Apátridas de Judge

Las series de Mike Judge se enfocan en los marginados, los comunes y corrientes, los inadaptados para poner en entredicho el sueño americano.  
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Este año, de abril a junio, en paralelo a la quinta temporada de Game of Thrones, ese coctel de medievo fantástico, porno suave y progresismo demócrata norteamericano, HBO corrió la segunda temporada de Silicon Valley (2014), creada por Mike Judge. El mismo Mike Judge de la seminal Beavis and Butt-head (1992), la diluida King of the Hill (1997) y graduado en física por la Universidad de San Diego. Y al igual que las dos series estrenadas a principios de los noventa, Silicon Valley también está cruzada por sujetos y circunstancias similares a aquellas que, durante años, sedujeron a Jarvis Cocker: Gente común y corriente, deformes e inadaptados sociales. Marginados.Y ellos, los fetiches absolutos de Jarvis, son el filtro a través del cual Judge glosa la discutible pertinencia del mito del sueño americano y las condiciones para su cumplimiento en el imaginario de sus personajes. Silicon Valley, tanto como las otras series, está compuesta por las mismas inquietudes que ocuparon a Judge en sus obras previas sólo que actualizadas al contexto social, económico y tecnológico de Palo Alto, al norte de California.

En el universo Judge el foco está puesto menos en el tenaz anhelo porelamerican way of life y su gradual realización, o su incumplimiento, que en su intrascendencia o desconocimiento (Beavis and Butt-head) o su inalcanzable morosidad (King of the Hill). En el caso de Silicon Valley, se trata de los mínimos y obligados requerimientos para lograr ese ideal que, de El gran Gatsby (1925) a Boyhood (2014), recorre como un fantasma casi cualquier producto cultural norteamericano. Sucede en otras series y animaciones que esa democratizada aspiración, en su carácter de eterna promesa, es la propela de sus narrativas y protagonistas. Está en Los Supersónicos, Los Picapiedra y, claro, ya desde el título y la concentración de la serie en las cómicas y atribuladas vicisitudes de otro obeso padre de familia más, Los Soprano. Respecto de ellas, lo de Judge no es tanto contrario como distinto.

La premisa de Silicon Valley es: un talentoso programador desarrolla una aplicación musical dentro de una incubadora de ideas. Descubre que la relevancia del algoritmo y código que permiten la compresión de la música es mayor que la aplicación misma. Él, un genio de la programación (la parte Steve Wozniak), otros dos desarrolladores, un administrador y un tipo experimentado en visualizar las posibilidades tecnológicas y comerciales de la herramienta (la parte Steve Jobs), a lo largo de las dos temporadas que van, intentan definir el rol de su compañía y conseguir los fondos para desarrollar el programa. Lo significativo, y cómico, de la serie no es, evidentemente, que a lo largo de ese proceso los protagonistas encuentran el amplio y tedioso espectro de lugares comunes, jurídicos, financieros, tecnológicos y autorales, que les impide materializar su idea, sino el permanente desfase (casi inconsciente) y la oposición (casi moral) que ellos presentan ante ese contexto. No saben depositar un cheque a nombre de una compañía; no la saben registrar en hacienda. No saben qué es un abogado litigante. Instalan sus propios servidores en la ilegalidad de su cochera; hackean una compañía rival. Especulan con inversionistas. Y ese sistemático fracaso, a lo largo de los dieciséis capítulos que van, no es otra cosa que el déficit que resulta de su incapacidad para suspender las creencias y voluntades que dinamizan al grupo en favor de las reglas mezquinas de la financiarización económica o la capitalización sin remilgo del talento.

Un grupo de jóvenes inasimilables por el sistema, o con objeciones para permitirlo, no es algo nuevo en Judge. Porque están Beavis y Butt-head, esos extremados Bouvard y Pécuchet, exiliados de mujeres, fiestas, deportes, sin estar del todo expulsados de la preparatoria Highland pero sin ser tampoco completos asistentes; inmunes al sarcasmo y desdén de esa alta conciencia que era Daria. Tipos cuya única justificación quizá haya sido, como sucede con los falsos nerds de Silicon Valley, la de una crítica intermitente: el escepticismo con que miran ciertos videos musicales, entonces, tan novedosos. En Silicon Valley esa distancia semi crítica se da a partir del diferencial entre los mecanismos del contexto y la inhabilidad de los protagonistas para insertarse, fluidamente, en él. Y así, cada episodio de lo que trata es de alternancia entre sus pequeñas batallas ganadas frente a las perdidas.

Ese rasgo lo comparten las dos series a través de veintidós años y, en esencia, no es sobre el éxito o fracaso de la eterna promesa estadounidense, o incluso la posibilidad de realizarse a través de ella. Para Judge tendría que ver, más bien, con plantear escenarios, situaciones y personajes que dan, sin sistema o conciencia, pasos al costado dentro de sus realidades. Lo que los obliga a replegarse en otro tipo de pretensiones y supuestos al margen de los hegemónicos. Y entonces unos, sin saberlo, parias o dandis de suburbio, se exilian de la realidad (Beavis and Butt-head); mientras otros, necios e inoperantes (Silicon Valley) como Sísifos, una y otra vez intentan mover en algo los límites que, con naturalidad, les impiden flotar en el sistema.

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(Estado de México, 1982) es autor de Paraísos vulnerables (FETA, 2013) y NYC (Ediciones Transversales).


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