contra el aire duro”

Esquinca es un poeta orfebre (el término, aunque cursi, es exacto) y es inevitable pensar en toda su obra como una corona que, primero sueño, fue meticulosamente diseñada hasta poder inscrustarle en el centro esa piedra negra, radiactiva, que es la muerte del padre.  Esa voluntad en la cual el poeta se toma la molestia de anticipar, profeta y medio, sus poemas venideros es propia, además –lo dice Marc Fumaroli hablando de Maurice de Guérin– del creador de poemas en prosa; el género fantasmal por excelencia, aquel en que la prosa rememora un poema ideal que se esfumó sin haberse podido escribir y cuyo residuo se preserva. Lo sabe Esquinca, autor, en El cardo en la voz (1991), de algunos de nuestros poemas en prosa más penetrantes.

Es decir, Descripción de un brillo azul cobalto ya estaba explícito en Alianza de los reinos (1988), reunión de la primera parte de la obra de Esquinca, donde el padre y su coche aparecen asociados a la celebración de una parvada. Años después, el padre, siguiendo el curso natural, ya no es adánico sino fúnebre, escatológico (asociado a la sabiduría de lo finito) y se une a Nerval, padre electivo de un poeta que elige fatalmente a sus héroes en el panteón romántico. En el cielo que comparten el padre, Nerval y Esquinca, caen ángeles, algunos sobre París, otros de oro hueco sobre la cabeza del padre quizá durante el temblor capitalino de 1957, año de nacimiento de Esquinca. En ese mismo cielo siguen apareciendo las mujeres-niñas, algunas del orden místico, que cruzan toda la poesía de Esquinca: doncellas, hilanderas, sibilas.

Quizá el motivo de la muerte del padre fue perfeccionado por Esquinca en Vena cava (2002), su mejor libro, donde se lee un poema excepcional, “La última moneda”. El poeta se despide de un moribundo, quien a lo largo de la vida se meció en las aguas del erotismo y que ahora espera en otro mar. Ese moribundo apenas escucha el ruego, a la vez imperativo y tierno, mandón, de quien lo ve morir: “¿Qué puedo hacer por usted? ¿Hay algo que todavía pueda hacer por usted?” Sorpresivamente, le responde: “Dame diez pesos. Dame una moneda de diez pesos (…) Sí. Necesito diez pesos para mi pasaje.”

El poeta busca la moneda que su maestro Elías Nandino –nos enteramos al final del libro– necesitaba con urgencia para pagarle el viaje a Caronte y cruzar el río de la muerte. Esquinca, como todo poeta, quiere pasarse de listo y como Orfeo, Herácles o Psique, hacer el viaje gratis y volver para contarlo. Descripción de un brillo azul cobalto desarrolla, creo, aquel poema de Vena cava: el padre se desdobla en maestro (del poeta Nandino al poeta Nerval) y Esquinca, no en balde el traductor de Maurice de Guérin y nutrido de clasicismo como buen romántico, cambia a la muerte por el sueño. La moneda muda, también, de destino: pasaba de boca en boca, alimento de los amantes en Alianza de los reinos. En Vena cava sirve de óbolo, precisamente y se la lleva el padre–maestro sobre los ojos.

Esquinca a consagrado, en desorden, sus poemas a los tres reinos (y a un cuarto reino, el del corazón) y le  ha llegado, en Descripción de un brillo azul cobalto,  la hora del padre, confiado (como lo estuvieron antes que él Reyes y Paz, no Sabines) en que la puerta de la infancia (lo parafraseo) no cierra. Dice Esquinca:

“Como el vapor en la atmósfera/ de un hospital donde mi padre/ abre los ojos para que yo vea / la muerte habitarlo súbita/ violenta eficaz insondable / la muerte que vuelve / a ocupar un espacio suyo /desde siempre / así / como lo digo / en un santiamén”

El padre, decía el fenomenólogo Eugène Minkowski, remite al género, la madre, al individuo; somos personas en la medida materna, mientras que la tribu, la civilización, es paternal. Es raro encontrar a quien se inventa una madre; no se puede sobrevivir sin la invención de un padre.

 
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es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile


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