Lo mejor de Philip Seymour Hoffman

Nuestros colaboradores recuerdan lo más destacado de la carrera del recién fallecido actor estadounidense. 
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En Mary and Max

Philip Seymour Hoffman solo prestó su voz para una película animada. Mary and Max es una pequeña película australiana que relata la historia de dos amigos por correspondencia: Mary, una introvertida niña de ocho años en los suburbios de Melbourne; y Max, un adulto de 44 años con obesidad mórbida y síndrome de Asperger que vive en Nueva York. La película nos muestra su amistad a lo largo de 20 años, sin usar diálogos. Solo escuchamos la voz de Hoffman como Max y Toni Collette como Mary, leyéndonos las cartas que intercambiaron a lo largo de su amistad.

Aquí, Max le explica a Mary lo que es el síndrome de Asperger:

 

A pesar de sus características físicas, Hoffman tenía la habilidad de desaparecer en cualquier papel sin ayuda de maquillaje o prostéticos. Su trabajo vocal en Mary and Max da algunas pistas de su talento. Basta ver la escena. Cuesta trabajo imaginar a Hoffman tras el micrófono. Su persona se pierde en la voz de Max. Desde lo cuidado de su acento neoyorkino, pasando por la fragilidad de un hombre enfermo explicando humildemente su padecimiento. Lo más impresionante es su habilidad para balancear la frialdad que esa enfermedad propicia con la calidez de sincerarse ante un completo extraño.

El Max de Hoffman es completamente distinto a cualquier otro personaje que le conocimos en pantalla. Es aun más delicado que su Truman Capote. Su voz nos invita a imaginar una serie de papeles que ya no lo vimos interpretar. Una serie de personajes que vivirán en el hubiera. Y nos deja claro que Hoffman nos podía hacer sentir lo que fuera. “There is one thing I wish I could change, however. I wish I could cry properly”, dice Max al final del clip y nuestro corazón se encoje por un momento. “I cry when I cut onions but this does not count”, concluye, y nuestro corazón vuelve a la normalidad.

-Rodrigo Rothschild

 

En Almost Famous

Del ramillete de grandes actuaciones posibles de Philip Seymour Hoffman —favoritas personales: Scotty J en Boogie Nights, Phil Parma en Magnolia, Freddy Lounds en Dragón Rojo, Caden Cotard en Synecdoche, New York y Paul Zara en The Ides of March—, me quedo con su Lester Bangs. El de Hoffman era un Lester Bangs periférico; Casi Famosos no gira en torno suyo —como varias de sus mejores actuaciones—. Lester aparece tan solo unos cuantos minutos, pero le basta para cincelar su presencia en la memoria: al verlo encorvado sobre el teléfono, dándole unos cuantos consejos al jovencísimo William Miller, uno sabe que ese tipo sabe. Lo sabe todo sobre el periodismo, lo sabe todo sobre la música —casi en consecuencia, lo sabe todo sobre el periodismo musical— pero, mejor aún, su Lester Bangs también sabe todo sobre la vida. “I’m glad you were home”, le dice Miller mientras hablan; “I’m always home”, contesta Bangs, “I’m uncool”. 

La única moneda en este mundo en bancarrota es lo que compartimos con alguien cuando no somos cool, habría de rematar ese Lester Bangs: el único Lester Bangs cinematográfico que reconozco.

 

-Luis Reséndiz

 

En The Master

Cuando Lancaster Dodd (Philip Seymour Hoffman) se presenta con Freddie Quell (Joaquín Phoenix) en The Master (2012) de Paul Thomas Anderson, lo hace con estas palabras: “Soy escritor, soy médico, soy físico nuclear y soy un filósofo teórico, pero por encima de todo ello soy un hombre.” En esa línea resuena ese otro gran ham, Orson Welles, que alguna vez se presentó así ante un auditorio casi vacío: “Mi nombre es Orson Welles, soy actor, soy escritor, soy productor, soy director, soy mago. Aparezco en el escenario y en la radio. ¿Por qué yo soy tantos y ustedes tan pocos?” Y también hay algo en esa línea de la textura actoral del propio Hoffman: móvil, inestable, cambiante. Grandilocuente –la parquedad era de sus recursos menos a la mano–, siempre a una frase de dejarse hipnotizar por la melodía y la retórica. Uno de mis ejemplos favoritos de esa fascinación por el sonido y la fuerza del discurso en Mi novia Polly (2004), que nadie incurrirá en considerar entre las obras maestras de todos los tiempos. Hoffman es Sandy Lee, un sobreactor desempleado que en esta escena “interpreta” a su amigo Reuben Feffer(Ben Stiller) en una junta laboral de emergencia. Todo lo que dice es falso, pero verdadero es el impulso, verdadero el ardor. O no.

 

-Alonso Ruvalcaba

 

En Synecdoche, New York.

Esta película significó el debut directoral de Charlie Kaufman. Y por su fracaso en taquilla, quizá sea la última. Philip Seymour Hoffman hace brutal notaría de la tragicomedia de un director de teatro, Caden Cotard, obstinado en lograr lo impensable: representar la realidad depurándola de todas sus ficciones. Solo un actor de tronío como Hoffman era capaz de volver entrañable la experiencia de la descomposición física y mental del ser humano. “Ni la enfermedad ni la desgracia hacen creadoras a las personas”, escribe Gabriel Zaid y agrega: “Por el contrario, lo creador es cierta forma de negarse a padecer”. Caden Cotard no lo entendió. Tampoco Hoffman.

-Ricardo Zárate

 

En Moneyball

La entrevista promocionaba Moneyball, una película, como tantas otras, en la que Philip Seymour Hoffman ocupó el asiento trasero. Platicaba sobre Art Howe, el entrenador de los Oakland A´s, al que interpretó como un sujeto árido, de rostro congelado en una mueca de cansancio perenne y voz aferrada a un tono monocorde y exasperante. El entrevistador no podía creer que un (reciente) ganador del Óscar aceptara un papel tan poco llamativo. Otros actores usan el trampolín del éxito para llenar cada vez más espacio en pantalla y habitar las botargas más inmensas posibles, mientras que Seymour Hoffman parecía interesado en colorear miniaturas. El entrevistador le preguntó si le incomodaban las quejas por parte del verdadero Howe, molesto por la brecha entre el personaje de la película y él. Seymour Hoffman respondió que Howe era una pieza dentro de Moneyball, cuyo único objetivo era estorbarle a Billy Beane, y así había abordado su creación, con el propósito de construir el obstáculo que mejor contrastara con Brad Pitt: el más útil, independientemente de su semejanza con el verdadero entrenador de Oakland.

Como personaje, Howe se podría haber ido para cualquier lugar. Al Pacino lo hubiera interpretado con el volumen a tope, gritando los diálogos que Hoffman murmulla; un actor más vanidoso hubiera encontrado algo más que hacer o decir para volverlo entrañable y robar reflectores. Afortunadamente, a Phillip Seymour Hoffman el cariño y la lealtad de la audiencia, así como el cuidado de su marca, le importaban un cacahuate. Por contradictorio que parezca, más que descuido, esta indiferencia revelaba el más absoluto compromiso. Compromiso con el material, no adulterado por la fama o el lugar que su imagen, muchas veces vinculada a personajes abyectos, tuviera con el público. 

-Daniel Krauze

 

En todas las demás

Inmediatamente después de enterarme de que Philip Seymour Hoffman había muerto, en Twitter apareció una breve nota del periódico inglés The Guardian. Rápidos, precisos, los editores rescataron una entrevista otorgada al periódico en 2011, donde Hoffman admitía que “muy en el fondo” aún enfrentaba la idea de beber con la misma ferocidad de su juventud y que nunca estuvo interesado en hacerlo con moderación. “Que todo este tiempo haya pasado no significa que sólo fuera una fase”.

No sabía que fuera adicto, pero después estuve mucho tiempo pensando en esa frase, en el peso que tenía. Hoffman era un artista, no la estrella que tiene talento para la actuación y puede ganarse el respeto de la industria. No era un actor. No era un simple actor. Era un artista. De una intensidad que sobrecogía. Además, era un gran tipo. Así lo imagino. Para mí siempre será el ridículo Sandy Lyle de Along Came Polly (una comedia tonta, así de grande era) intentando encestar la pelota infructuosamente, el gordito de pelo rubio casi blanco que inventó el verbo “to shart” (mezcla de shit y fart). Pero también será un dramaturgo lleno de tormentos en Synecdoche, New York, la estampa misma de la búsqueda artística sin triunfo, ni final, ni alivio; un villano sádico en Mission: Impossible III (¡odioso!); uno de los perturbados, intelectuales fallidos, hermanos Savage en The Savages; el Capote que no era Capote, que era otro Capote (su propio Capote); el enfermo Lancaster Dodd de The Master. Era malo, bueno, estúpido, maligno y simpático, tenía todos los matices, todos los tonos. Hoffman era muchos hombres y ninguno. Joyce Carol Oates dijo en Twitter que era doblemente deprimente cuando un artista tan magnífico moría a causa de una adicción, pues aquello sugería que “la maestría de su arte no era suficiente”. Algunos pensaron que tuvo una muerte indigna. No lo sé. Se dejó caer de nuevo en ese foso, sabiendo lo que había allí abajo. Para todos los demás, era imposible alcanzarlo.

-Lilián López Camberos

 

 

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