Paleoneurobiología, ciencia posmoderna

La ciencia la paleoneurobiología busca descubrir los procesos mentales de nuestros antepasados. 
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In Memoriam Federico Campbell, amante de las neurociencias

Si el híbrido arqueoastronomía nos da claves para releer las antiguas culturas y encontrar las huellas de ese ser mítico que parece determinar nuestra visión de la realidad escatológica llamado uróboros, la posmoderna paleoneurobiología está empeñada en romper con visiones enquistadas de la evolución de la vida. Desde hace algunos años esta ciencia ha propuesto su propia visión de lo que define a los homínidos pensantes.

Pero, ¿cómo saber cuál fue la esencia de los procesos mentales de las personas que ya no están y ni siquiera encontraron herramientas para expresarse? Las cuevas donde se han conservado manifestaciones de quienes ya poseían imaginación son muy posteriores a los primates cuyo nivel de conciencia en el árbol de la vida es más cercano a las musarañas que a nosotros. Además, los sistemas nerviosos están conformados por tejido blando que se destruye muy poco tiempo después de la muerte de un organismo. Los fósiles, pues, aportan sólo una clave para resolver el enigma. El ilustre paleoneurobiólogo Harry Jerison estudió durante décadas los registros de sitios como la Sima de los Huesos en Atapuerca, provincia de Burgos, a fin de hallar claves evolutivas, estos es, cuáles fueron las presiones selectivas que permitirían no sólo el aumento de la masa cerebral de nuestros antepasados primates, sino la complejidad de sus conexiones neuronales.

Cuando platiqué con el profesor Jerison me confesó que se trataba de encontrar una aguja de paja en un pajar. No obstante, es posible elucubrar. A partir de restos de cavidades craneanas fosilizadas se puede inferir, entre otras cosas, que los neanderthales tenían un área prefrontal exactamente del mismo tamaño que la nuestra. Los insignificantes mamíferos de hace unos 200 millones de años (mda) evolucionaron por su capacidad de construir, durante la noche, un mapa cognitivo de la realidad circundante gracias al poder de su sistema auditivo. A diferencia de reptiles como los dinosaurios, quienes sólo conocían el estímulo-respuesta y su actitud frente a los avatares cotidianos era errática, los mamíferos sabían diseñar estrategias de acción. Cuando los grandes reptiles desaparecieron hace poco menos de 70 mda, la vista comenzó a adquirir preponderancia en el concierto de instrumentos que permiten a los mamíferos, como nosotros, diagnosticar lo que pasa “allá afuera”. Su evolución fue tal que ahora somos organismos visuales.

El tamaño del cerebro de los mamíferos aumentó de tamaño, explica Jerison, y se llenó de receptores sensoriales. Así, el reto era integrar todos los sentidos para adquirir la capacidad de reconocer un objeto que, en teoría, podía definirse mediante un número casi infinito de diferentes tipos de receptores. La solución consistió en desarrollar una manera básica y visual, que compartimos muchas especies, cuyo propósito es representar el mundo que percibimos a cada momento, usar dicha imagen para reconocer objetos y establecer una jerarquía entre ellos.

Mientras que el cerebro de los reptiles es en esencia un mecanismo reflejo ante la realidad circundante, en el cerebro de los mamíferos surgió la capacidad de darse cuenta de sí mismo y de que hay un mundo real en movimiento. Así aparecieron especies con la habilidad de procesar estímulos mediante una representación perceptual y consciente del mundo. Para Jerison la función prístina de la conciencia fue generar una imagen de infinidad de objetos, sin importar qué tipo de receptores sensoriales se utilicen para reconocerlos, pero entendiendo el significado de cada uno de ellos. Los reptiles jamás llegarían a tal conclusión dado que su sistema nervioso reacciona sin buscar mayor significado, mientras que el cerebro de los mamíferos logró transformar el estímulo en un “objeto” existente en el espaciotiempo y pudo, en consecuencia, enfrentarlo de manera activa porque significa algo en cada ocasión.

El profesor Jerison insistió en afirmar que el cerebro humano no es más que un viejo marrullero, como aquel equipo de veteranos por los que, uno por uno, no darías un quinto pero que, en conjunto, suelen dar el campanazo. Dicho de otra manera, entender cada trozo de información sensorial coherente (bytes) e incoherente (bits) nos llevaría a la debacle, nuestro dispositivo se colapsaría y ya habríamos desaparecido de la faz de la Tierra. De acuerdo con el paleoneurobiólogo, lo que hace un sistema nervioso es construir un modelo del mundo para integrar de manera comprensible el significado de ese innumerable volumen de datos sensoriales.

En la medida que el tiempo evolutivo siguió su curso la capacidad de imaginar modelos mejoró y, por ende, fue más fácil reconocer cierto patrón en diversas clases de datos (desde el zumbido de un mosquito hasta el estallido de un relámpago, por ejemplo). Dado que es imposible reconocer cada dato, lo que el modelo nos permite imaginar es su ubicación en la escena (si el mosquito ya hizo de la suyas o apenas se acerca amenazante, si la tormenta es inminente o habrá de disiparse). Sabemos que el mundo que percibimos es únicamente el modelo que hemos podido crearnos de él (algunos somos más sensibles que otros al ataque nocturno de insectos), si bien no es el mundo mismo.

La autoconciencia nos deja distinguir el conocimiento que adquirimos por el lenguaje articulado y el que proviene de los sentidos. Los esquizofrénicos que escuchan voces y los paranoicos que se sienten perseguidos por alguna fuerza del mal han perdido esta capacidad de entender y enfrentar la realidad. Algo similar sucede con lo sueños y las experiencias místicas, donde no estamos seguros de que el acontecer sea real o no. Para Jerison, cuando parece que abandonamos nuestro cuerpo en un evento extático de hecho lo que sucede es el derrumbe de nuestra habilidad para ir y venir entre los sentidos externos (datos sensoriales) y el sentido del lenguaje.

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escritor y divulgador científico. Su libro más reciente es Nuevas ventanas al cosmos (loqueleo, 2020).


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