Ant-Man, el superhéroe modesto

Simpática e ingeniosa, Ant-Man es una bocanada de aire fresco para el tan gastado género de superhéroes.
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El modelo megafranquicia del Cinematic Universe —perfeccionamiento y refinación de la fórmula narrativa y comercial del blockbuster hollywoodense— llegó casi a agotarse después de The Avengers. La misma Marvel parecía darse cuenta de ello, y fue por eso que contrató a tres cineastas talentosos para sus películas siguientes: los hermanos Russo, egresados de Community, dirigieron Capitán América: el soldado del invierno; James Gunn estuvo a cargo de Guardianes de la Galaxia, y a Edgar Wright se le dejó a cargo de Ant-Man.

Este último pintaba como el fichaje más interesante: Wright, conocido por la Trilogía Cornetto y Scott Pilgrim vs. The World, es un director con un estilo erudito pero dinámico y una capacidad probada para el humor visual y referencial. Pero la relación entre él y Marvel se rompió y el proyecto recayó en Peyton Reed, un cineasta eficiente y chambeador pero lejano al genio de Wright. Ant-Man cargaba así con dobles expectativas: para los ejecutivos, desempeñarse bien en taquilla —como toda película de Marvel—; para los críticos y cinéfilos, entregar una cinta que no nos hiciera echar de menos a Wright. Como nota curiosa: hubo una probadita del trabajo de Wright, un test footage —metraje de prueba filmado para mostrar a ejecutivos y productores— que se filtró en 2012. Para verlo, clic.

Hasta ahora, el desempeño de Ant-Man en taquilla ha sido regular pero consistente. Es el estreno de recaudaciónmás baja de Marvel desde The Incredible Hulk (57 millones de dólares), pero también es una de las películas más baratas del estudio (“sólo” 130 millones de dólares), por lo que la recuperación de la inversión y la ganancia están prácticamente garantizadas. Sin embargo, Ant-Man es una de las cintas más valiosas de la franquicia Marvel.

La clave del éxito de este universo —la homogeneización del estilo y la construcción de una narrativa colectiva que omita asuntos sociales o ideológicos particularmente problemáticos— es también su fragilidad en términos artísticos: para homogeneizar es necesario limar lo que no embone. El resultado es un cine que funciona comercial y narrativamente pero que a menudo carece de interés estético. Ant-Man es la película de Marvel que, un poco en la senda de Guardianes de la Galaxia, mejor logra combinar las búsquedas estilísticas —desplantes técnicos, ideas ingeniosas, formas poco comunes de montar o filmar— con el interés económico.

Lo logra porque está en la periferia de su universo. Ant-Man, por ejemplo, se permite un protagónico un tanto de medio pelo: comparemos a Paul Rudd, un tipo simpático y talentoso pero definitivamente lejano a la apariencia de Chris Evans o Chris Hemsworth, altos, rubios y musculosos héroes americanos típicos. Rudd colaboró en la escritura del guion, un involucramiento creativo de parte de un actor que no habíamos visto en el Cinematic Universe desde The Incredible Hulk, película en la que Edward Norton colaboró en aspectos del guion —y cuya visión entraría directamente en pugna con la de Marvel.

No solo eso. Uno de los aspectos que más me disgustan del cine de superhéroes contemporáneo —y sé que no estoy solo— es su propensión a una pretendida inmensidad. Todo tiene que ser más ruidoso. Lo que importa es qué tan grande se ven las cosas en pantalla. Se vale, supongo, pero también es válido discrepar: en una película de acción la disposición de sus elementos, la construcción de su artificio, nos hace creer que algo está en peligro real. El robot megalómano de La era de Ultrón —igual que la organización megalómana de El soldado del invierno o el conquistador megalómano de Guardianes de la galaxia o el extraterrestre megalómano de Man of Steelno parecen un peligro real para nadie porque sus planes están fuera de proporción: sus ambiciones son tan aparatosas que es difícil seguirles el paso. Recordemos sus planes macabros: utilizar una ciudad como proyectil, desprendiéndola del planeta solo para estrellarla de nuevo contra la tierra; terraformar a nuestro planeta a fin de hacerlo habitable para otra especie; destruir un planeta entero nomás porque sí. Con sus virtudes y defectos, los clímax de cada una de esas películas son muy parecidos entre sí —y esto, inevitablemente, le resta poder a su capacidad de conmover o impresionar.

Es por eso que uno de los logros de Ant-Man es alejarse, al fin, de esa supuesta grandeza. Su protagonista, Scott Lang, encuentra su primera prueba al enfrentarse a los peligros de un tsunami… en una bañera. Reducido al tamaño de un insecto gracias a un traje que funciona mediante un artificio más mágico que científico, Lang encuentra amenazas en los ratones y aliados en las hormigas. Es un retorno a los aspectos que cimentaron la fama de Marvel Comics: ciencia ficción inverosímil, cercana a la fantasía, pura evasión pura empaquetada en colores brillantes. Para aquellos que crecimos en los años ochenta y noventa, también es una oportunidad de mirar con nostalgia películas como Querida, encogí a los niños o Innerspace.

Ant-Man, además, mejora uno de los grandes aciertos de Guardianes de la galaxia: el humor. Michael Peña, que aquí encarna a Luis, un ladrón chicano inesperadamente sofisticado, llena la pantalla con su presencia y su capacidad de hacer chistes sin inmutarse. Más aún, la película se mira a sí misma con cierta ironía: los personajes sueltan frases sarcásticas respecto a sus propios diálogos y situaciones —«Arruiné el momento, ¿verdad?», «Vaya, ese fue un discurso en serio inspirador»— y se permiten burlarse de sí mismos. Esto, que no es del todo raro en la escuela Marvel, se encuentra aquí afinado por la calidad de sus actores: Rudd y Peña, sí, pero también Michael Douglas y la carismática Evangeline Lilly, quien también contribuirá con una necesarísima presencia femenina en la segunda etapa de los Avengers cinematográficos, tan marcados por el dominio de los protagonistas masculinos.

Estilísticamente, además, es la cinta más atrevida de todo el Cinematic Universe. No quiero decir con esto respecto al cine avant-garde, pero sí, digamos, respecto a buena parte del blockbuster contemporáneo. La premisa de Ant-Man le permite secuencias de acción en trenes a escala, recorridos marinos a través de cañerías, caídas al vacío en medio de un baño. Es la prueba —inacabada todavía, defectuosa y mejorable, pero prueba al fin— de que el género superheroico de altos presupuestos puede buscar y encontrar suspenso y emoción en  terrenos lejanos a la solemnidad artificiosa.

Porcierto: resulta interesante ver Ant-Man desde una perspectiva social: a diferencia del resto del Cinematic Universe, en el que las parejas sentimentales parecen exclusivamente monógamas y heterosexuales, aquí hay divorcios, segundas nupcias, convivencia entre padrastros y padres biológicos. Además, frente al elenco de los Avengers, formado exclusivamente por hombres (y dos mujeres) blancos —Nick Fury y Falcon no forman parte de la primera línea de batalla—, el equipo de ladrones de Ant-Man parece un festival de la diversidad: un chicano, un afroamericano, un oriundo de Europa del Este y un protagonista expresidiario que a menudo se ve rebasado por una mujer con alto mando que —spoiler— terminará convirtiéndose ella misma en superheroína. Nada del otro mundo, por supuesto: falta mucho para llegar a la Ms. Marvel musulmana, a la Thor femenina o al Capitán América afroamericano de los comics, pero se alcanzan a ver ya los efectos de los reclamos de una comunidad de fans muy diversa, que exige —no sin razón— ver algo más allá de los típicos protagonistas.

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Luis Reséndiz (Coatzacoalcos, 1988) es crítico de cine y ensayista.


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